El Nuevo Día

OBRAS MAESTRAS DE LA JOYERÍA RUSA

Los huevos de Pascua creados por Carl Fabergé eran el secreto mejor guardado de los zares

- Texto Ignacio Ortega EFE Reportajes

Desde la abdicación de Nicolás II, esos huevos de Pascua creados por Carl Fabergé han cambiado de manos e incluso desapareci­do sin dejar rastro, aunque algunas de esas obras maestras de la joyería han regresado a Rusia, justo a tiempo para el centenario de la Revolución Bolcheviqu­e. El líder soviético Stalin contribuyó a ello, ya que en un intento de recaudar fondos y de borrar toda huella del zarismo ordenó vender 14 de ellos, algunos de los cuales fueron a parar a EEUU.

El primero (1885) y el último (1916) de los famosos huevos se encuentran en el lujoso palacio de Shuválov de San Petersburg­o, destacado por acoger los bailes más frecuentad­os por la aristocrac­ia zarista a principios del siglo XIX.

Ese fue el lugar elegido para la apertura, en 2013, del Museo Fabergé, que acoge nueve huevos imperiales, es decir, que fueron encargados personalme­nte por Alejandro III o su hijo, Nicolás II, cuando estaban en el trono. Esos huevos fueron adquiridos por el oligarca ruso Víctor Vekselberg, que se los compró en 2004 a la familia estadounid­ense Forbes. “La colección tiene un valor incalculab­le. Su significad­o para la historia rusa es enorme”, dijo el multimillo­nario ruso.

CÉNIT Y OCASO DE LA MONARQUÍA RUSA. Lo que empezó siendo un encargo de Alejandro III para su esposa, María Fiódorovna, acabó siendo una tradición admirada en todo el mundo. Fabergé, que tardaba en torno a un año en terminar cada huevo, tenía medio millar de empleados, a los que daba total libertad para satisfacer a sus clientes. La única demanda de los zares es que cada huevo tuviera en su interior una sorpresa diferente, por lo que estas joyas son, más que nada, un desafío a la imaginació­n.

“La gallinita” (Kurochka) fue el primero de esos huevos hechos de oro, plata y piedras preciosas. Recubierto de oro, pero pintado de blanco para imitar la cáscara de un huevo, tiene en su interior una gallina dorada que guarda un secreto: una corona y un anillo en miniatura.

Inspirada en joyas danesas que recordaban a la zarina su infancia, el tesoro que acogían los huevos en su interior fue el secreto del éxito de los huevos de Fabergé, que se convirtió, de la noche a la mañana, en el joyero de cámara de los zares.

Nicolás II se mantuvo fiel a la tradición e incluso en vez de uno, encargó a Fabergé dos por año, uno para su madre y otro para la zarina.

HUEVOS EMBLEMÁTIC­OS. Para muchos, la cumbre del arte joyero de Fabergé fue el Huevo de la Coronación, que toma su nombre de la llegada al trono Nicolás II.

Mientras que el Huevo de Abedul, que le regaló el zar a su esposa, Alexandra Fiódorovna, en la Pascua de 1897, se distingue porque está

coronado por un gran diamante. Lo más famoso de esa pieza es su carroza de 100 milímetros -una copia de la que perteneció a Catalina la Grande y en la que los zares llegaron a la ceremonia de coronación- que incluye, incluso asientos y cojines, y una corona imperial en su parte superior.

Precisamen­te, quizás por su valor emocional para los zares, los bolcheviqu­es decidieron requisarlo del Palacio de Invierno -actual Museo del Hermitage- y ponerlo a la venta.

Y, de hecho, no regresó a Rusia hasta que Vekselberg lo adquirió en Sothebys por 24 millones de dólares, según la prensa.

Curiosamen­te, en el interior de este huevo ya no dice “Zar de todas las Rusias”, sino “Señor Romanov, Nikolái Alexándrov­ich”, debido a que el zar ya había abandonado el trono.

El último de los huevos imperiales “Orden de San Jorge” fue regalado en 1916 por Nicolás II a su madre, quien lo pudo salvar y llevárselo al exilio cuando viajó a Turquía desde Crimea. El resto permaneció provisiona­lmente en Petrogrado

A Fabergé aún le dio tiempo a diseñar otros dos huevos, pero ninguno de los dos pueden ser considerad­os imperiales. El otro, el Constelaci­ón, hecho de cristal de cobalto, nunca llegó a ser terminado. Los dos se encuentran en el museo Baden Baden, que fue erigido en Alemania por un multimillo­nario ruso, Alexandr Ivanov.

¿POR QUÉ SON TAN CAROS? Primero, hay pocos. Segundo, en los últimos cien años nadie ha sido capaz de igualarlos y superarlos. La reina Isabel II de Inglaterra tiene tres huevos en propiedad, mientras el resto se encuentran, entre otros lugares, en el Hermitage (1), en museos o coleccione­s privadas de EEUU o Suiza.

Entre ellos figuran el Memoria de Azov, que acoge el buque en el que Nicolás II y su hermano Jorge viajaron al Lejano Oriente antes de que el primero asumiera el trono.

Está hecho a partir de jaspe y heliotropo, e incluye como adornos un rubí y dos diamantes.

El Bouquet de Lilas, el más alto de la colección, con 270 milímetros y El Kremlin, que consiste en un huevo sostenido por las murallas y torres de la legendaria fortaleza moscovita, son de los pocos huevos que nunca abandonaro­n territorio ruso.

Paradójica­mente, Fabergé se labró una fama que aún le perdura hoy en día, pese a que él no hizo ninguno de esos huevos, que fueron obra, entre otros, de maestros joyeros como Mijaíl Perjin.

En total, se hicieron 71 huevos, de los que sólo se han conservado 62, de los cuáles 47 son imperiales, es decir, fueron encargados por los zares. Y es que Fabergé también aceptó encargos privados de aristócrat­as como Félix Yusúpov, el asesino de Rasputin.

Fabergé logró huir de la represión bolcheviqu­e, tras lo que murió en Suiza en 1920. Su hijo, Agafon, intentó seguir los pasos de su padre en el mundo de la joyería, pero finalmente tuvo que huir a Finlandia (1927) con el huevo Constelaci­ón como único recuerdo del negocio familiar.

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