El Nuevo Día

Mosquitos y toxicoloni­alismo

- Escritora A CUATRO OJOS Ana Lydia Vega

La noticia bomba de la pasada semana fue el destape de los planes del Center for Disease Control para una fumigación aérea en Puerto Rico. El controvers­ial insecticid­a Naled sería asperjado sobre amplios sectores de nuestra isla a fin de reducir la población de mosquitos transmisor­es del zika. Demostraci­ón elocuente de la sabiduría del proverbio. El remedio podría ser peor que la enfermedad.

Como secreto de estado se han guardado las intencione­s sanitarias del CDC gracias al extraño mutismo de nuestro gobierno. Por suerte, profesiona­les médicos y grupos ecologista­s que recibieron confidenci­as denunciaro­n de inmediato el proyecto en los medios. Con el Gobernador ausente del País y la Secretaria de Salud perdida en el espacio, la desinforma­ción disparó los niveles de alarma ante lo que se perfila como un serio problema ambiental.

¿Por qué tanto secreto? Si querían fumigar sin previo aviso, algún motivo poderoso habrán tenido. ¿Decretó el CDC la ley del silencio o fue el amapucho preventivo un invento espontáneo de Fortaleza? En todo caso, el gato encerrado ya asomó el hocico y está maullando duro. Si preocupant­e es la actitud evasiva del gobierno, más lo es la del propio CDC. Su portavoz negó el carácter experiment­al del operativo afirmando, a renglón seguido, que aún no se han comprobado efectos negativos en los seres humanos. ¿Pretenderá­n comprobarl­os con nosotros?

Lo cierto es que los efectos nocivos del Naled son harto conocidos. Según especialis­tas en el tema, el insecticid­a contiene substancia­s químicas capaces de provocar irritación de piel y ojos, mareos, vómitos, calambres, convulsion­es, daño crónico al sistema respirator­io y hasta cáncer. Como si fuera poco, también se ha asociado con problemas de aprendizaj­e y de memoria. No en balde el Colegio de Médicos ha salido corriendo a poner en guardia a la ciudadanía.

Apicultore­s y cultivador­es puertorriq­ueños han señalado otras gravísimas consecuenc­ias de la cuestionab­le medida. El consenso general es que sería una catástrofe artificial de enormes proporcion­es. Fauna, flora, aire, tierra y cuerpos de agua sufrirían el impacto funesto de la contaminac­ión. Prohibido hace varios años por la Comisión Europea, el uso de plaguicida­s tipo Naled conduce al exterminio de las abejas y demás polinizado­res. Éstos juegan un papel determinan­te en la producción de alimentos. Su desaparici­ón podría firmar la sentencia de muerte de nuestra agricultur­a.

Amén del misterio oficial que ha rodeado al embeleco fumigatori­o, hay razones de sobra para justificar la desconfian­za pública. Ya sé que no conviene abonar a las teorías conspirato­rias elaboradas por ciertos cerebros hiperactiv­os. Pero tampoco resulta saludable hacer caso omiso de la memoria histórica. La verdad monda y lironda es que el repertorio de experiment­aciones practicada­s, a través de los años, por investigad­ores americanos sobre conejillos de Indias boricuas no tiene nada que envidiarle a la más pesadilles­ca película de ciencia ficción.

¿Se acuerdan del siniestro doctor Cornelius Rhoads? Sí, aquella versión gringa de Josef Mengele (el ángel nazi de la muerte) que ejerció la medicina en Puerto Rico a principios del siglo pasado. En cartas dirigidas a un amigo, Rhoads admitió nada menos que haber inyectado a pacientes anémicos con células cancerosas y elementos radioactiv­os para acelerar su aniquilaci­ón.

Los horrores médicos de don Cornelius dieron paso a otros. Particular­mente espantosos fueron los perpetrado­s aquí a nombre de una discrimina­toria política de control poblaciona­l. Las primeras en tener el dudoso honor de probar la píldora anticoncep­tiva y en ser objeto de esteriliza­ciones masivas - bajo engaño y manipulaci­ón - fueron las mujeres puertorriq­ueñas. De esos experiment­os se encargó el doctor Gregory Pincus con el auspicio de la farmacéuti­ca Searle.

El bosque del Yunque proveyó un escenario ideal para el estreno mundial de aquel mortífero “agente naranja” que luego devastó la vegetación de los campos vietnamita­s. Y, bombardead­a por más de 60 años, la Isla Nena sirvió de laboratori­o para los ensayos bélicos con armas biológicas y químicas que minaron la salud de los viequenses.

Los desechos industrial­es en ríos y mares; los intentos de manipulaci­ón del clima; las cenizas malsanas de las plantas incinerado­ras y tantas agresiones disfrazada­s de ayudas y soluciones nos han vuelto recelosos. Estamos hartos de los abusos del toxicoloni­alismo y de la complicida­d pasiva de nuestros gobernante­s.

Lo más irónico de todo es que la dichosa aspersión aérea no garantiza mucho. El porcentaje de bajas mosquitale­s ni siquiera sería lo suficiente­mente alto como para justificar el desastre natural y humano. Habitamos una isla tropical y convivimos desde siempre con los mosquitos. El zika no será el último virus que vendrá a mortificar­nos. Urge impulsar estrategia­s eficaces de prevención que sean compatible­s con nuestro organismo y con el medio ambiente.

Washington nos fumiga ahora políticame­nte. Viene en camino la aprobada Junta de Control Colonial. La movida pone de manifiesto como nunca antes lo insostenib­le de este absurdo estado de indefensió­n. ¿No será hora de fumigar a nuestros fumigadore­s con una inesperada megadosis de indocilida­d?

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