Control y austeridad como opción en la CEE
La decisión unánime de los comisionados electorales y la presidenta de la Comisión Estatal de Elecciones (CEE) cerrando durante la Semana Santa las Juntas de Inscripción Permanente (JIP) merece un efusivo reconocimiento y una exhortación: su cierre a lo l
De la noticia reseñada por El Nuevo Día este fin de semana no se desprende que el acuerdo haya surgido de un largo y candente debate entre los comisionados Guillermo San Antonio Acha, del Partido Popular Democrático (PPD); Jorge Dávila, del Nuevo Progresista (PNP), y Juan Dalmau, del Independentista Puertorriqueño (PIP), pero sí se establece que tuvo el aval de la presidenta en funciones de la CEE, Liza García, lo que evidencia una alianza de sensato consenso.
Según el comunicado circulado por el ente electoral, no obstante, permanecerán abiertas -y, desde luego con el mismo ocio de sus empleados beneficiados con el cierre acordado- las llamadas juntas regionales de San Juan, Bayamón, Caguas, Fajardo, Ponce, Arecibo y Mayagüez. La pregunta es: ¿para qué?
Si en días normales de cada año electoral los más de 300 empleados de las 110 Juntas de Inscripción Permanente, con una asignación presupuestaria de más de $1.4 millones, apenas atienden menos de un puñado de personas que pueden visitas esas oficinas de inscripción, dato que ha quedado debidamente comprobado en recorridos al azar de periodistas de este y otros medios de comunicación del País.
Como cuestión de realidad, durante el año electoral 2004, en el que ya existían las Juntas, el registro electoral alcanzaba a 2,440,131 sufragistas, cantidad que aumentó en 17,905 electores para la elección general de 2008, es decir, a razón de 4,476 por cada año del período. No es arriesgado sugerir que la inmensa mayoría de esos electores adicionales se registraron durante el año electoral de 2008.
En contraste con lo anterior, en 1964, cuando no existían las Juntas de Inscripción Permanente -que no son otra cosa que una filial de “mantengo electoral” para el disfrute de cada uno de los partidos políticos que se han adueñado de la Comisión Estatal de Elecciones-, la cota electoral era de 1,002,000 eventuales votantes.
Entre ese año y el de 1968 se aprobó una Ley de Inscripción Permanente, sin asignaciones presupuestarias adicionales a las de la entonces Junta Estatal de Elecciones, y a través de una campaña cívica de no más de tres meses hubo la inscripción electoral más grande en la historia política de Puerto Rico. Más de 200,000 puertorriqueños se registraron para votar en la elección de 1968.
Para llevar nuevos electores a las mesas de inscripción, no fue necesario -ahora tampoco lo es- el subterfugio del “balance político”, la fórmula mediante la cual los tres partidos principales ahora registrados en la Comisión Estatal de Elecciones emplean sus leales maquinarias de campaña con asignaciones millonarias que se extraen de las arcas exprimidas de un lánguido tesoro público.
Definitivamente, se quedó corto el acuerdo de los comisionados electorales y la nueva rectora del sistema electoral puertorriqueño. Circunscrita al año electoral, la operación de las Juntas de Inscripción Permanente -a lo que se podría agregar igual reducción en los gastos de contratación de asistentes de los comisionados electorales- el personal de las mismas muy bien podrían ser el recurso que tanto necesita el Departamento de Hacienda para fortalecer su área de fiscalización, especialmente en momentos en que se debate en la Legislatura la posibilidad de implantar un nuevo sistema contributivo de cuya captación depende su éxito.
Si no por decisión propia de los dirigentes de la Comisión Estatal de Elecciones, por disposición legislativa podría darse ese curso de acción de innegable buen ejercicio de administración pública.