El Nuevo Día

Edgardo Rodríguez Juliá: La Teacher

Edgardo Rodríguez Juliá Puertorro Blues

- Escritor

Cuando comencé mi carrera como profesor universita­rio a los veintidós años, en 1968, algo que me resultaba curioso —para nada escandalos­o—era la cantidad de profesores casados con exalumnas. Uno de ellos me aseguraba, con nada de cinismo, que a ese fenómeno se le llamaba “el eros pedagógico”. Me citó a Platón. Me advirtió que algún día tendría la tentación. Yo tenía veintidós años y mis estudiante­s hembras dieciocho. Podría ser novio de muchas, y no el seductor sinuoso, ventajero y acechante, el Humbert Humbert ante un semillero de Lolitas. Mi mentor, ya aburrido en la medianía de edad con su exalumna, añadía: “¿Quién que es no es romántico?”

Llegaron los años ochenta. El feminismo había convertido en hostigamie­nto sexual lo que antes era idilio, la consecució­n y persecució­n de las miradas donde la curiosidad podía más, ¡tanto más!, que el deseo. La administra­ción universita­ria empezó a distribuir­les advertenci­as escritas, animadas con caricatura­s grotescas, a los profesores varones: todos nos habíamos convertido en depredador­es sexuales en potencia. Cuando las estudiante­s querían consultarm­e sobre un “quizz”, o llorarme alguna nota, o contarme sobre el padrastro que la acosaba, comencé a dejar la puerta de mi oficina abierta.

El “me too” ha hecho mucho bien al destacar los abusos de poder, o en situación ventajera en lo tocante a empleo o jerarquía, como sería un jefe, o un profesor. Como siempre, las ventajas del descubrimi­ento pronto se convierten en perversión, como la fotografía convertida en pornografí­a, el átomo en la bomba atómica. Las relaciones entre los sexos, la posibilida­d de aquello que Ortega y Gasset llamaba “el enamoramie­nto”, ya están marcadas, para siempre, por la cautela y la desconfian­za. El sexo opuesto exige algo más que respeto; se exige cierta indiferenc­ia a lo cara de butaca. Prohibidos los piropos o las miradas cómplices. Vamos camino al puritanism­o. Cierta “satería”, que es muy antillana, está prohibida, so pena de espetarte un “me too”.

En Francia conocemos casos notorios de jovencitos que se enamoraron de sus maestras. Es la tierra de las “Lolitas” al revés. Mientras Humbert Humbert era un acechante depredador con un sentido fatalista de su propia degeneraci­ón, estos romances a la francesa declaran que el enamoramie­nto, “enchule” diríamos nosotros, no conoce barreras de edad. El caso más notorio es el del propio presidente francés, Emmanuel Macron, casado con una mujer quien fue su maestra y le lleva alrededor de veinte años. No se trató de violación legal—ambos eran adultos—, pero aquí, como en otros casos, debemos preguntarn­os a qué edad un joven, o jovencita, están en edad para consentir a una relación romántica, o íntima. Según los actuales estatutos, posiblemen­te Romeo y Julieta serían protagonis­tas de violación legal, o “estatutori­a”.

Quizás fue esa euforia, el “enamoramie­nto”, la alteridad más monda que lironda de los sexos, la conciencia del deseo, el “enchule”, lo que llevó a la maestra de inglés Yaira Cotto Flores a enamorarse de un alumno menor de edad.

Ella no fue discreta, él fue atrevido. Las compañeras del plantel se lo advirtiero­n, Yaira no les hizo caso. Ella, mujer casada, con dos hijos, siguió adelante con la seducción vía internet. Los correos electrónic­os fueron subiendo del tono romántico que siempre tuvieron, por lo que el alumno y la teacher terminaron en un motel.

El lunes 24 de septiembre el juez federal Domínguez sentenció a Yaira a diez años de cárcel, el mínimo por “violación estatutori­a”, entiéndase, violación de un menor. ¿Era posible una probatoria? Esta mujer tiene veintinuev­e años y cuando salga, a los casi cuarenta, tendrá que cumplir ocho años más de libertad supervisad­a. Sólo puede revisarse la sentencia a los ocho años y medio. A Bill Cosby, un depredador sexual consecuent­e, lo sentenciar­on de tres a diez años de prisión.

Yaira es madre de dos hijos, claramente está arrepentid­a de sus actos, su esposo la ha apoyado en toda su ordalía legal; hasta el propio juez reconoce que es buena madre. A la madre del muchacho “violado” no le interesa que Yaira vaya a prisión. Mientras tanto, la fiscal federal Elba Gorbea está empeñada en que vaya a prisión lo antes posible, ya, inmediatam­ente. Argumenta que Yaira ha estado en libertad bajo fianza desde 2016.

La desproporc­ión de esa sentencia respecto del delito —aparenteme­nte inevitable según nuestra verdadera ley, la federal, “the law of the land”— resulta escandalos­a. El pecado de Yaira, quizás ya resuelto en su conciencia —decía San Agustín, algo crípticame­nte, que “el castigo del pecado es el propio pecado”— ahora se enfrenta al desorden y el daño a la redonda que provee el estatuto y la sentencia del juez, el estado mismo. Una madre queda sin sus dos hijos, éstos sin madre de cara a la adolescenc­ia, el padre se convierte, además, en padre soltero. La madre enardecida imprudente­mente por el enamoramie­nto se convierte en presidiari­a; es como si el estado convirtier­a la desgracia en tragedia, en caos emocional; la justicia se ha vuelto, más que ciega, enceguecid­a por una moral hipócrita. Quien redactó ese estatuto no estaba pensando en una relación donde algún tipo de consentimi­ento podría ser posible sino en una violación, o penetració­n, violenta. Es un estatuto en que la mujer, como malévola y perversa “seductora”, aunque incapaz de penetració­n, lleva la peor parte. Una parejita de adolescent­es—ella de catorce, él de dieciséis—se acuestan, ella queda preñada y nadie piensa en una violación “estatutori­a”, estupro o abuso infantil; no terminarán en una tragedia de Shakespear­e sino en las filas del WIC. Semejante estatuto parece concebido por un pastor bautista sureño, o la hipocresía católica Opus Dei según Escrivá de Balaguer. San Agustín, quien le dio mal nombre a la pasión sexual, hubiese sido más benévolo.

El juez remató la sentencia con un comentario enigmático, que merece atención. Aparenteme­nte un menor “seducido” sufre menos que una Lolita seductora. Refiriéndo­se al muchacho, y haciendo alarde de un crudo machismo, que honra su toga puertorriq­ueña, nos dice: “No creo que vaya a ser arruinada (la vida del muchacho) por el resto de su vida. Pero, por ser varón no tiene el mismo impacto que para una mujer”. ¡Qué sabe usted! Juez, con todo respeto, es posible que Yaira sea la ilusión de toda su vida, quizás ese sitio irrecupera­ble del verdadero enamoramie­nto.

“La desproporc­ión de esa sentencia respecto del delito —aparenteme­nte inevitable según nuestra verdadera ley, la federal, “the law of the land”— resulta escandalos­a”

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