El país que se gastó
Bienaventurados los que ayudan a su prójimo, especialmente si algún provecho le sacan. Alabanza actualizada a nuestros tiempos y a nuestra Isla. Alabanza en un País que parece que se agotó en su capacidad de unirse para combatir enemigos comunes y tragedias compartidas, a menos que haya un beneficio para el combatiente. Realidad de un País donde el altruismo genuino está en peligro de extinción.
Dice el Dalai Lama, en un libro titulado “Economía de la Compasión”, que la actitud altruista (la motivación de actuar para beneficio de otros) está limitada cuando se basa esencialmente en el apego a algo, o el beneficio que se obtiene. Esto es algo que puede cambiar de un día para otro, hoy nos importa, mañana no.
Es que el egoísmo y el altruismo, pueden ser razón para el acto caritativo y el desprendimiento. El primero es más superficial y el segundo más profundo; el primero más efímero, y el segundo más duradero. Ejemplo de esto es el Contador Público Autorizado (CPA) recién retirado que me comentó hace años que no participaría más en entidades benéficas porque “ya no las necesitaba”.
No todos son así, pero si no fuera por cientos de personas como ésta, las entidades benéficas no funcionarían. No se puede elevar de forma automática la participación de miles de personas en asociaciones o entidades benéficas al sitial de verdadero interés por el bienestar de otros y del País.
Ese pedazo del País que nos distinguía por beneficiar sin retribución material o social, se está gastando con el tiempo. Cada día que pasa es más el interés y menos el desprendimiento.
¿Cómo nos vamos a poner de acuerdo, si en la mesa cada uno defiende su finca y su guiso? Son estos los portaestandartes de la comunidad que nos confunden con su bipolaridad social, ayudando con una mano y arañando con la otra.
En el fondo no hay tal bipolaridad; hay un solo polo, el del egoísmo. Lo vemos en ese líder empresarial que pide un gobierno más pequeño, pero se desvive por mantener sus contratos; se ve también en el empresario que reclama mayor fiscalización, pero se queja si lo fiscalizan a él.
Tal vez es que el altruismo genuino retolla con más facilidad en un hábitat de necesidad y pobreza, que en uno donde el estándar de vida es más alto. O tal vez es que el agrandamiento del estado benefactor ha hecho que la gente se desligue de ayudar a otros; porque ya no hago falta. O tal vez fue que, en nuestra carrera desenfrenada por tener, dejamos a la orilla del camino la satisfacción profunda de dar.
La historia de que los puertorriqueños nos unimos ante la adversidad parece cada día más una leyenda. En este País parece que se gastó el ánimo de ayudar a los demás meramente por el deseo de mitigar el dolor, sobre todo entre los que más tienen y pueden.
Ánimo que se veía antiguamente en el poco de azúcar o el plato de comida compartido con el vecino; en el techo prestado ante la casa derrumbada por el huracán, y en la taza de café caliente ante la llegada de un visitante.
¿Pero entonces, qué nos queda? Nos queda el ánimo inquebrantable de la madre que, con tal de enderezar a su hija, se rompe el corazón al disciplinarla; nos queda la entereza del obrero que prefiere viajar a diario de Aibonito a Toa Baja para trabajar, en vez de vivir del mantengo; y nos quedan los padres heroicos de niños especiales, que luchan con la esperanza de que Dios les regale un día adicional.
Todo eso nos queda.