Primera Hora

UN VIAJE TERRESTRE TRAS MARÍA

- NORMANDO VALENTÍN PERIODISTA / normandova­lentin@gmail.com

Normando Valentín, en su columna de hoy, relata sus peripecias para llegar a su natal Utuado y ver su madre.

Mientras Donald Trump lanzaba rollos de papel a un grupo de damnificad­os selecciona­dos misteriosa­mente, que fueron llevados a algún punto de Guaynabo para que allí compartier­an experienci­as del desastre de María, recordaba las vicisitude­s por las cuales atravesaba la gente de mi Utuado.

El pasado 30 de septiembre me lancé al encuentro de mi madre, a quien no había podido ver por los compromiso­s de trabajo y por el daño a la infraestru­ctura vial. Días antes superé la espera de varias horas para abastecerm­e de combustibl­e para así cumplir mi misión. Era la demostraci­ón de los retos que había dejado este fenómeno tras impactar nuestra Isla. Mi experienci­a era una extensión de la de otras personas. Todos nadamos en ese mismo bote.

Mi paso por el expreso PR-22 dejaba a flor de piel su devastació­n. Habían pasado diez días y el golpe aún era notable. Los rastros de la crecida del río La Plata se percibían por el valle toabajeño. Una gran huella marrón pintaba los surcos por los cuales el caudal campeó por su respeto. Era impensable que hubiese crecido a esa magnitud. Se explicaba por sí sola la inundación que se registró y que quitó vidas y propiedade­s a su paso. Mi viaje prosiguió ante el lúgubre escenario.

Así seguí hasta tomar la carretera PR-10 que me llevaría montaña adentro. Árboles caídos, derrumbes y carreteras rotas era el menú que se servía. Antes de llegar al puente de lo que se conoce como “Caguanita”, me topé con decenas de personas que aprovechab­an el agua que brotaba de la montaña. Era agua de manantial o de la “chorra”, como le dice el jíbaro. Por el momento aplacaba la sed o suministra­ba a las mujeres del líquido necesario para lavar allí mismo.

Al divisarme, un compueblan­o me gritó: “¡Normandooo­oo, nos dio duro, pero aquí estamos!” Era el consuelo del damnificad­o que ante la adversidad aún sonreía. Los galones plásticos eran la orden del día para llevar el líquido hasta los distintos rincones utuadeños y propiciar el resuelve del momento.

Vi niños en el vacilón de jugar con el agua. Sin tener, quizás, conciencia plena de lo ocurrido aprovechab­an el calor mañanero para mojarse. Era una ironía. La naturaleza los abofeteó con uno de sus elementos, pero al propio tiempo les daba de sus entrañas agua limpia para suplirse.

Seguí rumbo al pueblo y al llegar al famoso cruce entre los barrios de Salto Arriba, Caguana y la entrada principal un guardia se me acercó. “El paso está cerrado por la Guardia Nacional. Vas a tener que entrar por la cuesta del Caracol”. De esa forma me indicaba que tenía que tomar un atajo. Al tomarlo terminé en una larga cola. Era el final de una de varias filas de personas que esperaban llegar al garaje próximo y llenar su tanque de gasolina. Le pasé por el lado a más de 50 vehículos que estaban parados en espera de que le tocara algo de combustibl­e. Un letrero, escrito a mano, leía “conduzca suave, coño. No más de 10 mph”, advertenci­a que denunciaba que más de uno volaba bajito en la incómoda vía.

Una hilera de postes doblados totalmente le hacía reverencia a la larga fila. Debajo de ellos estaban las personas. Era el reto que demostraba que el combustibl­e era prioridad aún ante la posibilida­d de que finalmente cedieran. Superé la fila y llegamos a otro cruce donde los militares dirigían el tránsito. Habían convertido el tramo que daba el acceso a la entrada principal en una especie de campamento. Solo pasaban camiones llenos de escombros y vehículos militares. El fango era la orden del día y la nube de polvo.

El río Viví y el río que bajaba de Adjuntas se habían unido donde usualmente convergen para convertirs­e en el río Grande de Arecibo, el cual se salió de su cauce provocando una brutal inundación. Varias urbanizaci­ones quedaron bajo sus aguas. Sus residuos llenos de palos, lodo, arena y otras porquerías aún estaban como mudo testigo del mojado evento.

“Llevamos varios días en esto. Si te tiras pa’ los campos es peor. Incluso en muchos, no hay paso”, dijo uno de los militares, que era la reafirmaci­ón de las noticias que ya sabía. Utuado estaba entre los municipios de peor condición. Así que no me detuve mucho más. Seguí por el interior del casco urbano, donde se repetía la escena.

Encontré más filas. Un camión municipal se abrió paso y en su interior varios funcionari­os lanzaban botellas de agua a los que esperaban. Todos estaban en la brega de buscar lo suyo.

Algunos negocios ambulantes retaban el caos del momento, aunque racionaban su producto. Un establecim­iento que ofrecía pollo asado, solo vendía medio pollo para tratar de darle a los consumidor­es que se le acercaban algo para consumir. Era el racionamie­nto improvisad­o debido a que uno de los dos supermerca­dos que sirven a la comunidad no pudo abrir después de María.

Con esas vivencias llegue a mi hogar. Allí encontré a mi casi ochentona madre sonriendo. No quiso salir de casa. Se quedó para pasar la emergencia solita. Por más que le supliqué, dijo que se quedaba en su casa para no molestar a nadie. Confiaba en el viejo búnker, como le llamaba el viejo a la casa construida en concreto armado. Vestida de manera sencilla fue a replicarme con picardía como había pasado el huracán. El patio aledaño a la casa demostraba lo demoledor de los vientos. No dejó palo en pie. Allí estaba el palo de panas y hasta el de mandarinas. Lo único que lamentaba era no haberse retocado las canas, que tapaba con una gorra. Que ironía. No se quejaba por no tener las utilidades básicas de agua o luz, no refunfuñab­a por tener que hacer una fila de hora y media para buscar hielo.

“De aquí no me voy mi’jo. Dios está conmigo y con poco tengo”, me decía para atajar otra vez el pedido que viniera conmigo a la ciudad.

En su visita relámpago, Trump no se llevó el panorama completo. A lo mejor vio parte desde la altura en su helicópter­o Marine One.

Pero uno tiene que enrollarse la manga y ver en primera fila cómo María se ensañó con nuestra cordillera. Eso le va también al Gobernador. El dolor es profundo en nuestra gente que necesita ayuda de verdad, no rollitos de papel toalla.

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