El oasis que rejuvenece
Los Caminantes de Plaza convierten cada encuentro en un espacio para restaurar y fortalecer el alma y el cuerpo
Los primeros rayos del sol ya empiezan a escurrirse entre las nubes. La lluvia cesó, pero la neblina aún maquilla el cielo de gris. El silencio resulta ensordecedor en un espacio donde el bullicio, los bocinazos y el tráfico de transeúntes es continuo.
Son pocos los estacionamiento ocupados a esta hora. A lo lejos, la cotidianidad es interrumpida por un contagioso ritmo electrónico. Sigo los acordes de los instrumentos.
Son las 7:45 a.m. La tranquilidad y la ausencia parecen llenar el frío espacio. Entro al centro comercial e inmediatamente, doblo a la izquierda.
“Weeeeepa” escucho a o lejos. “Si te vienen a contar cositas malas de mí, manda a todos a volar y dile que yo no fui”, rezan los versos de
Yo no fui, de Pedro Fernández, una cumbia de esas que tanto nos recuerdan a la fenecida Selena. O, por lo menos, ese fue mi caso.
Camino entre medio. Llego al frente del salón. Son más de 80. Bailan, gritan, cantan, se ríen, conversan. Lucen felices, sin inhibiciones ni complejos. No importa quién los observa, si siguen los pasos de la instructora de aeróbicos o si van muy rápido o muy lento.
Tampoco es relevante la música. La bailan con la misma pasión y soltura independientemente el género. Qué importa si es reguetón, salsa o merengue. Si habla del desamor, del éxito o del fracaso, de la separación o la amistad.
Son libres, ese regalo que solo da la felicidad. Sonrío al verlos. Llevan zapatos deportivos, mahones, leggings o pantalones tipos jogger. Otros usan correa, gorras y abrigos.
“Weeeepa”, gritan nuevamente mientras estiran y contonean sus brazos y torsos, dejándolos caer suavemente hacia el frente.
Mis pies comienzan a moverse. En mi rostro sigue dibujada una sonrisa. Lo que es la juventud de espíritu, pienso. La edad, en realidad, simplemente es un número, confirmo.
Son las 8:09 a.m. Suena La bilirrubina, de Juan Luis Guerra. Ahora hacen bíceps. Le siguió la música de Ricky Martin, Don Omar, Celia Cruz con La vida es un carnaval, y Andy Montañez con Puerto Rico, patria mía.
“Para mí esto es una nueva vida. Después que yo enviudé estaba muy triste, encerrado en mi casa. Cuando yo llegué aquí vi la gloria”, dijo Julio Rivera, quien hace ya un tiempo llegó a los “Caminantes de Plaza”, grupo que hace 22 años les provee a las personas de la tercera edad un espacio donde ejercitarse, compartir y, por qué no, enamorarse.
“Yo soy la número 41 (inscrita). Estoy desde que Plaza empezó, cuando esto aquí no existía y estaba Pueblo y Woolworth”, dijo una de las participantes para seguir su rutina.
Cada lunes, miércoles y viernes este grupo de hombres y mujeres se reúnen en Plaza Las Américas, a las 7:30 a.m., para ejercitarse. El grupo –que cuenta con más de 400 miembros– comenzó caminando a través de los pasillos del centro comercial, rutina a la que le han integrado aeróbicos rítmicos y taichí, disciplina china que se concentra en movimientos lentos y suaves.
“Es una familia extendida. Cuando no vengo aquí me hace falta estar con ellos, nos contamos las penas, las enfermedades, los achaques que nos sentimos”, contó Antonio Vargas, de 90 años. Llegó el 2 de junio de 2002. Al igual que otros compañeros y compañeras, Vargas se acercó luego del fallecimiento de su esposa por 55 años. Estaba deprimido. “Estábamos bien, sin problemas, y de momento murió del corazón”, dijo.
Tiene tres hijos. Todos viven en Estados Unidos, un escenario que se repetía una y otra vez en cada historia contada: retirados que viven solos y buscan con ansias un espacio donde compartir, ser escuchados y donde ser procurados.
“Ninguno patrocinó lo de aquí”, mencionó dejando escapar una sonrisa al hablar de sus hijos, todos casados con estadounidenses.
Julio sí tenía muy clara su intención cuando decidió acudir al grupo. Quería encontrar una nueva compañera. Llegó gracias a un matrimonio amigo. Fue a la “cañona”, recordó, pensaba que era muy joven: “No, yo no voy con viejos”, decía entonces.
En esa primera clase no había “nada que me gustara a mí”. “Yo venía a buscar una compañera”, agregó. Una semana después todo cambió: llegó Lucy Vargas. “Y yo dije: ‘Esta es, esta es’, y ya llevamos ocho años’”, compartió el hombre que irradia felicidad.
“Aquí gozamos mucho, tenemos muchas actividades, las que tenemos fijas y las que aparecen extras”, añadió.
Fuera de las reuniones semanales, el grupo hace excursiones y celebran los cumpleaños, Día de Padres y de Madres y su aniversario. “Celebramos los cumpleaños cada tres meses. Se compran dos bizcochos y para ellos es algo grande porque a veces ni sus hijos se acuerdan”, dijo Julie Roche, coordinadora de la iniciativa.
Los aeróbicos ya concluyeron. Fue una hora ininterrumpida de ejercicios. Sigo conversando con ellos, no tengo prisa, ellos tampoco.
Lucy confiesa que ella no es la única que ha encontrado el amor. Gloria Latorre y Eduardo González también se enamoraron entre los ritmos musicales y squats.
Seguimos reunidos frente a una farmacia, conversando y, en mi caso, obteniendo esa dosis de alegría que a veces te roba la rutina y las grietas que socialmente creamos entre los grupos de edades, cayendo en el error de que es más lo que nos separa que lo que nos une.
Comienzo a hablar con Eduardo, pero inmediatamente llamo a Gloria. Desde que llegué a la clase me llamó la atención su energía, vigorosidad y la intensidad que sudaba entre cada movimiento. Con sus pantalones jogger despintados, pero, sobre todo, jovialidad, es la envidia de cualquiera.
Estaba en primera fila, siguiendo cada uno de los pasos de la instructora. Se remeneaba, vibraba, exhalaba vida.
Trabajó por 28 años en el Recinto de Río Piedras la Universidad de Puerto Rico (UPR). Llegó a los Caminantes de Plaza hace dos años. Recién acababa de pasar por un divorcio. Aún recuerda la primera vez que vio a Eduardo. “La verdad que él es un regalo de Papa Dios, él es el regalo que Papa Dios me tenía reservado”, contó una sonriente Gloria.
Ese primer encuentro se dio durante una fiesta aniversario del club. “Yo lo saqué a bailar y él me dijo que no, que no iba a bailar conmigo. Y yo le dije: ‘Pues me quedo aquí’, y entonces, la mente le dio un giro y bailamos”, recordó Gloria sobre aquel baile que resultó ser el primero de muchos.
Son las 9:15 a.m. Se siguen oyendo sus voces que ahora se mezclan con las de los primeros clientes que ya empiezan a llegar al centro comercial. Andan sudados pero sonrientes, como quien siente orgullo tras cumplir la misión propuesta. Se dirigen al área de restaurantes del centro comercial para desayunar. Caminan a paso lento, pero firme. Los acompaño.
Las conversaciones continúan, comparten un dulce de batata que hizo una de las participantes. “Hacemos amigos, hacemos otro tipo de actividades y es un motivo para salir de la casa”, compartió Margie King.
Ya comienzan a separarse. Algunos se dirigen a hacer compras, otros al cine y Lucy va a jugar Loto, otro de los “rituales” que han resultado como parte de los encuentros.
Cada cual, explicó, aporta 20 centavos para la compra de un boleto. “Tengo una secretaria que apunta los nombres, otro secretario que los retrata para que haya evidencia y, a la suerte mía, compro los numeritos. Lo hacemos todas las semanas y todavía no tenemos suerte pero algún día Dios nos ayudará y podremos compartir un crucero”, detalló. “Gozamos mucho haciéndolo”, sostuvo. El reloj marca las 9:37 a.m. El pasillo del centro comercial ya no está desolado, los espacios de estacionamiento comienzan a llenarse y los rayos del sol ya queman la piel.
El silencio es cosa del pasado. También la tristeza, la soledad y el miedo. Hoy, entre cada paso hay sonrisas, vida y ganas, muchas ganas. Renace la ilusión y el impulso para continuar caminando.
Hoy se disfrutan la vida.