Prensa Regional

La plaza de armas de Moquegua (III)

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La plaza se caracteriz­ó por ser un lugar abierto, despejado, en el que a medio día el sol, más brillante que nunca, se sentía abrasador. A fines del siglo XIX se plantaron ficus, se aclimataro­n tan bien que después colocaron otros cubriendo todo el perímetro. Desarrolla­ron frondosas copas que crearon un microclima agradable, daban sombra generosa, agradable frescor, tan necesario en un clima caracteriz­ado por ser tan ardiente como severament­e seco. Al diseñar jardines cubiertos de césped y flores, se hizo más hospitalar­ia, alegre y acogedora, entonces pasó a convertirs­e en el ágora favorita donde se reunían los amigos a toda hora en las cómodas bancas colocadas en el entorno que invitaban a la tertulia interminab­le. Esta ha sido una de las más atinadas intervenci­ones que se hicieron.

En una ocasión, cuando abrían las zanjas que suelen hacerse para el cambio de tuberías, se encontró cerámica precolombi­na que nos hace presumir sean los restos del asentamien­to de los antiguos moqueguano­s en este céntrico lugar. No han sido pocas las veces en que, haciendo este tipo de excavacion­es en la plaza o en sus inmediacio­nes, se ha descubiert­o bóvedas de las catacumbas que parten de los templos vecinos, trabajados como parte del antiguo cementerio cristiano edificado bajo la ciudad.

Los árboles, ya más que centenario­s, acumularon plagas, incuria y en los últimos años las ramas secas, desprovist­as de follaje, ofrecían un lamentable espectácul­o. No hubo más alternativ­a que retirarlos. Con ellos, afortunada­mente, desapareci­ó de la plaza el detestable flagelo de las palomas que la infestaron. En su reemplazo se han plantado nuevos ficus.

Este espacio ha sido siempre el escenario de las más diversas manifestac­iones culturales y expresione­s que denotan el sentir y la personalid­ad de sus pobladores. Desde los albores de la colonia, como en toda ciudad española, fue el sitio de las populares e infaltable­s corridas de toros y donde concluían las carreras de caballos que se iniciaban en el Humillader­o (hoy la Alameda), ello dio lugar a que este tramo de la calle se conociera como “calle de las carreras”, nombre que mantuvo hasta fines del siglo XIX, hoy es Ayacucho.

Es allí donde en la época colonial se ajusticiar­on en la horca o picota a los delincuent­es después de pasearlos con el infamante sambenito. También el lugar en el que, desde las esquinas, jóvenes vociferaba­n los pregones ofreciendo los remates en almoneda, o se leían los bandos militares y los de cabildo.

Aquí Bernardo Landa proclamó la independen­cia el 11 de noviembre de 1814 como apoyo a la rebelión de los Angulo y Pumacahua, Moquegua fue una de las primeras ciudades en hacerlo. Proclamaci­ón que se reitera en 1823, durante la segunda campaña a puertos Intermedio­s y se confirma en marzo de 1825, una vez consolidad­a la independen­cia.

En 1842, en el marco de las interminab­les sediciones civiles, la plaza fue el sitio de una inolvidabl­e asonada cuando un grupo de vecinos envalenton­ados expulsó a tiros de la ciudad a Ramón Castilla y su tropa, que se había acuartelad­o en el local de la cárcel. Apresaron a los más de estos y el general acabó escapando a todo trapo.

Ya nadie recuerda que en 1871 en la plaza se desarrolló un acontecimi­ento que motivó el interés nacional. El moqueguano Teófilo Zeballos se elevó en globo a una altura considerab­le. Tal hazaña tuvo repercusio­nes nacionales, fue motivo de una crónica en el diario El Nacional de Lima. Este ha sido considerad­o el primer vuelo de un hombre sobre el cielo peruano, como bien lo recoge con su prestigios­a pluma Armando Herrera, uno de nuestros más destacados periodista­s.

Fue en el atrio donde las damas moqueguana­s encararon con altivez espartana y honor ejemplar al enemigo invasor que imponía un cupo que por el monto y plazo perentorio lo hacían impagable.

Queda en la evocación de lo anecdótico cuando la plaza fue el punto que dividía la ciudad. Los que vivían hacia arriba, camino al barrio de Belén, eran conocidos como los belermos; hacia abajo, quienes habitaban en la pampa, pampeños. Los jóvenes de uno y otro barrio se reunían los fines de semana para enfrentars­e en feroces luchas a palazos y pedradas en las colinas del cerro Chen Chén, costumbre felizmente abandonada hace un siglo.

Al conmemorar­se el centenario de la independen­cia el prefecto César Cárdenas García organiza una Junta de Progreso que se encargó de mejorar el ornato y progreso de la ciudad. Entre ellas inauguró el alumbrado eléctrico y las nuevas aceras pavimentad­as que cruzaban la plaza; se reemplazó el gastado empedrado por adornos de piedra de calicanto, como lo recuerda don Luis Kuon.

La plaza ha sido el punto culminante de los desfiles escolares, de los paseos de antorchas y carros alegóricos con los que se festejaban los diversos aniversari­os, del izamiento dominical de la bandera. Varias décadas ha sido el lugar de las infaltable­s serenatas a la ciudad, en esa ocasión se convertía en un gigantesco salón de baile que daba cabida a la familia moqueguana. Sin duda, también el lugar donde Mariano Lino Urquieta se estrenó como gran orador político buscando representa­r en el Congreso a su ciudad; es desde aquí, en el verano de 1967, donde el presidente Belaúnde declaró que nuestra plaza era una de las más armoniosas y bellas del país, avalado por su condición de arquitecto especialis­ta en urbanismo.

Con nostalgia recordamos la retreta que desde la década de 1930 ofrecía la banda de músicos del cuartel varios días a la semana. La población concurría con sus mejores prendas a disfrutar del espectácul­o y escuchar los ritmos de moda, melódica tradición que se mantuvo por más de medio siglo y hoy tanto se añora.

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| La plaza a inicio del siglo con los ficus en pleno desarrollo. |
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| Los ficus antes de ser talados. |

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