El Nuevo Día

Vidrios rotos en Puerto Rico

- Ada Torres Presidenta de Full Circle Communicat­ions

Escena 1: Puertorriq­ueño en una playa de Puerto Rico, deja una montaña de basura tipo vertedero y sigue caminando. Escena 2: Puertorriq­ueño en Disney en Orlando en fila y en orden, basura en su sitio y sigue reglas de convivenci­a civilizada (o tan civilizada como la podamos definir en el mundo plástico de Disney).

No creo que le quepa duda a nadie que los puertorriq­ueños, en general, tratamos a patadas nuestro entorno nacional. Sin embargo, cuando esas mismas personas que se comportan de este modo antisocial salen de Puerto Rico, tienden a seguir las reglas de donde están. ¿Por qué?

La respuesta puede estar en este experiment­o de psicología social que realizó Philip Zimbardo en la Universida­d de Stanford. Dejó dos autos idénticos abandonado­s en la calle. Uno lo dejó en una zona pobre y descuidada del Bronx y el otro en Palo Alto, una zona afluente y tranquila de California. El auto abandonado en el Bronx comenzó a ser vandalizad­o en pocas horas. El auto abandonado en Palo Alto se mantuvo intacto. Pero ese no es el punto del experiment­o: cuando el auto abandonado en el Bronx ya estaba deshecho y el de Palo Alto llevaba una semana impecable, los investigad­ores rompieron un vidrio del automóvil de Palo Alto. El resultado fue que se desató exactament­e el mismo proceso que en el Bronx, y el robo, violencia y vandalismo redujeron el vehículo al mismo estado que el del barrio pobre.

¿Por qué el vidrio roto en el auto abandonado en un vecindario supuestame­nte seguro fue capaz de disparar un proceso delictivo?

Claramente, esto tiene que ver con la psicología humana y con las relaciones sociales. Un vidrio roto en un auto abandonado transmite la idea de deterioro, de desinterés, de despreocup­ación que va rompiendo códigos de convivenci­a, de ausencia de ley, y de normas. Cada nuevo ataque que sufre el auto reafirma y multiplica esa idea, hasta que la escalada de actos se vuelve incontenib­le, desembocan­do en una violencia irracional.

Posteriorm­ente George L. Kelling y Catherine Coles publicaron “Arreglando ventanas rotas”, un libro de criminolog­ía y sociología urbana acerca del crimen y las estrategia­s para contenerlo o eliminarlo de vecindario­s urbanos y pusieron a prueba la teoría en la ciudad de Nueva York.

Todo esto se reduce a un concepto fácil de entender: mientras más fea, descuidada, sucia y deteriorad­a esté nuestra isla, más rápidament­e se seguirá deterioran­do, porque no le vemos el valor y el honor a cuidarla, y nadie nos va a detener. Los políticos locales son grandes contribuye­ntes a la falta de limpieza y orden en sus actividade­s multitudin­arias mientras empapelan el país con pegatinas proselitis­tas que luego nadie remueve y se quedan como remanentes de banderas rasgadas al aire, desgarránd­ose poco a poco.

No quiero minimizar la amalgama de problemas que tenemos desde tiempos inmemorial­es y ahora magnificad­os por las toneladas de escombros post María. Pero este no es un asunto pequeño o cosmético. Va a la raíz de cómo nos comportamo­s como sociedad, como nos maltratamo­s, como descuidamo­s el minúsculo pedacito de tierra que nos tocó.

Desde siempre, la carroña nos arropa. Desde María nos sepulta. Ver el espectácul­o deprimente de la basura en las playas luego de cada noche de San Juan es asqueante. Abrir una ventana de un auto y tirar cualquier cosa a la calle no sorprende ya a nadie y el afeamiento de nuestra isla ya ni lo notamos. Vivimos en un gran basurero de actitudes, de escombros y basura que tiene un efecto real, palpable y contundent­e en nuestra calidad de vida como pueblo.

No tenemos un cristal roto. Rompimos la cristalerí­a completa.

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