Guerra y paz
nada significativo ni relevante. A esta aparente apatía se une el impacto sostenido, y en algún aspecto creciente, de la guerra entre Israel y Hamás, que además de haber generado una opinión mundial muy polarizada en torno a conceptos como la legítima defensa y el uso desproporcionado de la fuerza, empieza a tener consecuencias económicas graves al alterar el flujo comercial a través del estrecho de Bab el Mandeb, el mar Rojo y el acceso al canal de Suez.
Existe una presión creciente sobre Israel para que acuerde un alto el fuego al que Israel se niega; unas recomendaciones firmes de su principal aliado para que disminuya la frecuencia e intensidad de las acciones y cambie sus procedimientos para garantizar el mínimo daño colateral; y, en fin, una cólera creciente en el mundo árabe y musulmán de todo el mundo y en las minorías de esa confesión que residen en terceros países, muchos de
ellos vecinos y socios nuestros.
El mundo está en crisis y no solo en las zonas de conflicto que vemos en pantalla de forma recurrente. Otra zona que nos afecta de forma directa –y que pasa prácticamente desapercibida– es la franja saharo-saheliana. La inestabilidad que padece esa zona es producto de la inexistencia de legitimidad del ejercicio del poder y de la carencia de adecuadas estructuras de seguridad en países como Mali, Burkina Faso, Níger o Chad. Estos, además, se ven afectados gravemente por el impacto del terrorismo yihadista que padecen en todas sus variantes (Daesh, AQMI, JNIM, Boko Haram…).
La violencia, la inseguridad y la proliferación de tráficos ilícitos se extiende como una mancha de aceite a los estados vecinos de aquellos que se ven afectados por el ataque yihadista, creando una zona de inestabilidad de proporciones difíciles de abarcar. Masacres que pasan