Más allá del abismo del mal
Entre todos los misterios que tejen la vida humana, el mal es un abismo en el que nos sentimos ahogar. Más aún cuando ese mal tiene que ver directamente con la decisión, libre o enloquecida, de una persona que estaba cerca, con un rostro y una historia que presumíamos conocer. Durante más de cuatro años la desaparición de Manuela Chavero ha permanecido como un enigma sin solución, tiempo suficiente para desalentar a cualquiera. Sólo la llama encendida de la espera en sus familiares, y la firme determinación de los investigadores de la Guardia Civil han soportado semejante periodo sin derrumbarse.
Hace pocas horas esa perseverancia encontró fruto, aunque sea tan amargo. Un vecino de Manuela, en la localidad pacense de Monesterio, ha sido detenido y ha confesado que la mató, sin que por el momento se conozcan muchos más detalles. El testimonio desgarrador de su hermana Emilia refleja el sinsentido y la náusea que este descubrimiento provoca. El asesino se cruzaba con ellas cada día, no era un desconocido, y a pesar de la fría coraza tras la que ha sabido parapetarse estos cuatro años, Emilia cuenta que, cuando se encontraban, bajaba la cabeza, quizá como un fugaz rastro de vergüenza.
La justicia humana, con sus pesos y medidas, con sus aproximaciones e imperfecciones, es estrictamente necesaria para la convivencia. Y sin embargo, en casos como este caemos en la cuenta de hasta qué punto es insuficiente para reparar y reconstruir el daño causado. Conoceremos más sobre este caso cuando los investigadores vayan devanando la madeja del crimen. Y probablemente nuestra estupefacción crecerá. La familia de Manuela necesita la verdad que la investigación ofrezca, pero necesita mucho más. Una justicia que no puede ser sólo la de este mundo. Necesita una compañía humana que le abra a un misterio más profundo y más definitivo que el del mal. Como decía un filósofo ateo, Theodor Adorno, la única justicia sería la de la resurrección.