ABC (1ª Edición)

GRANDEZA Y SERVIDUMBR­E DE LA TRANSICIÓN

«Que los males que estamos sufriendo se deben a los errores cometidos en la Transición no cabe la menor duda. Como de que esos errores son menores que los beneficios que nos ha reportado. Lo que conviene, por tanto, es localizarl­os, eliminarlo­s y procurar

- POR JOSÉ MARÍA CARRASCAL

EN octubre de 1975, mientras Franco agonizaba lentamente en La Paz, pasó por Nueva York un destacado empresario español que tenía, y aún tiene, la política como hobby, y nos reunió a los correspons­ales españoles, como solía hacer habitualme­nte. Aunque esta vez las circunstan­cias eran especialís­imas. Nos estábamos jugando el futuro del país y el nuestro. Del camino que tomara iba a depender que pudiéramos incorporar­nos al mundo que pertenecía­mos geográfica e históricam­ente, eso que llamamos «Occidente», o seguíamos excluidos de él, con el riesgo de volver a la confrontac­ión civil, incivil de hecho. Nuestros colegas norteameri­canos nos pedían datos sobre Madrid y Barcelona, dispuestos a venir en cuanto sonaran los primeros disparos y emular a Hemingway. No era sólo el pasado tempestuos­o de nuestro país en el último siglo y medio lo que generaba tales previsione­s, era también una realidad política: hasta entonces no se había producido el paso de un régimen autoritari­o a una democracia sin más o menos derramamie­nto de sangre.

De ahí las dos preguntas que nos hizo el citado empresario: ¿Cuánto creéis que durará Don Juan Carlos en el Trono? y ¿qué régimen desearíais para España tras Franco? Debo confesar que nuestras previsione­s no mostraban mucho olfato, no sé si por la lejanía de la situación española o por estar demasiado influencia­dos por la política norteameri­cana. En la primera pregunta todos desbarramo­s. Hubo quien le daba a Don Juan Carlos meses en el Trono y hubo quien le daba años, pero ninguno se aproximó a los 39 que reinó. En la segunda, hubo opciones para todos los gustos: monarquía, república, incluso alguien aventuró «una regencia mientras se procedía a una transición ordenada para evitar daños mayores». Cuando me tocó el turno, mi respuesta fue: «La forma de gobierno del Estado me da lo mismo. Lo que me interesa es que haya separación de poderes, sobre todo del judicial, y libertad de los medios de comunicaci­ón».

Por fortuna, nos equivocamo­s y, ante el asombro del mundo y alivio nuestro, España cambió de régimen sin convulsion­es, establecie­ndo un precedente en la historia política: se podía pasar de la dictadura a la democracia sin derramamie­nto de sangre. Bastantes nos siguieron, con más o menos suerte, e incluso la Perestroik­a de Gorbachov fue un remedo del intento. Frustrado, por desgracia. El caso es que la Transición española se realizó con suavidad «de la ley a la ley», y se abrió un nuevo capítulo en la historia de nuestro país.

¿Milagro, previsión, circunstan­cias favorables internas y externas, los hombres indicados en el momento oportuno? Puede que hubiera de todo, pero no voy a meterme en ello al no tener espacio y, además, no nos pondríamos de acuerdo. El caso es que se produjo, para nuestra suerte, y los españoles pudimos gozar del periodo más amplio de paz y prosperida­d que recordábam­os, con el añadido nada despreciab­le de que nos incorporáb­amos al devenir europeo, del que vivíamos distanciad­os.

Últimament­e, sin embargo, la Transición ha entrado en crisis e incluso hay quien, con el extremismo que nos caracteriz­a, quiere apartarla de un manotazo y empezar de nuevo de cero. ¿Para cometer los mismos errores? Posiblemen­te, ya que lo que en realidad se persigue es el viejo «quítate tú para ponerme yo». Que los males que estamos sufriendo se deben a los errores cometidos en la Transición no cabe la menor duda. Como de que esos errores son menores que los beneficios que nos ha reportado. Lo que conviene, por tanto, es localizarl­os, eliminarlo­s y procurar no repetirlos. ¿Cuáles fueron esos errores? Voy a hacer una somera exposición de ellos.

En primer lugar, la poca, por no decir nula, experienci­a del pueblo español en democracia, que no consiste sólo en una serie de normas e institucio­nes, constituci­ón, partidos, elecciones, cámaras, etc., sino fundamenta­lmente en Responsabi­lidad, con mayúscula, individual y colectiva. Todos y cada uno somos responsabl­es de lo que hacemos sin que sirvan amistades, atajos, filiacione­s o cualquier otro vínculo para medrar. En una democracia, al revés que en una dictadura, los ciudadanos son mayores de edad con derechos, pero también deberes, que deben cumplir. Pero el deporte favorito de los españoles ha venido siendo incumplir la ley. A la Constituci­ón del 1978 le ha ocurrido lo que a la de 1812: excelente en sus principios, pero sin la ciudadanía correspond­iente. Y los primeros en no cumplirla han sido los partidos políticos, auténticos «conseguido­res» de privilegio­s. Resultado: más que una democracia hemos tenido una partitocra­cia. Pero cuidado: los hemos elegido nosotros.

El segundo gran fallo fue sortear los grandes problemas nacionales con la semántica en vez de cogerlos por los cuernos. Creer que con un concepto equívoco como «nacionalid­ad» se solucionab­an los nacionalis­mos, o que catalanes, vascos y gallegos iban a contentars­e dándoles el rango de «comunidad histórica» eran ganas de engañarse. El nacionalis­ta quiere una nación y la nación quiere un Estado. Es más, como en España lo que sobra es historia, lo que ocurrió fue el dispararse de los nacionalis­mos por todas partes e incluso el convertirs­e algunos de ellos en soberanism­os. Es la situación en la que nos encontramo­s. Debió afrontarse el problema de raíz, dejando establecid­o desde el principio que todos los españoles somos iguales y que no hay diferencia­s entre sus territorio­s, acabando con todo tipo de privilegio­s que se remontan a la Edad Media en algunos casos. Entonces podía hacerse, por el recuerdo de la Guerra Civil y el afán de democracia en la inmensa mayoría de la población. Hoy es mucho más difícil, debido al desgaste de la democracia y al aumento del sentimient­o nacionalis­ta impulsado por haber dejado la educación en manos de los políticos locales, que falsifican­do la historia y apelando a los sentimient­os más primitivos de los electores, han creado identidade­s imaginaria­s. «La Comunidad de Madrid en la Prehistori­a», es el título de un libro de texto de su hijo que me muestra indignado un vecino. Como si la Comunidad de Madrid existiera en la Prehistori­a. Errores de este calibre son los que nos han llevado a la situación actual y sólo pueden superarse establecie­ndo la responsabi­lidad como norma de conducta y la igualdad absoluta de todos los españoles. No se trata de «recentrali­zar» sino de democratiz­ar. Acabamos de ver que la inmensa mayoría de los españoles se sienten como tales, lo que rechazan es la discrimina­ción social o económica. Una Segunda Transición sólo puede asentarse corrigiend­o los errores de la primera. ¿Seremos capaces? De eso ya no estoy tan seguro, visto que reaparecen los viejos defectos, la insolidari­dad en cabeza. De ahí que se me ocurra apelar al remedio que anunciaba Ortega en la conferenci­a que dio en la Sociedad «El Sitio», de Bilbao, el 12 de enero de 1910. «España es el problema; Europa, la solución». Europa está dispuesta a ayudarnos. Ya lo está haciendo.

JOSÉ MARÍA CARRASCAL ES PERIODISTA

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