EL ÚLTIMO CUENTO DE BORGES Ricardo Martí
QVarias décadas luego de mi fallecimiento, demasiadas, recibí una carta escrita por la persona que más intenté olvidar durante mi existencia: el desquiciado poeta insufrible Carlos Argentino Daneri, hermano inexplicable de Beatriz. Por su caligrafía: febril, espasmódica, supe que trataba de un hombre que no desistiría jamás, aun estando yo muerto. Su contenido no contradecía el puño; pedía que… o mejor dicho, insistía que… me disculpo, exigía que me incorporara y regresara posthaste al viejo planeta tierra para visitar una isla antillana diminuta cuyo nombre tengo en tinieblas. En el fondo del attaché precisaba la fecha, momento y lugar donde tendría que ir para ver lo que me aguardaba. En tinta roja subrayaba la advertencia: de no estar en el lugar indicado durante el momento exacto, la oportunidad desaparecería y habría que esperar cuatro años para que regresara una vez más.
Resignado, asentí a la coerción y resucité.
Tan pronto aparecí en ese tiempo-espacio, un delirio que no abarco ni arrimo me arropó por completo. Allí, entre un estruendo indistinguible de motores, bullicio, bocinas y altoparlantes, vi el porvenir ser postrado en el altar como cordero aturdido; vi la hipocresía rampante bailar abrazada con la desesperación y el hambre; vi una retahíla de canallas bernaysianos proclamar gritos de pasión sondeada; vi cientos, sino miles de afiches esparcidos como leitmotifs impacientes con el mismo asno gazmoño plasmado a cada metro; vi el cultivo de la ignorancia crecer y dar frutos; vi el secuestro de la transparencia, pintada de azul, blanco y rojo, y supe que presenciaba algo muy singular: el momento y lugar exacto donde converge en un mismo punto de encuentro todo lo charro que existe en la tierra.
Llamémosle: ‘El charreph’.