NARCOÉTICA
Mi postura en torno al consumo de drogas solía oscilar entre un libertarismo del tipo “que cada cual haga de sus orificios un circo”, a no poder permitirme pasar el buen rato sabiendo que otros, más miserables que yo, subsidiarían mi nota con su vida.
Recientemente, he llegado a pensar que todo eso que anhela el país en perenne disfunción -estructura organizativa, empresarismo osado, acceso a redes globales, eficiencia, un vigoroso sector privado que genere empleos-, ya ocurre en el modus operandi “narcotrafiquero”.
Hoy vengo a admitir que todo remilgo ético que me quedaba con respecto a vicios y drogodependencias sufragadas con la sangre y esfuerzo de otros, se me ha desmoronado. Una, porque esa misma lógica explotadora impregna todo lo que visto y como, así como la computadora con la que me comunico; dos, porque el régimen de explotación al que nos lleva la dictadura de los bonistas y la colonia naturaliza un curso análogamente antiético.
Es más, los asesinatos y la explotación de jóvenes en el narcomundo son faltas menores al compararlos con la nueva normalidad de esclavos sin futuro y acreedores sin conciencia.
Me parece que frente al régimen usurero, y la insistencia en llamarle “ley y orden”, volcarse masivamente al narcotráfico (como ya puede anticiparse) tiene menos de aberración y mucho más de defensa propia y extensión lógica de esa misma ética de injusticia y asesinato a cámara lenta que se nos impone.
Cuando la pregunta: “¿Qué pasará con los servicios básicos, la educación que proveía movilidad social, y el acceso a la salud, si todos nuestros recursos se irán al pago de deudas?”, encuentra respuestas del orden de, “haberlo pensado mejor antes de decidir embrollarse”, y así, sin más consideración, se da por buena la entronización de un sistema que aniquila vidas y destruye a un país, no tengo menos que preguntarme, y preguntarles, qué de distinto tiene esto a la ética violenta del narcotráfico.