NOMBRES IMPROPIOS
Los nombres son nuestra carta de presentación al mundo; la marca registrada con que navegamos nuestro día a día. Son también narrativas, temas de conversación y, en ocasiones, crueles dispositivos de la memoria.
Yo me llamo Manuel porque así se llamaba mi abuelo: historia un tanto simplona y predecible. Sin embargo, mi segundo nombre, Gerardo, me llega como legado del complicado embarazo de mi madre y su devoción a San Gerardo, patrón de la maternidad. De haber nacido niña, me hubieran llamado Cristina, como la telenovela del momento, Cristina Bazán. Puro drama.
No hubiese sido el único con un nombre derivado de entramados telenoveleros. En la universidad, estudié con Tanairí, Diana Carolina y Coral, nombres alusivos a los melodramas televisuales de los ochenta. Pero con la desaparición de la industria de las telenovelas en Puerto Rico, y ante la ausencia de referentes culturales interesantes, la década de los noventa produjo el fenómeno de nombres compuestos de la fusión gramatical de dos nombres. Entiéndase la mezcla idiosincrática de, por ejemplo, padre y madre, abuela y abuelo, el ex y la prima, entre otras posibles permutaciones.
Durante mi última visita a un café en San Juan, el simpático dependiente, llamado Yovaldo, llamaba con gran entusiasmo a una tal Dianuel para que esta recogiera su café. Mientras se daba la transacción, me resultaba imposible no pensar en Yolanda y Osvaldo, o en Diana y Manuel, cuyas historias de vida posiblemente le dieron nombre a estas dos vidas paralelas.
Difícil lo tienen hoy día aquellas que se llaman María. ¿Cuán cruel puede ser pasar de tener el nombre de la madre de Dios a tener el nombre de la madre de los huracanes? La práctica de llamar a los huracanes por nombres propios tiene que terminar. Me parece una jugada impropia. Aunque peor era hace un siglo atrás, cuando se utilizaban nombres de santos para llamarles a los temidos ciclones. ¡Ilumínanos San Flashlight!