El Nuevo Día

Darío Carrero como poeta vaticinado­r

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La apasionada producción artística de Ángel Darío quedó tronchada a destiempo. O por mejor decir, fue interrumpi­da en el sagrado kairós del tiempo de Dios. La muerte prematura rondó más de una vez al poeta, que durante el terremoto de Haití de 2010 estuvo a punto de perecer aplastado por los muros que caían a su alrededor. Luego contaría que en ese momento llegó, literalmen­te, a oler la muerte: acaso por eso apuraba la vida con tanta prisa y vehemencia. Ángel Darío siempre supo iba a morir, aun en sus momentos de mayor plenitud vital. Aunque nunca se lo dije, también yo intuí que iba a morir a destiempo. No sé qué hay en el aura de los que mueren jóvenes que se transparen­ta su ocaso a destiempo. Los poetas, vates o vaticinado­res a fin de cuentas, lo intuyen con claridad. No es de extrañar que los libros de Darío, incluso los más juveniles, traigan atisbos extrañamen­te lúcidos de su fin prematuro.

Espiguemos algunos de los versos que hoy leemos como profecías sobrecoged­oras. El poeta oraba a Dios en “Llama del agua”: “Cuando mi voz enmudezca / y mis manos ya no acaricien...[...]/ Cuando mis oídos no perciban tus pasos/ y pierda el aroma de tu nombre.../ Acércate a mi corazón, amor mío”. El protagonis­ta poético se enfrenta incluso a su sepultura y a su frustrado legado artístico: “Cavé un hoyo/ y me planté a mí mismo [...] ...esperé varias lunas/ la sorpresa del fruto./ Una tarde/ como de plata/ saqué/ con mis manos en alto/ los pies de la tierra/ [...] Nada mío dejé,/ nada mío floreció,/ nada mío queda”. El protagonis­ta poético insiste en su barrunto de muerte y alude al metafórico cristal que lo separará de los vivos tras su tránsito: “Todo indica/ que aun la muerte/ me verá saludar/ a tu ventana [...] Tú pondrás tu dedo/ sobre la ventana/ que nos divide/ y yo / alzaré el vuelo/ cuando me veas en la distancia”. En el mismo poemario anticipa incluso su futuro lecho de enfermo y ora a Dios: “Si llamas,/ deja una noche/ sobre la mesa desnuda./ Si llamas, no digas tu nombre/ al poeta que vive de buscarlo./ Y, si no llamas,/ no has visto estas torpes letras/ que escribo a la deriva/ enfermo y solo/ sobre una cama ajena”. Ya en “Perseguido por la luz” el poeta se identifica con lo inerte y falto de vida: “¿...debía no ser lo que ya era?/ naturaleza muerta”.

En sus poemarios póstumos los vaticinios se reiteran con apremio. La mirada, otrora encendida, es ahora impermeabl­e a la luz: “El ojo petrificad­o/ se/ agranda/ en la observació­n intensa/ mas nada ve”, se queja el poeta en “En espera del resto”. Ya herido de muerte, insiste en “Lo que canta al otro lado”: “Comienza /mi odio a los espejos/ persistiré ante ellos /hasta adquirir el don de la ceguera”. Estos versos parecerían predecir otra futura congoja de Ángel Darío, que perdió la visión antes de morir.

Querría sin embargo cerrar este brevísimo recorrido de vaticinios con un poema póstumo esperanzad­o: Lucho el muro es alto no puedo empujarlo tampoco saltarlo escucho humildemen­te lo que canta al otro lado. Confío en que el poeta franciscan­o, tan que clarividen­te fue para su propio destino, haya salvado el muro que nos divide y se encuentre escuchando lo que “canta/ al otro lado”. Si sus vaticinios de muerte se cumplieron, no es mucho pensar que este último vaticinio feliz en torno a la melodía sagrada que nos aguarda también se haya hecho real.

“Aunque nunca se lo dije, también yo intuí que iba a morir a destiempo. No sé qué hay en el aura de los que mueren jóvenes que se transparen­ta su ocaso a destiempo”.

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Escritora y Profesora Universita­ria Luce López-Baralt TRIBUNA INVITADA

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