20 Minutos Sevilla

BALADAS DE AMOR Y AMISTAD EN LAS TRINCHERAS DE BAJMUT

Lesha, Sergiy y un joven conocido como El Profesor relatan con una naturalida­d estremeced­ora su día a día en uno de los frentes de la batalla más sangrienta de la guerra

- Desde Bajmut @olha_kosova

El paisaje de aquella tarde parecía haber sido entonado cientos de veces en canciones populares; también podría haber sido el comienzo de una novela típica ucraniana: una pequeña cabaña, un cerezo en flor, los últimos rayos del sol primaveral fundiéndos­e lentamente en el horizonte. Dos chavales de unos 27 años se sientan en la hierba del patio, fuman, ríen y cantan sobre el amor de un mexicano por una joven misteriosa llamada Lucía. «Creyó en el amor hasta el final». Es una barbacoa normal y corriente, acompañada por música country y el eco sordo de las ‘llegadas’ (de bombardeos), las salidas y los disparos lejanos de los AK-47.

Estoy aquí por una llamada de Lesha, barman en la vida civil y, desde marzo del año pasado, militar de las fuerzas antiaéreas. Este invierno nos juntó el destino en Konstianty­nivka, una ciudad satélite de Bajmut, escenario de las batallas más sangrienta­s de esta guerra. «¡Hola, tía! ¿Cómo vas? ¿Has desapareci­do? Me voy a casar, que lo sepas. Estoy cerca de Bajmut», me dijo un día por teléfono.

Un par de días después, un Daewoo Lanos averiado con la música a todo trapo me transporta desde Kramatorsk. «Este es mi kum (una expresión que se refiere al «padrino de los hijos»)», me dice Lesha sobre su amigo al volante. El padrino se llama Sergiy, acelera el coche peligrosam­ente y bromea sobre la vergüenza de morir en un accidente de coche en plena guerra.

—Mira a la izquierda. ¿Recuerdas la base donde nos conocimos? La destruyero­n hace un par de días y alguien ha puesto velas encendidas –me dice Lesha.

Nos detenemos y me quedo mirando un par de minutos las ruinas del edificio donde, en una noche fría de febrero, después de un viaje a Bajmut, Lesha había intentado animarme con baile y sushi. De repente, aquellas ruinas me duelen: ¿y si aquel cohete

hubiera impactado un par de meses antes? El lugar donde viven los chicos nos recibe con bombardeos cercanos. En unos segundos estamos en el sótano.

—¿Cuándo podemos salir? –pregunto con impacienci­a después de pasar allí apenas diez minutos.

—Dínoslo tú. No solemos bajar al sótano. Aquí la que tiene miedo eres tú –me dice alguien entre risas desde la penumbra.

La voz pertenece a un tipo de unos 25 años con gafas al que apodan El Profesor, el tercer miembro de la tripulació­n de su cañón antiaéreo.

Aquella noche, la guerra parecía una aventura: nos escondíamo­s de los drones rusos en la más absoluta oscuridad y escuchábam­os el sonido de los Grad, los lanzacohet­es múltiples. Para mí, las noches de primavera de la región de Donetsk

olerán siempre a los árboles de lila y cigarrillo­s. Estuvimos un rato en silencio, pero más tarde le pregunté a Lesha:

—¿Por qué llamas «padrino» a Sergiy? No tienes hijos, ¿verdad?

—Porque los que tienen familia e hijos tienen algo por lo que sobrevivir. Nosotros aún no tenemos ni familia ni hijos. Le dije: «Volverás y serás mi padrino. Cuando lleguemos a casa, bautizarás a mis hijos».

En las posiciones

«Respira, vamos, inspira y espira», me decía Sergiy, cogiéndome la mano. Me senté e intenté apretarme más contra el suelo de la trinchera. Aquí, ya fuera por el frío del sótano, por la repentina descarga de adrenalina en mi torrente sanguíneo o por la falta de sueño normal, no podía dejar de temblar y castañear los dientes. Nuestro día empezaba a las cuatro de la madrugada: teníamos que llegar a la posición sin que nos vieran los drones rusos. Los soldados duermen poco, por eso, su dieta básicament­e consiste en bebidas energética­s y nicotina. Pero aquel amanecer con vistas a la región de Donetsk mereció las horas de sueño sacrificad­os, su belleza borró todos los miedos que había experiment­ado por la noche. En este lugar no había la monotonía gris de guerra, ni incendios ni carreteras rotas.

Sale el sol y vemos espesas nubes sobre Bajmut y la zona de Chasovyi Yar, que en realidad eran humo de las ‘llegadas’. La artillería no se detiene. Por segunda hora consecutiv­a, oímos muy de cerca el aterrador ruido sordo de los proyectile­s que impactan en las posiciones enemigas. Al mismo tiempo, siguen las respuestas rusas con los Grad.

Ya fuera por el interminab­le bombardeo o porque no había nadie más en la trinchera, de repente no estábamos de humor para bromas. Sergiy me cuenta que había ido a defender a su patria, no porque no tuviera más remedio, sino porque no podía hacer otra cosa. «Cierras los ojos y sueñas, vuelan los instantes, y estás aquí otra vez», dice.

Le molesta la indiferenc­ia ante el infierno de los ucranianos que se han ido al extranjero y siguen con su vida, mientras que aquí no hay nadie que les sustituya. Le duele la distancia que les separa de la vida pacífica y el sentimient­o de haber sido olvidados. Me cuenta las ganas que tiene de volver a casa. Y habla del miedo a volver a un país donde nada cambiará, un país con sobornos y con policía corrupta. El bombardeo va remitiendo poco a poco mientras el día se apaga. El sol se despide de la tierra con sus últimos rayos mientras regresamos a casa. Los fuegos de esta guerra no han podido quemar los sentimient­os de amor, lealtad y amistad en estos frentes.

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OLHA KOSOVA Sergiy y El Profesor, en una de las trincheras de uno de los frentes de Bajmut.
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OLHA KOSOVA

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