Separar la verdad de la falsedad
NOTA DE LA SUBDIRECTORA: El siguiente escrito es un extracto del discurso que el autor impartió durante la Conferencia Anual Conmemorativa Daniel Pearl en la Universidad de California en Los Ángeles, el 6 de febrero de 2017.
Me siento profundamente honrado por tener esta oportunidad de celebrar el legado de Danny Pearl, quien fuera mi colega en The Wall Street Journal. El tema que trataré es la integridad intelectual en la era de Donald Trump. Sospecho que Danny se hubiera hecho eco de la importancia de este tema.
Cuando trabajas en The Wall Street Journal, las monedas de intercambio son la verdad y la confianza: esta última emana exclusivamente de la primera. Cuando lees una nota en el Journal, lo haces con la seguridad de que un esfuerzo investigativo y editorial inmenso se ha invertido para asegurarse de que lo que lees está basado en hechos.
No en hechos probables. No en hechos parciales. No en hechos alternativos. Me refiero a hechos fundamentales, integrales y exclusivos. Y por lo tanto, confiables. Así es como operamos. Así es como Danny operaba. Perdió su vida esforzándose para concretar un reportaje.
En estos 15 años después de la muerte de Danny, la lista de periodistas asesinados ha crecido mucho. Cuando honramos a Danny, los honramos a ellos también.
Honramos la idea central del periodismo: la convicción, como me dijo una vez mi antiguo jefe Peter Kann, “de que los hechos son los hechos; de que son comprobables a través del periodismo honesto, comprensivo y diligente; que la verdad se consigue ensamblando un hecho sobre otro, muy parecido a cómo se construye una catedral; y que la verdad no depende del ojo con el que se mire”.
También honramos la responsabilidad de separar la verdad de la falsedad, que nunca es más importante que cuando los poderosos insisten en que las falsedades son verdades o que para comenzar, no existe tal cosa como la verdad.
Así que es esa la industria a la que pertenecemos: la industria del periodismo. O, como al 45º presidente de los Estados Unidos le gusta llamarnos, “los asquerosos y corruptos medios”.
La rama ejecutiva del gobierno está inmersa en un esfuerzo sistemático de crear un clima de opinión contra la industria periodística. De manera rutinaria, el presidente describe el periodismo que no es de su agrado como NOTICIAS FALSAS. Su administración llama a la prensa “el partido opositor, ridiculiza a las organizaciones periodísticas que no son de su agrado llamándolas fracasos empresariales y hace llamados a que despidan periodistas. El señor Trump ha hecho llamados para enmendar las leyes de libelo para poder demandar con más facilidad a la prensa.
Hasta ahora, la artillería retórica todavía no ha sido retada por acciones legales o de regulación.
Ideológicamente, el presidente intenta desposeer a los supuestos medios convencionales por los que le gustan: Breitbart News y los demás. Intenta sustituir las noticias por propaganda, la información por el fanatismo.
Su objeción a medios como The New York Times no es porque exista un sesgo liberal en el periódico que se imponga frente a la objetividad; cosa que podría ser una crítica justa. Su objeción es a la objetividad en sí. Él está perfectamente feliz con que los medios sean asquerosos y corruptos; siempre y cuando estén de su lado. Pero eso no es lo único que hace el presidente. Tomemos en consideración este intercambio que sostuvo con Bill O’Reilly. O’Reilly pregunta:
“¿Existe alguna validez a la crítica de que usted dice cosas que no puede evidenciar con hechos, como cuando dice como presidente que existen tres millones de inmigrantes ilegales que votaron y no tiene los datos para corroborarlo? Algunas personas dirán que es una irresponsabilidad del presidente decir eso”.
Riposta el presidente: “Muchas personas han salido a decir que tengo razón”.
“Muchas personas dicen” es lo que se conoce como un argumentum ad populum. Si fuésemos una nación de lógicos, descartaríamos el argumento por ser tonto. No somos una nación de lógicos. Es importante que no se descarte fácilmente la respuesta del presidente por ser tonta. Debemos presumir que es oscuramente brillante: si no en su intención, seguramente en su efecto. El presidente no responde a una alegación de hecho negando el hecho, sino negando la afirmación de que los hechos se supone que lleven consigo un argumento.
No le dice a O’Reilly que sus datos son incorrectos. Le dice que, en lo que a él respecta, los hechos, de la manera en la que la mayoría de la gente comprende dicho término, no importan. Que son indistinguibles frente a, e intercambiables por la opinión; y que las exposiciones de hechos no tienen ningún peso frente a un hombre que es lo suficientemente poderoso como para ignorarlos o lo suficientemente desvergonzado para negarlos o, en este caso, ambas cosas.
Esta es una versión del argumento de Trasimaco en la República de Platón, de que la justicia no es otra cosa que la ventaja del más fuerte y que la injusticia “cuando se lleva hasta cierto punto, es más fuerte, más libre, más poderosa que la justicia”.
Sustituyan las palabras “verdad” y “falsedad” por “justicia” e “injusticia”, y ahí tendrán la visión trumpiana del mundo. En una sola oración sería: La verdad es aquella que te crean.
Hoy contamos con tecnologías “de-sintermediarias”, como Twitter, que han sacado a la prensa de entremedio de los políticos y el público. Cuando Trump ataca a los medios noticiosos, patea a un animal herido.
Muchas figuras públicas mienten; él es solo un ejemplo severo de un comportamiento común. La conversación interesante respecta al porqué hemos llegado a aceptar esas mentiras.
Unos 25 años atrás, Daniel Patrick Moynihan, gran académico y senador demócrata por Nueva York, acuñó la frase defining deviancy down (redefinir las desviaciones hacia abajo). “Hemos estado redefiniendo la desviación a tal punto que eximimos mucha conducta que se estigmatizaba antes, y también estamos subiendo el nivel de lo que se considera 'normal' en las categorías en las que el comportamiento es anormal según cualquier estándar anterior,” escribió Moynihan.
Podemos apuntar a que esta redefinición de desviación ha sido la historia de nuestra política por 30 años: una historia con un equipo completo de villanos bipartidistas. Pero, tomando en cuenta todo lo que uno tenga que decir de Clinton, ahora lo que tenemos es su versión en esteroides.
Si una figura pública dice una enorme mentira alguna vez en su vida, esto lo perseguirá hasta la tumba. Si miente mañana, tarde y noche, será casi imposible recordar alguna mentira en particular. Es la verdad del comentario de Stalin de que la muerte de un hombre es una tragedia, pero la muerte de un millón es una estadística.
Uno de los fenómenos más interesantes durante la campaña presidencial fue esperar que Trump dijera esa cosa que de seguro rompería los cimientos de su candidatura.
¿Podrían ser sus humillaciones contra los inmigrantes mexicanos? ¿O sus calumnias sobre el historial de prisionero de guerra de John McCain? ¿O su
“La retórica descarada siempre encontrará una audiencia receptiva en la gente descarada. El acto de striptease político más grande en la historia política de los Estados Unidos fue el de Donald Trump: mientras más sucio se volvía, mientras más piel enseñaba, más le gustaba a aquellos que lo apoyan”
mentira sobre los musulmanes de Nueva Jersey que celebraban el 11 de septiembre? ¿Podrían ser las citas de Benito Mussolini que compartió en Twitter o su astuta apertura a David Duke y el alt-right? ¿Podrían ser sus elogios ininterrumpidos a Vladimir Putin?
Nada de esto hizo la más mínima diferencia. Por el contrario, lo ayudó. Alguna gente se desensibilizó ante los ataques incesantes sobre aquello a lo que alguna vez curiosamente se le conocía como “decencia humana”. Otra parecía admirar los comentarios como si se tratasen de ejemplos refrescantes de autenticidad personal e incorrección política.
Abraham Lincoln, en su discurso inaugural, hizo un llamado a los estadounidenses a que invocáramos “los mejores ángeles de nuestra naturaleza”. La candidatura de Donald Trump -y hasta ahora, su presidencia- ha sido la exhortación de Lincoln a la inversa.
He aquí una realidad sencilla sobre una política rodeada de deshonestidad, insultos y escándalos: es entretenida. Ahora es lo único de lo que hablamos. Si les gusta Trump, su presencia en la Casa Blanca es un festival diario de vengarse contra las elites ostentosas y los reporteros quejones. Si odian a Trump, se despiertan todas las mañanas con una nueva causa de indignación con la que angustiarse y sobre la cual enviar mensajes de texto a los amigos.
¿No hemos notado que todo se siente más acelerado, más vivo, más intenso y trascendental? Uno de los beneficios de una administración alternative-facts (compuesta por hechos alternativos) es que la ficción puede llevarte a donde sea.
Más temprano en el día, durante su conferencia de prensa, el presidente alegó que su administración funciona como una “maquinaria bien aceitada”. Los hechos reales son que acaba de perder su candidato a secretario del Trabajo, a su asesor de Seguridad Nacional se le obligó a renunciar en desgracia, y la comunidad de inteligencia se rehúsa a informarle todo al presidente por temor a que pueda comprometer fuentes y métodos.
¿Pero a quién le importa? ¿Desde cuándo en Washington se da una conferencia de prensa así?
En cierto punto a la gente se le hace cada vez más fácil confundir el realismo de la actuación con la realidad en sí.
Mentir está mal. Pero mentir con audacia requiere aptitud. En última instancia, la conferencia de prensa de Trump no será evaluada por algún tipo de sistema olímpico de puntos sino por si “ganó”. Es decir, si la realizó osadamente. Y la respuesta a eso es casi seguramente que sí.
Les he ofrecido tres ideas sobre cómo es que hemos llegado a aceptar el comportamiento del presidente.
Lo primero es que lo hemos normalizado, con tan solo volvernos habituados a la repetición constante del mismo mal comportamiento.
Lo segundo es que de cierto modo, nos emociona y nos entretiene. Al dejar a un lado nuestros filtros morales de costumbre -aquellos que nos dicen que la verdad es importante, que la conducta recta es importante- se nos han otorgado taquillas para un espectáculo en el que todo lo que queremos hacer es mirar.
Lo tercero es que adoptamos nuevas medidas para juzgar, en las que la política es más sobre percepciones que sobre actuaciones: en cómo una acción se percibe como se percibe.
Añado un cuarto punto: nuestra tendencia a racionalizar. Uno de los aspectos más fascinantes de la campaña presidencial del pasado año fue el surgimiento de un tipo de expertos a los que llamo los “TrumpXplainers”. Trump ofrecía un discurso o daba una respuesta en un debate que equivalía a poco más que un revoltijo de palabras. Pero en vez de citar a Trump o señalar que lo que había dicho no tenía sentido gramatical o lógico, los TrumpXplainers nos explicarían lo que supuestamente quiso decir.
Hace un año, cuando él intentaba explicarle su idea de política de exterior al reportero de The New York
Times David Sanger, este le preguntó si no se podría definir como un tipo de “política America First”—en referencia al Comité América First, que era aislacionista y antisemítico, e intentó prevenir que los EE.UU. entraran en la Segunda Guerra Mundial. Trump nunca había escuchado hablar del grupo pero le gustó la frase y se apropió de ella. Es así como nos llegó el regreso de America First.
Recientemente, me encontré con este titular en el periódico conservador
Washington Times: “Cómo la ‘desorganización’ de Trump podría ser solo una estrategia”, por Wesley Pruden, exeditor en jefe de ese periódico. Para él, el primer mes desastroso de Trump como presidente es la evidencia de una nueva apertura a la disidencia que evoca el gabinete de rivales de Washington y Lincoln. Por supuesto.
La explicación se convierte en racionalización, que a su vez se convierte en justificación. Trump dice X. Lo que en realidad quiere decir es Y. Y aunque quizás no te guste, le está dando voz a los corajes y ansiedades de Z. A quien, por cierto, no puedes cuestionar ni criticar, porque la ansiedad y el coraje son justificables de por sí en estos tiempos.
Como columnista conservador, he perdido popularidad entre algunos de mis antiguos seguidores de derecha porque me mantengo en mis posturas. Es casi entretenido ser acusado de sufrir del “Síndrome de Delirio por Trump” porque me siento en la obligación de alzar mi voz contra un presidente que sugiere una equivalencia moral entre los EE.UU. y la Rusia de Vladimir Putin.
El aspecto más doloroso ha sido observar cómo ha habido gente que alguna vez consideré que eran conservadores sensatos y con principios entregarse a una especie de política iliberal a la que pensé eran inmunes. En su obra de 1953, “La mente cautiva”, el poeta y disidente polaco Czesaw Miosz analiza los caminos sicológicos e intelectuales a través de los cuales algunos de sus antiguos colegas en el régimen comunista de la posguerra en Polonia, se permitieron convertirse en estalinistas apasionados. En ninguno de estos casos que Miosz analizaba era la coerción la razón primordial para convertirse.
Querían creer. Estaban dispuestos a adaptarse. Pensaban que podían hacer más bien desde adentro. Se convencieron de que sus principios pasados no encajaban en la marcha de la historia. Sentían que rechazar el nuevo orden de las cosas era relegarse a la irrelevancia. Se convencieron de que, por más brutal y caprichoso que pudiera ser el estalinismo, no podría ser peor que el capitalismo explotador de Occidente.
Somos testigos de un proceso similar entre muchos intelectuales conservadores de derecha. Ha sido sorprendente observar un movimiento, que en algún momento creyó en los beneficios del mercado libre y la libre empresa, entregarse felizmente a un defensor del proteccionismo cuyos instintos económicos nos recuerdan al corporatismo de la Italia de la década de 1920 o la Argentina de los años 1950.
Los caminos mentales por los que los nuevos conservadores trumpistas han hecho las paces con su nuevo maestro político no son tan diferentes a aquellos de los antiguos colegas de Miosz. Está el mismo deseo desesperante de tener influencia política; la misma creencia de que Trump representa una fuerza histórica de la que deben ser partícipes; la misma voluntad de trastocar o descartar principios que antes consideraban sagrados; el mismo temor de parecer estar fuera de sintonía con los ánimos del público; la misma tendencia a mirar al otro lado cuando hay comentarios o acciones que sencillamente no pueden justificar. Se supone que esta sea la vía del pragmatismo. Yo argumentaría que es la vía de la ignominia.
Así, pues, llegamos al tema que hoy me trae aquí: preservar la integridad intelectual en la era de Trump.
Releer mi copia de la colección de escritos de Danny, At Home in the World (En casa en el mundo) me recordó que la razón por la que honramos la memoria de Danny no es porque sea un periodista martirizado. Es porque era un gran periodista.
Danny escribió en febrero de 2001, desde la región india de Anjar, donde había ocurrido un sismo desastroso:
“¿Cómo es, en realidad, la zona del terremoto en India? Huele. Hiede. No se pueden imaginar el olor de varios cientos de cuerpos pudriéndose por cinco días en lo que los equipos de búsqueda removían las losas de los edificios derrumbados de esta ciudad. Aunque nunca lo hayas olido, el cerebro sabe lo que es, y le ordena a uno a salir de allí. Después de un día, la nariz se congestiona como un acto de autodefensa. Pero el cerebro ya ha registrado el olor, y lo percibe en lugares inocentes: en bálsamos labiales, en golosinas dulces, en alientos rancios, en un asiento de avión”.
Danny entendía que lo que el lector necesitaba saber sobre Anjar no era una colección de estadísticas, sino la realidad visceral de una masiva tragedia humana. Danny veía lo que estaba frente a su nariz.
Cada uno de nosotros tenemos la obligación de ver lo que está frente a nuestras narices, ya seamos reporteros, columnistas o cualquier otra cosa. Esta es la esencia de la integridad intelectual. No es mirar alrededor o más allá o no mirar los hechos, sino mirarlos directamente, reconocerlos y llamarlos por lo que son; nada más y nada menos. Ver las cosas por lo que son antes de que las reinterpretemos como lo que quisiéramos que fuesen. Creer en una epistemología que pueda distinguir entre la verdad y la falsedad, los hechos y las opiniones, la evidencia y los deseos. Defender los hábitos de la mente y las instituciones al servicio de la sociedad, sobre todo una prensa libre, que preservan dicha epistemología. Someternos a una serie de normas estándares intelectuales y convicciones morales que no vacilarán ante los cambios de moda política.
El legado de Danny Pearl es que él murió por esto. A nosotros se nos pide que hagamos mucho menos. No tenemos excusa para no hacerlo.
No es menos sorprendente observar a la gente que en algún momento se mofó de Obama por ser muy laxo con Rusia, de momento descubrir las virtudes del “pragmatismo” de Trump en cuanto al tema. Si puedes vender apartamentos bajo la premisa de que el edificio está ocupado en un 90% cuando solo está ocupado en un 20%, entonces está ocupado en un 90%. Si puedes convencer a un número suficiente de personas de que de veras has ganado el voto popular o que el público de tu inauguración ha sido el más grande, ¿entonces qué importan los datos estadísticos y las fotografías aéreas?