Alto a la criminalización absurda de la niñez
Conocer, por una historia de El Nuevo Día, las interioridades de un sistema educativo y judicial que criminaliza a niños por conductas que serían corregibles sin la anquilosada concepción del castigo, tiene que movilizar la rápida acción desde el Gobierno
Puerto Rico no puede tolerar una estructura interagencial que, de forma sistemática, provoca daños irreparables en las vidas de numerosos niños y sus familias por imprudencias comunes de la vida escolar que han debido ser oportunidades para inculcar respeto y el manejo adecuado de emociones, entre otros valores.
Según datos del Departamento de Justicia, entre los años fiscales 2009-2010 y 2014-2015, menores fueron encontrados responsables de 21,392 faltas en los tribunales. Solo el 12% constituyeron faltas serias. De 46,883 denuncias presentadas contra menores en el periodo mencionado, el 1.2% se resolvió con mediación.
El 53%, 11,244 faltas, fueron por acciones que hubiesen podido corregirse con un buen consejo, con guía, supervisión adecuados o con mediación. Estos niños son, sin embargo, sometidos como criminales a un proceso hostil y traumático que tiene graves consecuencias para ellos y para la sociedad.
La primera acción para corregir tamaño entuerto tiene que moverse en la Legislatura, autora de los parámetros que, por un lado, facilitan que un legislador o un alcalde que hostiga, malversa o roba se salga con las suyas, mientras por el otro permiten acusar en corte a un niño de siete años por empujar a otro en la fila del comedor.
Al Departamento de Educación le corresponde asegurar que ningún niño o joven vaya a parar a los tribunales por faltas que pueden ser atendidas dentro de la comunidad escolar con un liderazgo empático. Educación tiene que investigar, además, denuncias que le atribuyen a un director escolar pretender deshacerse de los estudiantes de educación especial. Le toca asegurarse de que ni allí, ni en ningún plantel, se tolere ninguna clase de segregacionismo. Tiene también que cumplir con la Ley 170 de 2000 que ordena que cada escuela cuente con un sicólogo escolar. La falta de recursos no puede ser más una excusa para ignorar esa necesidad; debe redistribuir su presupuesto para que los estudiantes reciban atención integrada.
De igual forma, la Administración de los Tribunales debe impedir que un niño sea expuesto a estos procesos por acciones causadas por la ignorancia, la inmadurez o problemas de aprendizaje, emocionales o de salud mental que requieran ayuda. Así es como se les empuja a la puerta giratoria de las instituciones juveniles. Deben existir opciones creativas que protejan y fomenten un desarrollo sano de esas vidas. Si no, corremos el riesgo de perderlas abrumadas por la amargura y el rencor contra un sistema y una sociedad que en vez de enseñarles les condena.
En días recientes hicimos referencia a la dolorosa realidad de niños y jóvenes que huyen de la pobreza y la violencia familiar por vías sombrías de crímenes y trabajo sexual. Conocer los extremos que fomenta el enfoque punitivo del Estado, que ni siquiera establece una edad mínima para que un menor pueda ser acusado, devela una de esas causas por las que tantas vidas jóvenes se marchitan.
Este grave maltrato institucional tiene como elemento común a estudiantes de escuelas públicas y de recursos económicos limitados, lo que revela un patrón clasista y discriminatorio que no puede ignorarse. Ese inaceptable, apático e insensible sistema está integrado por personas: se mueve por decisiones individuales de funcionarios, de jueces, del personal escolar, que están obligados a frenar esa rueda sinsentido que violenta los derechos fundamentales de la niñez.
Cada niño y niña tiene el potencial de transformar el País. Terminar la práctica nefasta de enviar a decenas a corte por acciones que son corregibles, abrirá la posibilidad para que esa transformación sea provechosa para ellos y Puerto Rico.