Un gran Woody Allen y una gran «Patria» para zanjar la polémica
∑«Rifkin’s Festival» trata sobre las flores espinosas de la vejez y la serie basada en la novela de Fernando Aramburu, sobre las espinas floreadas del terrorismo
El Festival subió el telón de esta peculiar edición como si no hubiera un mañana, frase tópica pero que refleja la sensación de que proyectara ya los dos títulos que más curiosidad (o huroneo) mórbida y cinematográfica tenían de antemano, la última de Woody Allen, «Rifkin’s Festival», y la serie «Patria», que se servía ya muy zarandeada por la polémica de su cartel. También remachaba otra sensación: el valor del Festival al añadirle nuevos riesgos al que ya de por sí tiene su mera celebración. Un director despreciado (¿?) como Woody Allen y un retrato en carne viva (¿?) de la sociedad vasca cocinado y emplatado en el lugar y tiempo de los hechos.
La inauguración oficial era con «Rifkin’s Festival», una pieza que resume o rezuma una cantidad enorme del estado de ánimo de un anciano en plenas facultades para hablar de eso, de ser viejo, de estar lúcido y de seguir buscando «algo» en un territorio en el que no hay apenas «nada». Quizás no tendría la película el valor que tiene si no la hubiera hecho después de otra tan juvenil y primaveral como «Día de lluvia en Nueva York», además de que puede darse la circunstancia (tal y como está el mundo y las cosas) de que fuera la última de Woody Allen, aunque cualquier película de este hombre genial, de la primera a la última, es testamentaria.
En el diván del psicólogo
El aparente argumento es la estancia durante el Festival de San Sebastián de un tipo casi octogenario que porta todo el paquete vital y psicológico del propio Allen, aunque lo interpreta Wallace Shawn, algo menos viejo y más bajito que él, pero igual de titubeante, achacoso y mordaz.
El auténtico argumento es otro: una sesión de terapia de este hombre con su psicólogo, y en su diván arranca y termina la película, y lo que vemos es su recuerdo de esos días junto a su joven esposa, enamorada de un joven y presuntuoso director, su fascinación por una doctora española ante la que despliega su catálogo de enfermedades ficticias (genial, como siempre, su pirueta: un hipocondríaco profesional que quiere estar enfermo para poder visitar más a la doctora)…, y su ya notorio y envenenadillo elogio por los grandes maestros del cine europeo, que aquí enaltece de manera brillante incorporando a su historia y sus personajes escenas de películas de Bergman, Godard, Buñuel, Fellini…, son tan directas, sarcásticas, jocosas y conocidas, que no se debería ver en ellas ni un ápice de pedantería.
Lo serio, lo profundamente emocional y propicio para una digestión larga se lo dicen Wallace Shawn y la doctora Elena Anaya, que está maravillosa y sugerente; lo artificioso, pero jugoso, lo aporta su esposa, Gina Gherson, con su gesto de acabarse el tarro de la mermelada con el dedo, y el director francés y pomposo, Louis Garrel, un gran actor cuando sabe de lo que se está riendo.
«Rifkin’s Festival» Tras su aparente trivialidad, hay sabiduría, confesión y astucia de viejo tumbado en un diván
«Patria» Es un tajo en el cuerpo de medio siglo de gran parte de la sociedad vasca que deja al descubierto la degeneración de su alma
En fin, «Rifkin’s Festival» tal vez no sea una de sus obras maestras, y puede que escuchen y lean opiniones en este sentido, pero créanme si les digo que, tras su aparente trivialidad y su sencilla y luminosa asimilación, hay tanta sabiduría, confesión y astucia de viejo tumbado en un diván, que invita a sentir la confusión y el regustillo agridulce de ser humano y tener fecha de caducidad como un yogur.
En cuerpo y alma
En cuanto a «Patria», la miniserie de ocho capítulos creada por Aitor Gabilondo y dirigida (cuatro y cuatro) por Félix Viscarret y Óscar Pedraza, deshace la mala impresión que produce su cartel desde que empieza y hasta que acaba. La novela de Aramburu está ahí en cuerpo y alma, y «la película» es un tajo en el cuerpo de medio siglo de gran parte de la sociedad vasca que deja al descubierto la vergüenza de sus vísceras y la degeneración de su alma, envenenada de odio, silencio, disimulos, transigencia, miedos y comprensión ante el terror de ETA. Magníficamente
hecha, visualizada en su grisura, humedad y colmillo, con una carne actoral tan precisa y auténtica que ninguna imaginación lectora la podría mejorar, y con una potencia en las tramas de esas dos familias, la del verdugo y la de la víctima, que, cuajada de tragedia, drama y melodrama, propicia que cada final de capítulo apremie el principio del siguiente. Cada personaje, las madres, los padres, los hermanos…, hasta el cura felón, se explican con una rotundidad que indigna, conmueve, proyecta y exige reflexión y postura, pero también termómetro y paracetamol.
Hay que suponer que a nadie le gusta ver sus miserias en la pantalla, pues aquí las tienen, y con ellas, la oportunidad de aceptar y «delatar» la falsedad de ese cartel que HBO ha puesto por ignorancia, por desvarío promocional o por malos consejos.