SILVERIO PÉREZ analiza el país y su historia
Este es un libro valiente que expone nuestra situación política a partir del año 1898
El puertorriqueño promedio no piensa que la historia del país es excepcional. Lo es. La nuestra es una historia triste de agresiones externas y respuestas pusilánimes, de oportunidades perdidas y cegueras selectivas que nos han traído al punto en que estamos: somos la colonia más antigua del mundo.
Nuestras circunstancias anómalas se han analizado en innumerables libros de corte erudito y académico. Ahora se exponen, con claridad, en este libro de Silverio Pérez, figura pública que ha sido integrante de “Los rayos gamma”, un grupo de sátira política, y de “Haciendo punto en otro son”, agrupación dedicada a la nueva trova puertorriqueña. La decisión del nuevo gobierno de suspender sumariamente su programa de TV y las protestas suscitadas por ello confirman su amplia popularidad.
Su autoría propicia que este libro lo lea gente que nunca se asomaría a los sesudos volúmenes de los historiadores. Silverio sabe cómo llegar al puertorriqueño promedio: lo ha hecho -con éxito- a lo largo de toda su carrera. Aquí combina la investigación sólida, una exposición clara y un humor a menudo amargo. El tono coloquial acrecienta el interés. La metáfora central de una vitrina que se resquebraja resulta, además, eficaz. ¿Alguien recuerda aún que fuimos, durante décadas, “la vitrina de la democracia en el Caribe”? Aquello desapareció, dejando al descubierto que tras la fachada no había… nada sustancial. Esta lectura es, pues, todo lo amena que permite el tema y todo lo seria que supone una explicación informada de cómo y por qué estamos donde estamos.
El libro sigue la secuencia cronológica de nuestra historia política, explicando las formas en que Estados Unidos ha ejercido su poder omnímodo en cada época y cómo han reaccionado a ello los puertorriqueños. Empieza en el 1898, con la invasión estadounidense, y llega al momento actual, descubriendo continuamente paralelos y contrapuntos entre el pasado y el presente. Tal recurso realza el alcance del tema central: el problema básico de Puerto Rico ha sido, desde entonces (antes también, pero eso ameritaría otro libro), la carencia absoluta de poder político. Desde el día uno hasta el momento actual, hemos estado sujetos a los poderes plenarios del Congreso de los Estados Unidos. Si perdimos de vista ese hecho contundente fue porque los reflejos potentes de la vitrina establecida no permitían vislumbrar lo que había tras ella.
Durante las primeras décadas del siglo XX fuimos una colonia clásica. Lejos del mito de que los estadounidenses trajeron la prosperidad está la realidad de que empobrecieron a la Isla devaluando su moneda, acaparando sus tierras, gobernando sin contar con la población e imponiendo una lengua y unas costumbres que nos resultaban foráneas. En esos primeros años desarticularon no solo la economía sino también la política y nos despreciaron como inferiores en nuestra propia tierra. Ante ello respondimos con toda suerte de manejos, al principio para congraciarnos, luego para reclamar -infructuosamentelos derechos más básicos y, finalmente, para oponernos (débil y temerosamente).
La situación no mejoró durante los años veinte y treinta; más bien empeoró -especialmente tras la Gran Depresión- con la ayuda de una larga lista de gobernadores americanos ineptos que instituyeron medidas antidemocráticas y violaron impunemente los derechos de la población con tanta saña que eventualmente las protestas llegaron a ser violentas (las represalias también). El índice de pobreza bajó a niveles inéditos ayudado, bien es cierto, por ciclones devastadores.
Mientras tanto, el proyecto de independencia propuesto por el senador Millard Tydings por primera vez en el 1936 fue saboteado por los políticos puertorriqueños. El papel que jugó Luis Muñoz Marín en este asunto apunta hacia un acomodo que hoy podríamos tildar de bochornoso, aun teniendo en cuenta las condiciones onerosas de la propuesta. Tydings propuso proyectos similares en 1943 y 1945, y en cada caso el fundador del PPD fue, al parecer, su principal opositor. En 1943 alegó la prioridad del esfuerzo bélico y en 1945 desvió la atención hacia su propia propuesta de un plebiscito con tres opciones. También es cierto que la propuesta de Tydings no se hubiera hecho realidad automáticamente; tenía que pasar por el Congreso.
En el 1954, cuando los Estados Unidos querían sacar a Puerto Rico de la lista de colonias de la ONU, hubo otra especie de oferta de independencia al escribirle Eisenhower al organismo internacional que defendería esa alternativa si la solicitaba la Isla. De nuevo Muñoz influyó sobre la legislatura para que rechazara “todo propósito de separación”. Silverio Pérez trae la situación al momento actual, señalando hacia la lucha, dentro del PPD, entre soberanistas y anti-soberanistas.
Un nombre hasta ahora desconocido surge cuando se describe el ascenso de Muñoz Marín al poder: el del general puertorriqueño Pedro Augusto del Valle, la ficha que aparentemente usó el presidente Truman para lograr que Muñoz Marín aceptara el rol de defensor o “maquillador” de la colonia. El punto merecería más investigación. Sea como fuere, poco después la Ley 53 (llamada “de la mordaza”) completó el proceso ya iniciado de criminalizar el independentismo.
En todo ello hay una serie de disimulos -y mentiras- envueltas. Mientras que Muñoz mantenía una retórica de corte socialista respecto al desarrollo del país, impuso acciones de corte capitalista para lograrlo, sobre todo la política de industrialización con capital extranjero (tan ausentista como lo habían sido, cincuenta años antes, los dueños de las centrales azucareras). Por otra parte, toda la retórica estadounidense respecto a sus intenciones democráticas en Puerto Rico no podía esconder el talante imperialista de retener sometida a su colonia. Ni siquiera el “permiso” que otorgó para la redacción de nuestra Constitución significó una apertura, toda vez que el Congreso incluso suprimió una sección entera que garantizaba derechos básicos. El nombramiento de la Junta de Control Fiscal es el ejemplo más reciente del ejercicio de poder absoluto en Puerto Rico, aunque también es cierto que el baile se da entre dos: los políticos del patio, incapaces de formular planes a largo plazo para el bienestar del país, se someten cada vez más a una dependencia que está terminando, ineludiblemente, mal.
La alternancia del PPD y el PNP en el poder a partir del 1968 propició -señala Silverio- el mal gobierno que tenemos desde entonces: “…los partidos comenzaron a funcionar de acuerdo a lo que les ganara las próximas elecciones, sin planes a largo plazo, sin un proyecto de país. Y esa alternancia también nos condujo a la quiebra.” Para esas fechas, efectivamente, empezó la carrera ascendente de la deuda pública y el gobierno se convirtió en el principal patrono del país. El cacareado “progreso” empezó a estancarse, aunque los destellos de la vitrina seguían cegándonos. “La farsa del Estado Libre Asociado” que dijera entonces Vicente Géigel Polanco la ratificó, el año pasado, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos.
Las crisis financieras se resolvían con medidas que dependían de circunstancias fuera de nuestro control, como sucedió con las 936, a pesar de llamados a la cordura como el del economista James Tobin, quien en 1975 le señaló al gobierno de Hernández Colón que “Puerto Rico no puede seguir dependiendo como antes de la deuda pública eterna ni de la ayuda federal
para el financiamiento de sus inversiones públicas”. Romero Barceló, por su parte, en su afán -común en el PNPde emular en todo a Estados Unidos a pesar de que distemos mucho de ser iguales (ni siquiera parecidos), implantó el salario mínimo federal transformando la oportunidad de empleo para muchos en la necesidad de depender de los cupones de alimento, disponibles ya en Puerto Rico.
En 1984 se sacó a Puerto Rico de la Ley de Quiebra federal sin que muchos se dieran cuenta. Mientras tanto, la deuda había aumentado por un 233%. Y si bien los líderes puertorriqueños se pusieron de acuerdo, por primera vez, para pedirle al Congreso la Ley para la Autodeterminación de Puerto Rico, este -como de costumbre - no actuó.
Mientras tanto siguió aumentando la desigualdad social, los gobernadores asimilistas emprendieron proyectos desmedidos y alguno firmó una ley para acoger aquí a millonarios americanos (¿no resulta un contrasentido abrirles así la puerta para que se hagan del país mientras miles de nuestros compatriotas tienen que abandonar la Isla?). Lo último, señala Silverio, es el “golpe político” de la Junta.
La exposición de los problemas del país es sencilla y clara. Sus conclusiones son que el coloniaje está detrás de la mayoría de nuestros males, al igual que la “mala e irresponsable administración de la colonia” tanto por ellos como por nosotros; que el bipartidismo “lleva al inversionismo político” y que la corrupción se sigue de todo lo anterior. El punto, para esta reseñadora, es que no se nos ha hablado con la verdad y nosotros no hemos querido encontrarla. Ni Estados Unidos se ha aceptado a sí como un imperio ni nosotros como una colonia. El impasse nos impide avanzar. Los partidos políticos nos engañan. Somos todavía la “nave al garete” que dijera Pedreira. El PPD nos ha hecho ver un espejismo de autonomía; el PNP nos ha hecho creer que somos asimilables, destruyendo, de paso, los fundamentos de este pueblo en aras de un fin que podría ser otro espejismo. El independentismo, con sus divisiones y su falta de voluntad para explicar las exigencias de la soberanía, complica el camino.
¿Saldremos adelante? ¿Nos reconoceremos como lo que somos? ¿Lucharemos por un futuro viable? Lo que nos ha faltado ha sido valor y voluntad. Quizás este libro nos ayude a ver mejor nuestra situación e intentar remediarla.