Generación cómoda e infeliz
Los que nacimos en las décadas del 30 y 40 del siglo pasado vivimos la experiencia del sacrificio de nuestros padres junto a sus hijos para poder sobrevivir sin ninguna o muy poca ayuda del gobierno de turno. Su meta era que los niños estudiaran para salir de la pobreza y que su prole no sufriera lo que ellos habían pasado.
Los caminos eran escabrosos y llenos de fango cuando llovía. Las escuelas a distancias considerables y sin bibliotecas. Si llovía había que caminar descalzo y colgarse los únicos zapatos en el hombro. Antes de salir para la escuela había que ordeñar la vaca y echarle comida a las gallinas. Con una libreta y un lápiz en el bolsillo pasábamos el curso escolar. Los más aplicados nos aprovechábamos de una biblioteca rodante que nos visitaba una vez al mes. Aquellas lecturas nos dieron un futuro y nos convirtieron en ciudadanos de provecho para la sociedad.
El sacrificio era la orden del día. En nuestros campos dependíamos de la agricultura. No había agua potable ni energía eléctrica en las pequeñas casitas de madera. La lluvia, el río y el pozo nos suplían el agua. El sol y el fuego, la energía para secar la ropa y cocinar los alimentos. El padre salía temprano a cortar caña, coger café o cultivar su propia tierra. La madre sacrificada hacía el resto atendiendo todo el trabajo del hogar y criando la abundante familia.
El sacrificio y la disciplina forjaron nuestro carácter cuando niños con un núcleo familiar que nos daba felicidad. Luego luchamos para que nuestros hijos no encontraran piedras en el camino. Creamos una generación adicta al beneficio sin pasar por el sacrificio. Esa generación, ahora adulta, descubrió la comodidad y se convirtió en una sociedad cómodamente infeliz.