Por Dentro

Carta del editor Austeridad

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Probableme­nte “austeridad” no sea la palabra más apropiada para empezar una carta en pleno inicio de la época navideña, pero seguro que si escribía “gozo”, “alegría” o “fiesta” usted pasaría la página de largo y ese no es el propósito. Hace unos días, nuestro subdirecto­r general, José Luis Santa María, preguntó a los editores qué se entendía por la palabra austeridad, pues tenía la percepción de que ésta tenía una carga esencialme­nte negativa cuando no necesariam­ente debía ser así.

Austeridad implica -argumentó- eficiencia, si se entiende como la capacidad de hacer lo mismo o más con menos recursos, lo cual, ciertament­e, no tiene nada de malo.

Por supuesto que hablábamos del panorama actual -ahora, en tiempo presente- de la economía del país, visto no como algo etéreo, distante y ajeno, sino como algo tangible, cercano y que compete a cada individuo desde su respectiva realidad. Entonces, salí de esa reunión con la idea de aprovechar esta carta para plantear la idea de si será posible ser feliz en la austeridad.

Aclarando que no es mi interés ser escritor de autoayuda ni mucho menos asesor financiero, me atrevo a decir que sí, que se puede ser feliz en la austeridad, porque esta palabra significa -si acudimos al mata burro- “severidad y rigidez en la forma de obrar o vivir, así como la cualidad de poner en práctica la sobriedad, la ausencia de adornos”.

¿Y qué es esto sino vivir con la verdad, de manera honesta, siendo sinceros con nosotros, libres de apariencia­s, sin buscar impresiona­r a los demás?

Vivir así puede producir grandes dosis de felicidad. Se puede ir por la vida livianito, casi flotando, sin fruncir el ceño. Y si podemos ser felices en la austeridad, y podemos ser felices en la Navidad, entonces podemos vivir la Navidad en austeridad.

Esto me lleva a recordar una conversaci­ón que tuve hace poco con mi primo Pedro Ríos, en la que compartíam­os memorias de nuestra abuela María Luisa Monroy. Sobre todo hablábamos de la época navideña, cuando ella se ocupaba de tenerle un regalito a cada uno de sus nietos, que éramos una veintena, a pesar de sus limitados recursos económicos. No eran nada lujosos; podían ser un pañuelo o un par de medias, pero a nadie le faltaba su presente. Envuelto cada uno en un modesto papel, sin cajas, ni cintas de colores brillantes, borlas ni moñas, solo papel y cinta adhesiva, con el nombre escrito a mano en el papel. (Me van entendiend­o... austeridad).

Y ven, muchos años después de aquellas navidades y muchos años después de su deceso, los regalos de Abuelita Yúa, como le llamábamos, forman parte esencial de nuestros recuerdos más felices de Navidad.

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