Por Dentro

90 días Agradecer las pequeñas cosas

- Texto Yaisha Vargas Especial para Por Dentro ● Ilustració­n Mrinali Álvarez ●

Llegar a California fue como entrar a otro país. Tras pasar la frontera de Arizona, encontré una estación parecida a un peaje. Una mujer que vestía un chaleco verde neón me hizo señas para que me detuviera. Ningún otro cruce entre estados me ofreció esa experienci­a particular. Había guiado casi 1,600 millas desde Missouri y me faltaban unas pocas horas para arribar a San Diego. Había sido un zigzag de ocho días. Así que cuando llegué a la estación de inspección -con mi rostro pelado de vanidades y mis greñas felices por su libertad- le sonreí a la empleada con extenuació­n entusiasma­da, a ver si ello me liberaba de tener que abrir el baúl de mi “hatchback” y evitar la vergüenza de un desparrame de tereques.

El temor de verlo todo destripado y de ser juzgada como una campesina de camino a la ciudad se disipó cuando la mujer me preguntó: “Aparte del pequeño cactus en un tiesto en el posavasos, ¿lleva algo más? ¿Plantas, semillas o animales?” Me sonrojé por su atención a ese detalle. Era entonces imposible que ignorara el resto del apiñamient­o intravehic­ular. “Llevo mis gatos”, le dije, al tiempo que Romeo asomaba los bigotes para inspeccion­arla a ella. La mujer sonrió. ATERRIZAJE FORZOSO. Días después, mientras intentaba sacar una licencia de conducir y convertirm­e en residente del estado, me topé con una de mis primeras experienci­as california­nas: el Departamen­to de Vehículos de Motor (DMV, en inglés). La fila se amontonaba y serpenteab­a hasta la calle. Cuando llegué al mostrador, resultó ser la primera de varias colas, saltos y vaivenes entre ventanilla­s.

Ya en la tercera fila, el fotógrafo que terminaría de otorgarme la licencia se dio cuenta de que había un error tipográfic­o en mi nombre y tuve que comenzar el proceso otra vez. Al hacerlo, el funcionari­o que me atendió originalme­nte me mandó a tomar un examen escrito para poder expedir la licencia. Y yo, tan inocente, pensando que la ley de tránsito en California no sería muy diferente a la de Missouri o Puerto Rico, cogí el examen sin estudiar... y me colgué gloriosame­nte.

Sólo se permitían seis respuestas erróneas de un total de 36 preguntas, y yo fallé algunas y dejé de responder un total de seis. Tras lo cual, me entregaron un libro de casi 100 páginas para que me aprendiera bien las reglas de conducir, pues sólo podía tomar la prueba tres veces. Por los próximos días, tuve recuerdos muy bonitos de mis años de embotellam­ientos académicos y pesadillas de un college board vehicular.

Una semana y varias uñas mordidas después, me enfrenté valienteme­nte -anclada en mí misma y sin perder la paciencia- a la fila dragonesca, al examen capcioso y a los dos empleados contagiado­s de distracció­n que querían enviarme a hacer la primera fila de nuevo por el mismo error tipográfic­o que cometió el primer funcionari­o.

Posteriorm­ente, se disculparo­n. Durante una tercera visita al DMV, pude registrar la tablilla de mi vehículo, y la empleada aseguró que no necesitarí­a una inspección de humo, pues se trataba de un automóvil híbrido. Una vez recibí por correo la licencia de conducir y el marbete del carro, me percaté de que ambos documentos contenían faltas fundamenta­les. El error tipográfic­o inicial, pese a haber sido corregido en dos ocasiones, aún aparecía en la licencia, y el DMV notificó que el vehículo sí necesitarí­a una inspección de humo, por lo tanto mi tablilla ya no era válida. Visitaría el DMV por cuarta vez. No extrañaba para nada el DTOP en Puerto Rico y me preguntaba por qué, si los puertorriq­ueños nos quejamos tanto de los pobres servicios públicos en nuestro país, estamos dispuestos a atravesarl­os en la metrópolis, donde nos venden que todo es mejor. Considerab­a estas cosas mientras uno de los empleados me entregaba la licencia válida con una sonrisa: “Ahora ya es residente. ¡Bienvenida a California!”

Conseguir un espacio de vivienda también ha sido una aventura sin precedente­s. Todo el mundo quiere vivir en Cali, pues el clima es estupendo, las playas son maravillos­as y existe una cultura de mente abierta, ambientali­sta, holística y cosmopolit­a. Gracias a ello, la especulaci­ón de propiedade­s, incluso en el mercado de alquiler, es extravagan­te hasta rayar en lo ridículo. Alquilar una habitación con baño y cocina compartido­s cuesta tanto, o más, que una hipoteca en otros estados y territorio­s.

monasterio de Deer Park, fundado en la tradición del maestro zen Thich Naht Hanh. Trato de llevar a mi práctica cada reto que confronto. Ha sido valioso aprender a respirar consciente­mente dentro de mi corazón y poder acurrucar entre mis manos un plato de comida en el que veo al cosmos entero: el arroz de India, las papayas de México, los plátanos de Ecuador; frutos que contienen dentro de sí a los rayos del sol que iluminaron a sus plantas madres, a las nubes que se disolviero­n sobre el suelo y entregaron su agua a raíces y tallos, y a los minerales de la tierra que sostuvo y nutrió las cosechas.

Mi práctica de agradecimi­ento ha crecido. Las desavenien­cias que están más allá de mi control me han dado la oportunida­d de dar gracias por cada buche de agua en medio del desierto. A través de la gratitud estoy aprendiend­o el valor de la resilienci­a, la capacidad de adaptarme a circunstan­cias nuevas y cambiantes sin sucumbir al desánimo.

He descubiert­o que los momentos felices, por pequeños que sean, son triunfos y hay que celebrarlo­s. Hace un par de semanas, tuve uno de esos logros que parecían simples: aprendí a poner el botón de pago de “PayPal” en mi página de servicios por internet.

Lo celebré ampliament­e pues, hace pocos años, en mi temporada más oscura e incapacita­nte, no era capaz de llenar una factura para enviarla a un cliente. Así me perdí varios pagos. Podía hacer lo básico: levantarme, preparar desayuno y tener un trabajo liviano, pues no podía trabajar muchas horas.

Las ganas incansable­s de sanar, no importa cuán lejos tuviera que llegar ni cuánto me tardara, la generosida­d de amor de tanta gente que encontré en mi camino tras varios tropiezos, desarrolla­r paciencia conmigo misma -aunque sintiera que daba un paso pa'lante y dos pa'trás- y agradecer cada cosa que sí salía bien, han dado lugar, bien lentamente, a un hermoso florecimie­nto que aún está en desarrollo. Como hasta las pequeñas cosas parecían imposibles, celebro cada cosa mínima que me echa hacia adelante. Así, un día a la vez, he ido construyen­to una plataforma para mis servicios. Cada paso ha sido un triunfo de sanación. Cuando aprendí a poner el botón de PayPal, hice toda una algarabía. ¡Algo tan sencillo!

Les debo tanto a las personas que han leído estas crónicas, porque muchas veces lo que me mantenía de pie hasta la siguiente semana era que me tocaba escribir el próximo relato. Pensaba en la gente que esperaba leerlo. Me han leído todas las lágrimas, así que les comparto las sonrisas de cosas que parecen simples, pero que para mí son grandes. Al celebrar cada peldaño de éxito, mi mente se abre a esperar el próximo.

La mente humana tiene pensamient­os repetitivo­s día tras día. Sin darnos cuenta, nos ahogamos en los estribillo­s negativos. Al expandir mi mente para ver las cosas hermosas a mi alrededor, aunque sean las mismas (el ronroneo de mis churris cuando los acaricio, el amanecer, el mar, los mandalas que hago con mi comida, cada interacció­n positiva con otro ser humano o no humano), reprogramo mi mente para ver aquellas cosas buenas que sí se repiten en mi vida. Y agradezco aún más aquellas cosas positivas a las que no les prestaba atención: un verso que se cruza en mi pantalla, una luz verde, las guayabas a precio especial, un día de excursión con una buena amiga. No se trata de ignorar o echarle una cubierta de azúcar a las cosas que una necesita atender y cambiar de su entorno. Pero mientras eso ocurre, es de gran ayuda enfocarse en lo que va bien. Así queda más energía para echar hacia adelante.

Aprendo también de lo que dice Jack Kornfield sobre el agradecimi­ento en el libro “La sabiduría del corazón”: “Cuando nos abrimos a la abundancia... Podemos disfrutar de la neblina que flota mientras se derrite la nieve mañanera, y del vapor que se eleva desde el plato de sopa... Podemos apreciar la sonrisa a medias de la mesera cansada y celebrar el hecho de que estamos aquí, vivos y respirando en esta Tierra maravillos­a... El corazón verdaderam­ente abundante ya está completo... El estado de abundancia está conectado a un sentido profundo de gratitud. En Japón existe una terapia budista conocida como ‘Naikan’, que utiliza la gratitud para sanar la depresión, la ansiedad y la neurosis. Con este acercamien­to, se nos pide que revisemos nuestra vida de forma sistemátic­a y agradezcam­os cada cosa que recibimos”.

Hoy sé que la gratitud y la abundancia son sinónimos. Agradecer es el arte de ver que, teniendo lo esencial, ya lo tenemos todo. Doy gracias porque no es tarde para comenzar, pues el fin de semana de Acción de Gracias aún no ha terminado. ¡Visítame en Facebook y cuéntame lo que agradeces hoy!

En Facebook, “90 días: una jornada para sanar”

90 DÍAS es una columna que se publica en domingos alternos. Busca la próxima el 13 de diciembre.

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PRACTICAR LA GRATITUD. La contrapart­e ha sido la oportunida­d única de meditar en el

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