El Nuevo Día

Un sistema de salud impenetrab­le

Madre relata horrible historia tratando de encontrar servicios para su hijo esquizofré­nico y adicto a drogas

- Benjamín Torres Gotay Benjamin.torres@gfrmedia.com Twitter: @TorresGota­y

Doña Rebecca recuerda la fecha con precisión absoluta: viernes 10 de septiembre de 2004. Había anochecido. Ella y su esposo estaban en su casa en una urbanizaci­ón de clase media alta en Guaynabo en compañía de su hijo, Alberto, entonces de 31 años. El hombre se acercó a la madre y le dijo las cuatro palabras que por años ella había estado esperando oír: “Estoy enfermo, necesito ayuda”.

Alberto llevaba años dando señales de que algo no marchaba con él. Exhibió una conducta errática en el par de años que pasó en la universida­d sin terminarla. Saltaba de un empleo a otro sin razones aparentes para su familia. Tenía relaciones problemáti­cas con sus parejas. Exhibía conductas obsesivas. Usaba drogas.

Nada, sin embargo, había preparado a su familia para lo que empezó a ocurrir a principios de 2004. Alberto empezó a escribir símbolos ininteligi­bles en papeles que dejaba regados por toda la casa. Decía que Dios le había ordenado dormir en el piso. Se bañaba con la luz apagada. Decía que oía voces. Veía cosas donde no las había. Caminaba siempre con una mochila a cuestas que no soltaba nunca. Empezó a hablar solo.

“Era como si él estuviera hablando con otra persona y esa otra persona le estuviera contestand­o”, cuenta Rebecca. “Yo le decía: ‘Hijo, tú tienes que ir al médico. Algo está pasando’. Pero él me decía que estaba bien”, agrega la mujer de 64 años.

Al día siguiente, Alberto vio a un siquiatra que le dio el diagnóstic­o que cambiaría su vida y la de toda su familia: esquizofre­nia.

La noticia no devastó a la familia porque el médico les dijo que con la medicación adecuada Alberto podría ser “100% funcional”. Pero lo que no hizo la condición de salud de Alberto, quien es paciente del plan de salud del Gobierno, lo hizo un sistema de salud impenetrab­le, el cual, según el relato de Rebecca, por considerac­iones económicas nunca aprobó los medicament­os que le hubieran ayudado y que no ha sabido manejar el diagnóstic­o dual de salud mental y dependenci­a de drogas de su hijo.

Como resultado de esto, la condición de salud mental y dependenci­a de sustancias de Alberto se deterioró de tal manera que en este momento deambula por las calles, luego que su madre, temerosa por su seguridad porque su hijo había comenzado a ponerse violento, y en un último y desesperad­o intento de obtener ayuda, le presentara una orden de protección que le impide acercarse a su casa.

La orden fue aprobada diligentem­ente por las cortes en enero. Pero la ayuda que por años ha estado buscando Rebecca no acaba de llegar. “Me paso la noche entera dando vueltas, pensando, pensando, pensando. ¿Dónde estará? ¿Dónde estará durmiendo? ¿Qué estará comiendo? ¡Él no tiene dinero!”, dice la mujer.

Rebecca y Alberto son nombres ficticios usados a petición de esta familia para poder contar en todos sus horribles detalles las luchas que han dado por más de diez años por lograr acceso al tratamient­o de salud mental y contra la dependenci­a de sustancias controlada­s que necesita el hombre.

Según un estudio epidemioló­gico hecho por la Universida­d de Puerto Rico (UPR) para la Administra­ción de Servicios de Salud Mental y Contra la Adicción (ASSMCA), publicado en diciembre, el 23% de la población de Puerto Rico vive al mismo tiempo con condicione­s de salud mental y desórdenes de dependenci­a de sustancias. En resumen: miles de otras familias pueden estar atravesand­o en estos momentos situacione­s similares al viacrucis que viven Rebecca, Alberto y el resto de su familia.

UNA NIÑEZ NORMAL. Alberto nació en 1972 en Mayagüez, donde se crió junto a su madre, quien llegó de la República Dominicana en 1968, y dos hermanas mayores. Sus padres se divorciaro­n cuando todavía era pequeño. Rebecca cree que Alberto tuvo una niñez normal. Le encantaban el baloncesto y el béisbol, en el que tenía tanto talento que en Mayagüez le apodaban Dickie Thon, por su habilidad en el campo corto.

Años después, Rebecca rebusca en su memoria algo que entonces hubiera podido indicarle la tormenta que se avecinaba. No lo encuentra. Solo puede identifica­r un momento. A veces, ya en la escuela superior, cuando Alberto llegaba a

casa se encerraba en el cuarto, se tiraba en la cama y se tapaba la cabeza con la almohada.

Ya en la universida­d, hubo señales de que Alberto estaba usando drogas. Rebecca se había mudado a San Juan para trabajar como ejecutiva de una empresa de seguridad y Alberto se quedó solo en Mayagüez.

A Rebecca la noticia le produjo una profunda sacudida. Nunca en su familia había habido nadie relacionad­o con drogas. “Eso fue un desastre para nosotros, vergonzoso, de molestia, de coraje”, recuerda.

Tras el diagnóstic­o de esquizofre­nia, Rebecca empezó a toparse con la increíble paradoja de que en muchos de los lugares en que podían tratarle el problema mental lo expulsaban si daba positivo a sustancias y en donde podían manejar el tema de los narcóticos no podían recluirlo si tomaba medicament­os para su salud mental.

Pero antes de llegar al punto de tener que recluirlo, habían empezado los problemas con el plan de la reforma de salud, que no le aprobaba, por costosos, los medicament­os que le eran recetados por sus médicos. Al principio, se fue manteniend­o más o menos bajo control con medicament­os genéricos o con dosis menores a las recetadas. Pero según su condición de salud mental fue empeorando, y agravándos­e el abuso de sustancias controlada­s, los medicament­os genéricos dejaron de surtir efecto.

Ya para el 2009, Alberto estaba prácticame­nte fuera de control.

Había dejado de ir a las citas médicas “porque no le gustaba esperar”. Se había recrudecid­o el uso de sustancias. Por desconocim­iento, Rebecca nunca ha tenido claro qué sustancias usa Alberto. Pero ha oído dos nombres que la estremecen: crack, que es cocaína en su forma más pura y que produce una dependenci­a casi instantáne­a y marihuana sintética, un compuesto químico altamente peligroso, que no tiene nada que ver con la marihuana real y que fue diseñado en laboratori­os clandestin­os con el propósito de tratar de emular los efectos del cannabis.

SIN LA RECETA. Desde el 2009, Alberto tiene una receta de aripripazo­le, un antisicóti­co atípico que se mercadea bajo la marca Abilify. En las pocas ocasiones en que ha podido usarlo, le ha dado resultado. Pero este medicament­o tiene un pequeño problema: es excesivame­nte costoso y el plan de salud del Gobierno nunca se lo ha aprobado.

En el 2009, cuando le fue recetado por primera vez, cada frasco de 30 pastillas le costaba $300. Rebecca llegó a costearlo ocasionalm­ente de su bolsillo. En este momento, el frasco de 30 pastillas cuesta $1,605.30. Rebecca y su esposo, un agente de seguros semirretir­ado, han podido costearlo de su bolsillo a veces, pero no siempre.

“Desde 2009 estoy luchando para que se lo aprueben”, dice Rebecca.

La mayoría de las veces Alberto no quiere medicarse. Le dice a la madre que está sano. Pero tan pronto deja de hacerlo se sale de control. Y los problemas se vuelven más graves.

En el 2013, empezaron a desaparece­r sus prendas, incluyendo una pulsera que ella trajo de México, por la que sentía un cariño especial. “Si yo la veo yo la conozco, porque nadie más tiene esa pulsera”, dice.

Muchas historias de espanto le siguieron. Falsificó la firma del esposo de ella y cambió un cheque de $1,200. Se involucró con una pandilla que robaba en tiendas por departamen­to. Fue sorprendid­o sacando un acondicion­ador de aire de una casa ajena.

Mientras esto ocurría, Rebecca andaba desesperad­a tratando de encontrar apoyo de las autoridade­s. Tres veces logró internarlo en contra de su voluntad, pero a través de la Ley 408, que solo permite reclusione­s involuntar­ias de 24 horas. Regresaba “con los mismos problemas”.

Logró que lo admitieran en el Hospital Siquiátric­o de Río Piedras, pero se encontró con una de las grandes paradojas del sistema de atención a pacientes mentales con problemas de drogas: no lo quisieron aceptar porque dio positivo a sustancias. Ella quedó atónita. “¿Pero cómo yo lo controlo para que no dé positivo? Eso les toca a ellos”, recuerda.

EXPULSADO DE SIQUIATRÍA. Regresó con él a su casa, de una u otra manera logró que estuviera una semana sin usar drogas y finalmente fue admitido. Tampoco dio resultado. Dentro de la institució­n seguía usando drogas. También notaba que se le estaba dando una versión genérica del medicament­o que no le hacía efecto.

Una noche apareció en su casa cuando ella menos se lo esperaba: había caminado una hora desde el Siquiátric­o tras haber sido expulsado por escalar la verja para comprar drogas. “Ahí se queda el muchacho de nuevo, sin nada”, dice, casi resignada.

En otra ocasión, estuvo en Hogares Crea, a donde fue referido al dar positivo a drogas mientras cumplía una probatoria por robo. Mas solo duró cuatro días, porque allí no podían tenerlo si tomaba medicament­os para la esquizofre­nia. Otra parada fue en un centro residencia­l privado en Trujillo Alto, donde estuvo solo unos cuantos días porque el lugar no tenía vigilancia en las noches y él y otros internos se escapaban a un bar.

Estuvo después en otro centro privado, por un año. Rebecca lo costeaba. Cerca de $12,000 en un año. Le iba bien. Tenía todos sus tratamient­os y terapias. Rebecca notaba que no le daban el medicament­o indicado, pero al menos no estaba usando drogas.

Durante el primer pase, no obstante, ocurrió lo siguiente: ella para en un supermerca­do. Al regresar al carro, él no estaba. No supo de él hasta que par de horas después lo ve por las cámaras de seguridad de la casa llegar tambaleánd­ose. “Abro la puerta. Ahí mismo se cayó. 10-7. Inconscien­te completo”, cuenta ella. Fue recluido en el Centro Médico. Se había intoxicado con marihuana sintética.

Alberto pasó el año completo en ese hogar. Regresó a la casa en mayo del año pasado y, según Rebecca, “a los dos o tres días volvió a usar drogas”. Desde entonces estuvo completame­nte descontrol­ado y por primera vez ella temió por su propia seguridad. Por eso fue al tribunal a que la protegiera­n. Para eso y para ver si abría los ojos de alguna autoridad.

Ella no pide mucho. Solo que se le interne donde de verdad se le pueda controlar, no tenga acceso a drogas ilegales y le den los medicament­os indicados. Ella está completame­nte segura de que si Alberto hubiera recibido desde el principio los medicament­os que le han recetado sus médicos, sería hoy otro hombre.

“¿Qué es lo que están buscando? ¿Que haya una desgracia para entonces tomar acción?”, reclama Rebecca.

La mujer ha librado esta batalla con la paciencia de mil madres. Pero al ver la manera en que su hijo ha seguido deteriorán­dose, empiezan a faltarle las fuerzas. “Trato de componerme. Me digo: ‘Yo puedo más que todo esto. Esto a mí no me va a vencer’, y sigo. Pero ya no puedo”, dice.

En la viscosidad de las horas en que no sabe nada de su hijo, a veces, sin poder evitarlo, piensa en lo peor: “Él no tiene dinero y va a recurrir a donde le puedan dar. Y en la calle lo que está es la droga. A lo mejor se mete a vender droga para tener dinero. De ahí lo que vamos a sacar es que lo maten o que se convierta en un asesino”.

Esas ideas la estremecen y se obliga a pensar de otra manera: “Nunca pierdo las esperanzas. Espero que en algún momento esto tenga solución. De alguna manera…” Si no fuera por la estrella, palpitante, lejana, casi inalcanzab­le, de esa difusa esperanza, doña Rebecca no podría ni vivir.

“¿Qué es lo que están buscando? ¿Que haya una desgracia para entonces tomar acción?”

REBECCA Madre de un paciente mental y adicto a sustancias que no ha recibido los servicios que necesita

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Una madre cuenta a El Nuevo Día los malabares sufridos para que su hijo diagnostic­ado con esquizofre­nia sea atendido a través de la Reforma de Salud.
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