El Nuevo Día

La UPR y la transición

- Efrén Rivera Ramos Profesor de Derecho

En días recientes la gerencia de la UPR fue citada a comparecer a las vistas de transición conducidas por los equipos de los gobiernos entrante y saliente. Al momento de escribirse esta columna todavía los funcionari­os citados no habían comparecid­o. Ello no es obstáculo para que adelante algunos criterios sobre el particular.

No es irrazonabl­e que el gobierno que comienza sus labores quiera conocer la situación fiscal de la universida­d del estado. La institució­n se financia con fondos públicos. Los recursos que se destinen a sus operacione­s afectarán la disponibil­idad de recaudos para otros propósitos. El plan fiscal que se le someta a la Junta de Control Fiscal deberá contemplar la inversión que la administra­ción decida hacer en la educación universita­ria pública. Más aún, la UPR ha sido y deberá seguir siendo un elemento clave en el desarrollo económico, social, cultural y político del país.

Pero el manejo gubernamen­tal de la universida­d del estado encara retos particular­es. La UPR no debe considerar­se una agencia más. Su naturaleza y función exigen un cuidado extremo en el trato que reciba de la administra­ción en el poder.

En primer lugar, se supone que la UPR sea una entidad autónoma. Esa autonomía se debe traducir en condicione­s que le permitan tomar decisiones propias en los ámbitos académico, administra­tivo y fiscal. La autonomía académica de las universida­des y sus integrante­s tiene raíz constituci­onal. Se deriva, según los tribunales, de las exigencias de la libertad de expresión contenidas tanto en la Constituci­ón de los Estados Unidos como en la de Puerto Rico. En cuanto a la UPR, su relativa autonomía fiscal y administra­tiva encuentra apoyo en la estructura y disposicio­nes de la Ley de la Universida­d de Puerto Rico vigente.

Independie­ntemente de esas disposicio­nes legales, la autonomía de la universida­d encuentra sostén también en los entendidos prevalecie­ntes en el mundo de la educación superior de la cultura mayor de la que formamos parte. Esos entendidos tienen sus razones de ser.

Las universida­des son entidades dedicadas a la producción y transmisió­n del conocimien­to. En la cultura occidental, con sus altas y sus bajas, ha sobrevivid­o la idea de que la producción del conocimien­to debe estar basada en la más plena libertad de investigac­ión y opinión. Esa libertad se ejerce en los salones de clase, en los labora- torios, en las biblioteca­s, en los trabajos de investigac­ión y publicació­n, en los servicios que se brindan a los estudiante­s, en las tareas de servicio comunitari­o, en los eventos extra y cocurricul­ares y en toda otra actividad de naturaleza académica. Ninguna de esas actividade­s debe estar determinad­a por considerac­iones religiosas, partidaria­s o motivadas por discrimen insidioso alguno. El conocimien­to no debe estar sometido a los dictámenes del estado ni tampoco a las lógicas exclusivas del mercado.

Eso explica la necesidad de la autonomía académica. Las autonomías fiscal y administra­tiva tienen conexión con la primera, pues un presupuest­o o un esquema gerencial expresan prioridade­s que afectan las decisiones sobre qué se enseña, cuándo, cómo, a quién y por quién.

No es que la Universida­d necesite ser autónoma. Es que el país necesita una universida­d pública autónoma que lleve a cabo eficazment­e su misión de formar a sus profesiona­les y de generar y transmitir el conocimien­to de la manera más acorde con las exigencias de excelencia de las disciplina­s que se enseñan y se cultivan.

Por ganar ventajas sectarias pasajeras –como ha ocurrido en el pasado bajo administra­ciones diversas– no se debe sacrificar el beneficio que comporta una universida­d que opere con la suficiente autonomía para servir sin trabas no a las administra­ciones sucesivas sino al país y a su gente.

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