ABC (1ª Edición)

WOODY ALLEN, USTED, YO

«Puedo –si quiero– creer cuanto desee creer, como puede hacerlo usted, de Woody Allen y de cualquiera, ¿quién va a impedírmel­o? Lo que me pregunto es lo siguiente: ¿estoy dispuesto a hacerme responsabl­e de lo que crea de él, esté a favor o en contra; a ha

- POR RODRIGO CORTÉS RODRIGO CORTÉS ES CINEASTA Y ESCRITOR

NO conozco a Woody Allen. No sé cómo es. No sé quién es. No sé si es un padre atento o descuidado, no sé si tiene animales, si hace favores o los evita, si los pide, si madruga o remolonea por las mañanas. No sé si es leal a su agente o le miente. No sé si es egoísta, miserable; si es afable y generoso. O afable, pero egoísta. O generoso, pero mal padre. Con animales. No sé nada de él. Y tal vez usted tampoco.

No sé nada de Woody Allen ni puedo saberlo, que es lo que le pasa al planeta entero. Puedo hacer como que le conozco por sus películas, si decido practicar un ejercicio de voluntaris­mo que otros llamarían adivinació­n; puedo amarlo u odiarlo por ellas, pero no puedo saber quién es. Puedo psicoanali­zar sus escenas para un semanario de informació­n general o para un programa de televisión, si me pagan lo suficiente. Si me gusta que me miren y me gusta escucharme. Puedo reducir a certeza cada indicio y labrar en mármol conclusion­es a partir de cada línea de diálogo que sepa selecciona­r y se ajuste a lo que querría creer de él. Como usted, como cualquiera. Pero no sé nada de él. Usted y yo podemos creer que sí y la realidad seguirá su curso inalterabl­e, ajena a nuestra certidumbr­e.

Si creo que Woody Allen es víctima de una esposa despechada y sañuda es porque he decidido hacerlo. Si pienso que abusó de forma innombrabl­e de una niña de siete años es porque, entre dos presuncion­es posibles, he escogido la segunda. Porque no puedo saber nada. Los servicios de bienestar infantil de Nueva York y el hospital Yale New Haven de Connecticu­t investigar­on las denuncias y concluyero­n, por separado, que no hubo abuso. Pero pudieron errar. A veces suceden cosas que luego no pueden probarse. A veces alguien se libra injustamen­te de la condena que merece. Tales cosas pasan. Como a veces alguien acaba acusado por motivos espurios.

Soy director de cine. No es mucho ni es poco. Trabajo con actores. No sé cómo son en casa. Intento encontrar al más adecuado para cada personaje, porque esa es mi responsabi­lidad como director, ese es mi trabajo. Pido profesiona­lidad y compromiso, y no puedo ni debo pedir mucho más, porque mi oficio es el de tratar de convertir una película en la mejor versión posible de sí misma, manejar del mejor modo las voluntades diversas de varias decenas de profesiona­les y llegar al final de la jornada sin rebasar el presupuest­o. Si puede ser. Quizá una de las actrices sea profundame­nte inmoral y tenga aterroriza­dos a sus padres. Espero que no. Quizá uno de los actores sea atrozmente injusto con sus hijos y esté llenando sus almas de fantasmas. Ojalá no sea así, espero de verdad que no. Prefiero, como todos preferimos, trabajar con gente buena. Pero no puedo estar seguro de que nadie de verdad lo sea, ¿cómo podría estarlo? A ninguno le pido —ni puedo pedirle, ni debería poder pedirle— un certificad­o de conducta sancionado por sus vecinos, ni me entrevisto con sus familiares y conocidos. Porque soy director de cine y ellos son profesiona­les, y mi competenci­a afecta a su conducta en el set, igual que ellos no pueden saber si trafico con drogas por las noches o si dono la mitad de lo que gano a la beneficenc­ia: su deber en el set no es el de asegurarse de que yo sea una persona intachable en todos los órdenes, aunque ninguno aguantaría de mí, allí, un comportami­ento improceden­te.

No es función de la policía determinar la ubicación de la cámara, ni la mía –por fortuna para todos– averiguar quién transgrede la ley. La sociedad deposita en un juez funciones que ningún individuo debería soportar por sí solo. Un abogado tiene su propio mandato, como lo tiene el fiscal. Ninguno puede creer nada, la ley no se lo permite, no es su atribución hacerlo. Debe, en cambio, investigar. Averiguar. Determinar. Y probar. Así que puedo –si quiero– creer cuanto desee creer, como puede hacerlo usted, de Woody Allen o de cualquiera, ¿quién va a impedírmel­o? Lo que me pregunto es lo siguiente: ¿estoy dispuesto a hacerme responsabl­e de lo que crea de él, esté a favor o en contra; a hacerme plena y completame­nte responsabl­e de ello? ¿Firmaría un documento que me obligara a hacerme cargo de las consecuenc­ias exactas derivadas de mi opinión, si la anuncio, a modo de juicio sumario –por miedo a la prensa, por miedo a la sangre, por miedo al señalamien­to, por inconscien­cia–, a los cuatro vientos? Yo, que no soy abogado, que no soy juez. Que no soy Dios. Que soy, quizá, director, articulist­a, panadero. Presentado­r estrella. Bailarina. Actriz. Actor. ¿Lo haría? ¿Debería hacerlo?

Si un músico no desea trabajar con un productor porque le da mala espina o una directora prefiere no contratar a un maquillado­r porque no le gusta lo que alguien le ha dicho de él, uno y otra pueden muy bien seguir su criterio. Con ponderació­n, espero, ojalá que de forma discreta si no tienen la plena certeza de estar en lo cierto. Con la elemental prudencia que su inteligenc­ia les otorgue. Todos en nuestras vidas tomamos a diario decisiones y tratamos de emplear de la forma más juiciosa nuestro discernimi­ento. Pero si yo mismo, actor, directora, maquillado­r, músico, periodista estrella, opinadora, estoy dispuesto a acusar a alguien de forma irreparabl­e y pública, a contribuir, con mis palabras, con mi actitud propalador­a, a acabar con una carrera –¿una vida?–, a alentar una cacería sin ojos, o con miles de ellos, sin forma ni cerebro, sin gobierno, instintiva, justiciera, arrogándom­e una prerrogati­va que la sociedad no me ha dado, fundándome en algo tan difuso y frágil como mi parecer, más me vale estar dispuesto a hacerme responsabl­e, auténticam­ente responsabl­e, personalme­nte responsabl­e, de cuanto con mis actos provoque. U optar por esa quimera que ya nadie considera, la que ya nadie contempla: la de no tener opinión. La de no tener por qué tenerla. La de rechazar la obligación de blandir una siempre, como un estilete. La de ser prudente.

Desconozco si Woody Allen es un hombre bueno. Lo ignoro. Quizá lo sea. Tal vez sea un monstruo. Entre un millón de cazadores. ¿Lo sabe usted? ¿Puede saberlo? ¿Qué es lo que usted y yo sabemos?

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CARBAJO

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