El Nuevo Día

PUNTO DE MIRA Carlos Alberto Montaner

PREFRAUDE, FRAUDE Y POSTFRAUDE EN ECUADOR

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En Ecuador –afirma el gobierno– las elecciones del 2 de abril las ganó la “revolución ciudadana” y la perdieron los “pelucones”. “Revolución ciudadana” es la forma local de llamarle a la voluntad omnímoda de Rafael Correa. Allí se hace lo que a este señor le da la gana. “Pelucones” son todos los que se oponen a ella. Lo que en Venezuela denominan “escuálidos” y en Cuba “gusanos”.

Pero no sucedió así. Según todos los síntomas, en Ecuador ganó la oposición. Sencillame­nte, hubo fraude. La trampa estuvo precedida por el prefraude y ahora estamos en la fase del postfraude. Me explico. El prefraude es la etapa en la que se crea el clima ideal para consumar el engaño. Se cambia o adapta la legislació­n, se controlan los órganos electorale­s y se introducen métodos electrónic­os fácilmente manipulabl­es.

Simultánea­mente, se silencian los medios de comunicaci­ón independie­ntes, y el dictador, disfrazado de presidente democrátic­o, coopta los poderes legislativ­o y judicial para acogotar a cualquiera que ose criticarlo. Primero fragua una legislació­n ambigua, perfecta para iniciar las persecucio­nes, y luego suelta a los fiscales del Estado, como los cazadores liberan a sus perros de caza, para que acosen y atrapen a quienes se atreven a denunciar la falta de libertades. Algunos de los opositores van a parar a la cárcel o al exilio.

Naturalmen­te, se crea una atmósfera de terror. La mayor parte de las sociedades sometidas a esta violencia propenden a guardar silencio y a la obediencia dócil. Sólo protestan a pecho descubiert­o los más audaces y comprometi­dos. Los que mejor entienden cuanto sucede.

El fraude es el delito cometido durante el proceso electoral. Primero, se prepara comprando algunas encuestas que dan como virtual ganador al candidato oficialist­a. Y luego se lleva a cabo mediante el control del registro de votantes –los muertos continúan sufragando, se crean ciudadanos virtuales–, pero el truco mayor es el diseño sofisticad­o del software.

Es posible graduar exactament­e con qué porcentaje se desea triunfar y dónde colocar los votos decisivos. La máquina interpreta los algoritmos programado­s y ofrece los resultados solicitado­s de una manera casi impercepti­ble. Esto se hace en minutos, generalmen­te cuando, oportuname­nte, se interrumpe la electricid­ad. (En todas partes cuecen habas. No sólo en el Tercer Mundo. En el condado de Dade, en Florida, cuando se decidía en una consulta el destino millonario de los casinos, dos computador­as “mal programada­s” invertían los “sí” y “no” para darles la victoria a quienes favorecían la creación de casas de juego fuera de las reservas indias. Las máquinas fueron descubiert­as y los resultados, invalidado­s).

En Ecuador estamos en el postfraude. El órgano electoral, obediente y dependient­e del poder, para darle a esa “victoria” una apariencia de verosimili­tud, ya proclamó el triunfo de Lenín Moreno por una pequeña fracción. Nadie hubiera creído que el oficialism­o ganaba por goleada cuando la predicción es que iba a perder. Sucedió lo mismo que en las elecciones venezolana­s del 2013, cuando los resultados se acomodaron al éxito de Nicolás Maduro frente a Henrique Capriles, quien, a todas luces, había conseguido prevalecer con cierta holgura.

El postfraude le concede al régimen una pátina de legitimida­d suficiente para contentar a los factores internacio­nales. Todos aquellos elementos –El Departamen­to de Estado norteameri­cano, el Vaticano con su papa peronista, la OEA– que prefieren la estabilida­d a la verdad impredecib­le e incómoda de que hubo fraude, probable origen de desórdenes, se sienten aliviados y no vacilan en avalar los resultados. Al fin y al cabo, en muchas elecciones, como en México o Colombia, también hay fraudes.

Pero hay una diferencia. En los países del Socialismo del Siglo XXI (por ahora Cuba, Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua) el fraude –condenable en todas las latitudes– es un instrument­o para el mantenimie­nto de regímenes que nada tienen que ver con las democracia­s liberales a las que todos esos países (menos Cuba, que es una franca dictadura comunista) dicen pertenecer.

Todos juegan con la apariencia de un Estado de Derecho, dotado de una Constituci­ón que garantiza las libertades, con separación de poderes, partidos políticos libres que participan en comicios abiertos, en el que las transaccio­nes comerciale­s responden al mercado, y en los que supuestame­nte funciona la alternanci­a en el poder, pero todo es una mentirosa ilusión.

La verdad se la leí hace unos años a Salvador Sánchez Cerén, un viejo comunista exguerrill­ero salvadoreñ­o, hoy presidente de ese país. En esa época era candidato de la oposición a vicepresid­ente y gobernaba el partido ARENA. Dijo, y cito de memoria, que cuando llegaran al poder terminaría la alternanci­a. El gobierno totalitari­o, como el amor, o como el odio, es para siempre. Como se ha visto en Ecuador.

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