La estrategia judicial de Trump
Cada vez que surge una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos se desata la misma controversia pública sobre si el nominado es apto para el cargo y debiera ser confirmado o no. Es la porfía de siempre entre los bandos tradicionales de “liberales” y “conservadores” que tratan de demostrar, desde sus respectivos puntos de vista, si ese nombramiento le haría bien a la nación norteamericana tomando en cuenta que se trata del tribunal que tiene la última palabra sobre la constitucionalidad de las leyes y las acciones de sus funcionarios.
El presidente Donald Trump recién ha designado al juez Neil Gorsuch, del Décimo Circuito de Apelaciones; cargo al que éste fue nombrado por el presidente George W. Bush y confirmado con el voto unánime de republicanos y demócratas.
Ahora, sin embargo, parece ser que los demócratas no están dispuestos a votar por él, pues lo perciben como un juez demasiado conservador. El juez Gorsuch será el sustituto del juez asociado Antonin Scalia, quien murió de repente el pasado año con la toga puesta y se distinguió por ser un ideólogo contumaz de la doctrina “originalista” que procura la lectura “literal” de la Constitución de Estados Unidos.
Los conservadores tienen la fe puesta en que el juez Gorsuch seguirá la ruta ideológica de Scalia, quien ya ha dicho que es al Congreso a quien corresponde aprobar las leyes y no a los tribunales; que a los jueces solo les corresponde aplicarlas y no alterarlas.
Reducido a su fórmula más simple —para que un lego lo entienda—, la Constitución es un catálogo de principios generales para el funcionamiento del gobierno federal y no un inventario pormenorizado de asuntos. Es la carta fundacional de la República y la distribución de poderes en sus tres ramas de gobierno: ejecutiva, legislativa y judicial. De hecho, cuando entró en vigor en 1789, la Constitución ni siquiera tenía una Carta de Derechos. Esa hubo que añadírsela después mediante la adopción de las primeras Diez Enmiendas. (De ahí lo de “me amparo en la Quinta Enmienda”).
Es por eso que muchos de nuestros derechos, según los conocemos hoy, no aparecen expresamente en la Constitución. Han sido “creación” de los jueces. Por ejemplo, cuando una junta de condómines exhibe en el vestíbulo una lista de los propietarios morosos infringe el derecho constitucional a la privacidad. Sin embargo, ese “derecho” no aparece expresamente en la Constitución, sino que es un reconocimiento de los jueces que han “inferido” ese derecho de alguna cláusula escrita de la Constitución. Otro ejemplo: el texto de la Constitución no reconoce el derecho de dos personas del mismo sexo a contraer matrimonio entre sí, pero una mayoría de jueces del Supremo “leyó” allí ese derecho. Lo mismo pasó con el derecho de la mujer a abortar, el cual tampoco aparece explícitamente por ningún lado en la magna Carta.
Entonces, ¿por qué esas cosas a las que tenemos derecho hoy día se dice que provienen de la Constitución cuando no podemos encontrarlas en su texto? Porque la Constitución dice lo que los jueces del Tribunal Supremo dicen que dice. Por eso es que el presidente Trump y los de su partido quieren acomodar en el Tribunal Supremo un juez que lea restrictivamente el texto de la Constitución, tal como fue originalmente concebido y no como cinco de sus nueve jueces entienden que debería leer. Esta visión conservadora le daría amplios poderes al Congreso al momento de legislar, pues lo que el texto de la Constitución no prohíbe expresamente, los jueces no podrían prohibirlo mediante interpretación.
Naturalmente, ambas visiones —la liberal y la conservadora— tienen a prestigiosos ideólogos que las defienden. Es un debate que habrá de perdurar por siempre. Mientras tanto, esperemos a que al presidente Trump no se le ocurra ampliar el número de jueces del Tribunal Supremo de Estados Unidos como forma de ganarlo por knock-out.