La palabra clave en la UPR: negociación
Mi hermana Mercedes siempre tiene a flor de labios una frase contundente de Benito Pérez Galdós: “La realidad, por el solo hecho de existir, ya merece algún respeto”. Este respeto pragmático es el que merece la difícil situación fiscal de Puerto Rico, en la que la Universidad de Puerto Rico (UPR) está indefectiblemente inmersa. Esta cruda realidad económica nos obliga a mantener una actitud realista de diálogo y consenso al momento de ayudar a nuestra institución a salir airosa de la crisis. Tanto el claustro como los estudiantes y la institución en su conjunto confrontamos una situación histórica poco usual, pues esta vez sí que le va la vida a nuestra alma mater tal y como la hemos conocido por generaciones. El paro y la huelga decretada por los estudiantes no es otro cierre más de turno: se impone guardar una extrema cautela en nuestras acciones para defender la institución, que es la meta de todos los universitarios. (Al menos, así lo quiero creer.)
Importa asumir en todas sus consecuencias la situación fiscal crítica que atraviesa Puerto Rico a la hora de negociar la situación de la UPR. Ello, no empece nos indigne pensar que en parte la provocamos nosotros mismos con procederes fiscales desacertados a nivel gubernamental. A esta tragedia histórica se suma la presencia de una Junta Fiscal inmisericorde (PROMESA) impuesta por la metrópoli, que no es otra cosa que una agencia de cobro que ni siquiera se plantea colaborar —como debería— incentivando nuestra economía. Un país libre hubiera podido recurrir a la ayuda del Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial y reinventarse a sí mismo devaluando su moneda, alterando leyes de cabotaje injustas y pactando nuevas negociaciones internacionales. Todos sabemos que para Washington este “territorio” —me duele que últimamente esté de moda llamar a Puerto Rico así— carece de importancia y no merece la molestia de un rescate económico. No somos ni New York ni Detroit ni Washington.
Es precisamente desde ese marco económico que, nos guste o no, debemos actuar para proteger la Universidad de Puerto Rico, que ha sido, por mucho, nuestro mejor invento colectivo. Exigir beneficios económicos como si la situación fiscal del país fuese “normal” resultaría contraproducente. La palabra clave ahora es negociar. Negociar con madurez y, sobre todo, en consenso. Aún estamos a tiempo.
Una institución dividida contra sí misma no puede actuar eficazmente: “A house divided against itself cannot stand” —ya lo vio con claridad Lincoln. La propuesta del Senado Académico —aprobada por abrumadora mayoría por el claustro de Río Piedras— de llevar a cabo un Congreso Multisectorial en el que todas las partes dialogaran era una idea pragmática, integradora y respetuosa que ponía, como compete a una institución universitaria, a dialogar a todos sus componentes. Era una propuesta, por más, democrática por inclusiva. Aunque defiendo de corazón el derecho a la huelga y la no-intervención policíaca en nuestro recinto, deploro que solo una porción de los grupos que integramos la UPR —en este caso, los estudiantes— cierre unilateralmente el Recinto y se niegue al diálogo consensuado. Si el claustro, el estudiantado y los no-docentes hubiéramos podido negociar juntos una propuesta económica realista para nuestra institución, tendríamos una oportunidad mucho mayor de que el Gobierno y la Junta escucharan nuestros reclamos. La cifra de recortes $300 a $450 millones (de origen misterioso) es a todas luces excesiva, pues afecta a la esencia misma de nuestra institución. Habría que negociar esa cifra absurda presentando un frente unido.
Deberíamos intentar, por todos los medios posibles, negociar juntos como cuerpo universitario —administración, profesorado, estudiantes y empleados no docentes ante el Gobierno y la Junta. Es imperativo, en primer lugar, porque un recorte de esa magnitud le puede acarrear a la UPR el retiro de la acreditación académica de la Middle States Association, ya que dicha acreditación depende de la estabilidad financiera de la Universidad. La última huelga nos dejó maltrechos y aún nos estamos recuperando de ella de cara a nuestra acreditación académica oficial. Irónicamente, un cierre huelgario indefinido pondría a la UPR exactamente ante el mismo peligro de la pérdida de la acreditación académica. Una universidad cerrada (y que cierre y abra cada cierto tiempo) no es académicamente acreditable. Tampoco lo es una institución que deja de ser operacional porque cancela sus facilidades de estudio (investigaciones, laboratorios, salones, fondos federales para la investigación, cierre de bibliotecas y seminarios). No sé si los estudiantes tienen plena conciencia de que arriesgan las Becas Pell de las cuales tanto dependen, pues sin acreditación académica no se les otorgarían. Las huelgas prolongadas tienen, de otra parte, una repercusión que dura muchos años después que los estudiantes que la decretan salen de las aulas: se desacredita socialmente la Universidad, que ha sido justamente el espacio por excelencia para nivelar las clases sociales del País mediante una educación liberadora. Cada huelga trae, de otra parte, el saldo adicional de una diáspora rápida de nuestros alumnos a otros centros docentes, no empece sean más caros y menos prestigiosos. A ningún padre le puede entusiasmar ver en la primera plana del periódico a un encapuchado misterioso cerrando los portones de una institución que es de todos. (El enmascaramiento trae, importa recordarlo, el peligro de infiltrados y provocadores, que son tradicionales en toda huelga). Otra nube empaña nuestro espacio democrático universitario: la opacidad legal del voto estudiantil, que, al no haber sido electrónico, no refleja la voluntad de la totalidad del estudiantado. Me consta de primera mano que muchos estudiantes graduados trabajan todo el día y no les es fácil asistir a las asambleas.
No es sabio ofrecer al País una institución dividida contra sí misma, ni mantenerla cerrada sin que haya mediado diálogo. La UPR tiene demasiados enemigos afuera para que los tengamos también adentro. No debemos ofrendarla en bandeja de plata a quienes querrían verla cerrada —o mutilada— para siempre. Si enmudecemos nuestra Universidad con un cierre, no habrá manera de expresar válidamente y al unísono sus reclamos. Urge proteger una institución que le es cada vez más crucial a nuestro País. Negociemos unidos, sabiendo que toda negociación sabia implica tanto exigir y reclamar como ceder.
Hace años que intuyo, de manera visceral, la gravedad del momento ominoso que le está tocando vivir a la UPR en medio de la crisis histórica del País. Más de una vez he dado testimonio de la hondura de mi amor y de mi adhesión por esta institución. Pero hoy quisiera confesar algo más. Barruntando el peligro que acecha la Universidad tan de cerca, de manera instintiva, como un cachorro a punto de perder a su madre —alma mater significa precisamente “la madre que alimenta'”— hace años llevo a cabo una ceremonia privada de adhesión amorosa a mi institución. Evadiendo los posibles testigos, estampo un beso, a la vez filial y protector, en una de las columnas del cuadrángulo que convierten en auténtico claustro de estudio los edificios en torno al teatro. Las columnas, como se sabe, son el símbolo de lo que sostiene una estructura, por lo que mi beso a escondidas es una manera que tengo de pedirle a la Universidad que resista, que se mantenga incólume ante el vendaval que se le viene encima. Una vez una estudiante sorprendió mi ceremonia amorosa, privada como una plegaria, y me entregó la fotografía que había tomado de mi beso, que aún estampaba de carmín la columna blanca. Pese al pudor que me provocó la imagen, confieso que sigo practicando mi ritual privado. La última vez, ayer. Al salir del teatro universitario, besé una de sus columnas salomónicas con amor, preocupación y con nostalgia. Pero, eso sí, con esperanza.
Hoy he querido convertir mi beso secreto en palabra pública. Ojalá sirva de algo para propiciar el diálogo y la negociación. Ojalá estemos a tiempo de salvar nuestra Universidad.