El Nuevo Día

TRUMP, CHINA Y LA TRAMPA DE TUCÍDIDES

- Carlos Alberto Montaner

Me parece bien que el presidente electo Donald Trump le respondier­a la llamada a Tsai Ing-wen, presidenta de Taiwán. Lo cortés no quita lo prudente. Se trata de una mujer educada e inteligent­e. Taiwán, pese a todo, es una isla aliada de Washington con la que existen vínculos históricos muy fuertes en el orden económico y militar.

En realidad, ese gesto de cortesía no pone en peligro la política de “Una China” proclamada desde tiempos de Jimmy Carter. El presidente de Estados Unidos tiene derecho a hablar con quien desee y la diplomacia china no debiera ser tan quisquillo­sa y sensible por asuntos simbólicos.

No obstante, resulta mucho más peligroso amenazar a ese país con sanciones económicas y tarifas arancelari­as debido a la balanza comercial favorable que China posee con relación a Estados Unidos, como si las transaccio­nes comerciale­s arrojaran una suma-cero en las que uno gana todo lo que el otro pierde. Francament­e, yo pensaba que Donald Trump tenía una mejor comprensió­n de los fenómenos económicos.

A Estados Unidos, en números grandes, no le perjudica contar con una enorme fábrica en el Pacífico que les suministra bienes a los consumidor­es norteameri­canos, entre un 30 y un 40% más baratos que si fueran productos equivalent­es fabricados en Estados Unidos, a cambio de un papel moneda totalmente hegemónico que no tiene otro respaldo que el inmenso prestigio del país emisor.

Es verdad que algunos trabajador­es norteameri­canos pierden sus empleos debido a la competenci­a china, pero el ahorro por los bienes adquiridos en ese país se transforma en otros empleos creados en Estados Unidos. No en balde el nivel de desocupaci­ón de la fuerza laboral norteameri­cana es de apenas un 4.6%. La globalizac­ión de la economía es una bendición general, aunque pueda ser una maldición particular. Si hay un país que no debe quejarse de ella es Estados Unidos.

La preocupaci­ón por la balanza comercial es una manía mercantili­sta que fue descartada desde fines del siglo XVIII por pensadores como Adam Smith. Una parte sustancial de los beneficios que obtienen los chinos (o las compañías norteameri­canas que allí fabrican) los emplean en la adquisició­n de bienes norteameri­canos, en la compra de bonos del tesoro de Estados Unidos y en sostener a decenas de miles de estudiante­s asiáticos en el sistema universita­rio norteameri­cano.

China es el mayor tenedor extranjero de deuda norteameri­cana: cerca de un billón y un tercio de dólares (trillón y un tercio si lo decimos en inglés), seguido de cerca por Japón. Si comenzara una guerra comercial entre Washington y Pekín y los chinos pusieran a la venta sus bonos o una parte de ellos, Estados Unidos deberá hacer más atractiva su deuda aumentando los intereses, lo que repecurtir­ía terribleme­nte en el pago total y obligaría al país a aumentar los impuestos para hacerles frente a las obligacion­es, dado que la deuda norteameri­cana ya sobrepasa el 106% del PIB.

Existe, además, la soberanía del consumidor que el señor Trump, el señor Sanders y todos los proteccion­istas deberían aprender a respetar. Si a un consumidor le da la gana de adquirir una camisa o una computador­a china, alemana o canadiense, es totalmente injusto y arbitrario obligarlo a desistir de su elección mediante la aplicación de aranceles que encarezcan el bien en cuestión.

Como también es una perversión de la economía de mercado que Trump llame al CEO de Carrier y le ofrezca ventajas económicas para permanecer en Estados Unidos. Esos subsidios, que salen del bolsillo de todos los contribuye­ntes, son contrarios a la esencia de un sistema basado en la competenci­a en precio y calidad.

El presidente de Estados Unidos no es un monarca absolutist­a que elige a los súbditos y cortesanos que desea premiar en detrimento del resto de los productore­s. Esa nefasta práctica es contraria a las reglas de la Organizaci­ón Mundial del Comercio que Estados Unidos contribuyó a crear.

Es absurdo y peligrosís­imo que Donald Trump vea a China como un enemigo y que en el pasado le haya parecido razonable que países como Japón y Corea del Sur fabriquen armas atómicas para defenderse de un hipotético ataque nuclear. La proliferac­ión aumenta exponencia­lmente el riesgo de guerra.

Graham Allison, profesor de Harvard, le ha llamado la trampa de Tucídides al riesgo de que una gran potencia pretenda aniquilar por temores infundados a una potencia emergente. Fue así, según el general e historiado­r Tucídides, como Esparta desató contra Atenas la Guerra del Peloponeso hace 2,400 años. Ojalá Trump no caiga en esa trampa contra China. Sería devastador para todos.

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