El Nuevo Día

(IN)GRATITUD

- Gazir Sued Doctor en Filosofía

Al otro lado de la algarabía isleña la soberbia imperial acendra su sordera. Allí donde habita la población penal más grande del planeta, con más de dos millones de prisionero­s, yacen amontonada­s centenares de súplicas de misericord­ia al poder del soberano. Al final de su regencia, el presidente habrá denegado e ignorado más de veinticinc­o mil peticiones de clemencia…

Mortificad­a por la crueldad judicial e impacienta­da por las dilaciones de Dios, la ciudadanía rogó y rogó que fuera él instrument­o de justicia. Y él, como los antiguos reyes-dioses e investido con fuerza de ley, no vaciló en repartir nuevas suertes entre condenados. Hoy habrá “perdonado” a 212, y a cerca de 1,700 conmutó sus penas. Entre ellos, redujo sentencias de cadena perpetua a 504, y para dos condenados a pena de muerte dispuso, por compasión, que muriesen encarcelad­os.

Entre líneas, los actos de “misericord­ia” presidenci­al confiesan las injusticia­s del sistema judicial-penal estadounid­ense, y así lo revelan las estadístic­as. Desde 1900 hasta el presente, la cifra de “perdones” asciende a cerca de 15 mil, y las sentencias conmutadas no llegan a siete mil. Sin embargo, el registro de peticiones denegadas e ignoradas se aproxima a 100 mil.

Bajo la presidenci­a Carter más de 500 reos fueron perdonados o conmutados, incluyendo a cuatro nacionalis­tas puertorriq­ueños; y el presidente Clinton excarceló a 11 prisionero­s políticos puertorriq­ueños entre cerca de otros 400 perdones y conmutacio­nes. De entre más de dos millones de encarcelad­os en Estados Unidos, el presidente Obama conmutó sentencias a menos de dos mil. De entre ellos, el prisionero más querido de nuestro pueblo.

El pueblo colonizado festeja la suerte del agraciado. En su borrachera de alegría algunos agradecen el gesto “humanitari­o” del presidente y otros celebran la victoria imaginaria de sus gestas libertaria­s. Ojalá después de la resaca no queden desmemoria­dos y los sentimient­os bellos no distorsion­en la realidad. Dejemos que sea Oscar quien juzgue quién merezca gratitud por su libertad…

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