«El nacionalismo es la desgracia de este país»
El escritor analiza los efectos de la pandemia, aborda la situación política y habla de sus preferencias literarias
El Nobel de Literatura analiza los efectos de la pandemia, aborda la situación política y habla sobre sus preferencias literarias
Madrid está bloqueado por la nevada en el momento de hacer esta entrevista. No es fácil llegar a su casa, enmarcada en un paisaje que evoca una estampa siberiana. Mario Vargas Llosa nos recibe en un amplio despacho en el que las estanterías con libros ocultan las paredes. Mira por la ventana hacia el jardín y le muestra al periodista un pájaro en el exterior. Se sienta en un sofá y empieza a responder a las preguntas de forma directa y sin ningún circunloquio.
—La pandemia nos cogió a todos por sorpresa. ¿Cuáles van a ser sus consecuencias?
—La pandemia ha sorprendido a todo el mundo porque teníamos la impresión de que la ciencia y la técnica habían dominado la Naturaleza. Nos hemos llevado una gran sorpresa al descubrir que esto no era verdad. Hemos visto cómo lo inesperado podía llevarnos al abismo. Ahora nos estamos preguntando cómo, cuándo va a acabar esto y cuáles van a ser las consecuencias. El mundo va a salir muy distinto de cómo era cuando comenzó esta historia. Y además viene una crisis económica que va a afectar muchísimo. Hemos sufrido una sacudida muy brusca en lo que parecía un progreso hacia la prosperidad y la libertad. Todo esto nos ha dejado desconcertados. Y tal vez no sea malo encarar la realidad de una manera menos optimista.
—¿No le parece que el virus ha puesto en evidencia nuestra vulnerabilidad?
—No era cierto que la ciencia y la técnica dominasen la Naturaleza. Cuando termine esto, habrá que asumir ciertas responsabilidades sobre lo ocurrido y sobre cómo surgió el virus. ¿Fue China el lugar donde nació? ¿Por qué se ignoraron los avisos de los científicos que denunciaron la gravedad del asunto? Son preguntas que hay que responder. En un primer momento, hubo desconcierto y tal vez se perdieron meses. —¿Ha sacado a la luz esta pandemia la fragilidad de las democracias parlamentarias? ¿Están en peligro por la emergencia del populismo y el avance de los nacionalismos?
—Sí, están en peligro. Sin ninguna duda, el populismo es la enfermedad de la democracia. Por desgracia, no hay vacuna contra los populismos. Y lo ha demostrado Trump en Estados Unidos. ¿Quién iba a imaginar que este país iba a caer en manos de un populista que iba a degradar las instituciones hasta una «sudamericanización»? Era imposible imaginar el asalto de las masas al Capitolio rompiendo vidrios y golpeando policías. Estados Unidos era la encarnación de la democracia y, sin embargo, ha sucedido: hemos visto a las masas exacerbadas por el propio presidente.
Nada será la mismo en el país desde esta fecha. Afortunadamente nadie le ha seguido en esta locura salvo sus partidarios más fanáticos. La imagen de Estados Unidos ha quedado muy dañada. —Pero no deja de ser sorprendente que Trump ganara las elecciones en 2016, que todavía conserve un fuerte apoyo y que siga intentando desestabilizar la democracia…
—Creo que sus gestos están desprovistos de todo contenido, son los de un payaso. Las elecciones las ha ganado Biden. Pero no deja de ser desconcertante que haya tenido tantos votos. Yo espero que el «impeachment» prospere y que no pueda presentarse en las próximas elecciones. Yo he vivido muchos años en Estados Unidos, que es un país profundamente democrático. Pero Trump ha agitado el cotarro de una manera muy desconcertante. Esto demuestra que el populismo puede corroer incluso las democracias más firmes y asentadas.
—¿Van a salir fortalecidas las democracias tras la pandemia?
—La libertad es muy importante. La democracia ha ganado la sórdida batalla contra los regímenes totalitarios. Está claro que el comunismo no ha sabido ofrecer lo que prometía a tanta gente en el mundo que se embarcó en la causa. La conversión de China al capitalismo es la mejor demostración de eso. Al igual que la desaparición de la URSS. El comunismo está muerto y enterrado. Sobrevive en Cuba, Venezuela y Corea del Norte, países fracasados. Lo que ha quedado por desgracia no es sólo la democracia, también ha quedado la corrupción que azota Latinoamérica y África. Y ha emergido el populismo, que es una degeneración de la democracia.
—¿Está contaminada la política por el espectáculo?
—Desgraciadamente, la política está cada vez más en manos del espectáculo. Las ideas ya no tienen tanta importancia como tenían en el pasado. Y eso lo encarna Trump mejor que nadie. Ha personificado las contradicciones más increíbles. No le importaba decir una cosa y la contraria. Si eso ha ocurrido en la capital del mundo libre, ¿qué se puede esperar de las democracias más débiles? Todo esto es muy deprimente. Ya se sabía que las democracias son frágiles. Pero lo sorprendente es que ahora, cuando el comunismo se ha desmoronado, estamos viendo ese espectáculo de los estragos del populismo, sumados a los efectos de la pandemia.
—¿Cuál debería ser la estrategia para combatir el populismo?
—Hay que reforzar la democracia, que nos ha traído mejoras en las condiciones de vida y ha acabado con las injusticias sociales que sufría la población en el pasado. No hay que permitir que todo esto se desmorone por el contagio del populismo. En Latinoamérica han desaparecido las dictaduras caudillistas, pero las ha remplazado una terrible corrupción.
—¿No le parece impresentable el cainismo que ha aflorado en la vida política en nuestro país?
—Nadie puede estar contento, salvo los muy partidarios, de lo que está ocurriendo en España. La Transición fue algo maravilloso y abrió los ojos del mundo hacia España. La admiración fue enor
me. Y durante cuatro décadas, gracias a la inteligencia de los dirigentes políticos, la convivencia fue ejemplar, hubo una etapa de gran prosperidad. Nadie pensó que España podía adaptarse tan rápidamente a la democracia y la libertad después de tantos años de régimen autoritario. Hubo una gran sensatez desde la derecha a la izquierda para redactar una Constitución y establecer un sistema que permitió la coexistencia de todos. Pero nada de eso está garantizado. Tenemos una situación muy precaria. Y además la crisis económica que va a dejar como herencia la pandemia puede afectar la estabilidad de las instituciones. Veo con mucha preocupación lo que está ocurriendo.
—¿Qué es lo que ha cambiado?
—Una de las cosas que observo es que el PSOE ya no es el de la época de Felipe González. González y Aznar hicieron algo admirable: reunieron a todos los sectores sociales de la izquierda y la derecha en sus partidos. Y eso contribuyó a garantizar la democracia, la libertad y la prosperidad. Pero eso se ha roto. El PSOE ya no es lo que era. Es difícil entender lo que ha ocurrido en el socialismo que ahora lidera Sánchez. Pero la derecha tampoco es la de Aznar. Ha surgido una extrema derecha. Y, además, hay una extrema izquierda en el poder.
—¿Explica este cambio un factor generacional?
—Yo no creo en los cambios generacionales. España estaba bien y ahora ya no está bien. Ha habido un movimiento de izquierda muy fuerte, encabezado por Pablo Iglesias, que es un personaje muy interesante porque, contrariamente a lo que se dice, no ha engañado a nadie. Él había anticipado todo lo que está tratando de hacer en el Gobierno. Siempre estuvo contra la Monarquía y siempre dijo que quería convertir a España en una República. Siempre estuvo a favor de las nacionalidades y de acabar con el modelo de una España integrada. Yo no quiero que España sea eso. Esa España de la Guerra Civil ya no existe. Es una nación mucho más moderna y democrática. Tengo la esperanza de que las fuerzas democráticas resistan. Pero es clarísimo que los nacionalismos han sido la desgracia de este país. Hay nacionalistas que parecían muy moderados, pero no hay moderación con el nacionalismo, que, a la corta o a la larga, es incompatible con la democracia. Eso se ha visto en la historia y lo estamos viendo en España hoy.
—¿Está pagando el Gobierno un peaje por su alianza con los nacionalistas?
—Los nacionalismos son incompatibles con la democracia, la libertad y, sobre todo, con la prosperidad. Pero España tiene la suerte de formar parte de una Europa que se está construyendo, con la excepción del Brexit, que es una gran desgracia, sobre todo, para Inglaterra. En Europa se está fraguando algo que le permitiría estar presente en ese futuro que se van a repartir Estados Unidos y China. Pero los nacionalismos son incompatibles con ese proyecto, no van a permitir que salga adelante. Es muy importante que Europa, la tierra donde nació la libertad y la democracia, esté presente en ese futuro de la humanidad.
—¿Ha disminuido en España la confianza en el proyecto europeo?
—Europa cojea por España, que parecía uno de los países donde la idea europea había prendido con más fuerza. No había ningún rechazo al proyecto europeo ni en la derecha ni en la izquierda. Y, sin embargo, los nacionalismos son la negación de la creación de Europa. Me pregunto cuál sería ahora la situación de España si no formara parte de la Unión Europea. Sería terrible. El Gobierno está obligado a ser muy prudente, ya que es el único en Europa que tiene ministros comunistas. Esto provoca una preocupación, pero Europa es una gran garantía para los españoles democráticos porque no va a permitir que en su interior surja algo tan antagónico y tan distinto. En este sentido, hay una cierta tranquilidad de cara al futuro, si es que podemos superar la crisis monumental que va a dejar esta pandemia.
—¿Le preocupa el independentismo catalán?
—Yo viví cinco años en Cataluña. No la reconozco hoy respecto a la que conocí en los años 70. Parece mentira decir esto, pero el nacionalismo casi no existía entonces. Era muy minoritario y marginal. Lo que había era una gran esperanza con la democracia que venía. Existía la idea de que la cultura iba a ser la gran protagonista del cambio. Lo extraordinario es que el nacionalismo tenga ahora una presencia tan poderosa.
—¿Qué responsabilidad han tenido los partidos nacionales?
—Han sido muy irresponsables. La actitud de Sánchez está siendo similar a la de los gobiernos de derecha. Pensaban que podían utilizar el nacionalismo en beneficio propio y han cometido
unos errores tremendos al hacer concesiones, sobre todo, en el campo de la educación. Ha sido un suicidio entregar la educación a los nacionalismos. Fue un disparate total. La integración de una sociedad depende en gran parte de la educación. Si se les da a los nacionalistas la responsabilidad de la educación, ése es el principio del fin. —¿Es irreversible este proceso?
—Hay que intentar recuperar la educación que ha sido entregada de forma irresponsable al nacionalismo. Hay que ir hacia una educación integral como la que existe en Francia, que es la razón de su unidad. —¿Cómo valora la supresión del castellano como lengua vehicular en la «ley Celaá»?
—Es para reírse. En el país donde nació el español, resulta que no se puede hablar en español. Esa ley es un disparate absoluto. Es la negación de la realidad. ¿Cómo se puede negar que el 90% o el 95% de los españoles hablan español? El futuro del español está absolutamente garantizado en el mundo salvo en España. Es realmente extraordinario y completamente absurdo que una ley de educación prive a los ciudadanos de la lengua nacional, de una lengua que se ha extendido por el mundo sin que ningún Gobierno, por cierto, haya hecho nada para su expansión. El español se ha ido imponiendo y expandiéndose por su propia fuerza y dinamismo. Hoy lo hablan 500 millones de personas. Esa ley va a durar lo que dure este Gobierno y nunca va a poder implementarse del todo. Siempre habrá personas y familias que, como en Cataluña, quieren que se cumpla la Constitución y acuden a los tribunales para exigir las horas de docencia en español a las que tienen derecho. —Cambiando de tema, ¿comparte usted la idea de Sartre de que la literatura debe obedecer a un compromiso político?
—Sartre fue muy importante para mí. Dedicarse a la literatura parecía un disparate, un absurdo, para los jóvenes de hace 60 años que teníamos una vocación literaria. Sartre decía que la literatura es útil, educa a las personas, aparte de satisfacer una vocación personal. Defendía que a través de la literatura se podía hacer política, transformar la realidad. Y, por ello, fue muy importante. El existencialismo de Sartre, Camus y Beauvoir nos influyó mucho. Se preocupaba de los problemas concretos y nos dio una justificación para hacer literatura.
—¿Hay, pues, un vínculo entre política y literatura en los escritores latinoamericanos de su generación?
—La literatura estaba muy vinculada a la política. Para escribir, se necesitaba libertad. Las dictaduras siempre han establecido sistemas de censura y control del pensamiento. Escribir era entrar en conflicto con los regímenes políticos. Y había una literatura que aborda los problemas que vivíamos a diario. Nosotros leíamos a los franceses, a los ingleses, a los italianos y eso daba un gran universalismo a la literatura latinoamericana. En cambio, era muy difícil en esa época leer libros colombianos o ecuatorianos. Eso le dio a la literatura latinoamericana un carácter muy poco nacionalista.
—Usted vivió en París y está muy influido por la cultura francesa…
—Descubrí que yo era latinoamericano en Europa. Mientras estaba en Perú yo no tenía una visión de América Latina como algo integrado, con una problemática común. Yo tenía una pasión por Francia y fue, cuando llegué a París, cuando descubrí que nunca sería un escritor francés. Allí conocí a muchos escritores latinoamericanos y empecé a sentirme como un escritor latinoamericano.
—¿Conoció usted a Cortázar en aquella época?
—Yo conocí a Cortázar cuando estaba escribiendo «Rayuela». Y le veía con frecuencia. Me dijo una vez que no sabía lo que iba a escribir cuando se sentaba cada mañana a trabajar en la novela. Me dejó maravillado porque, cuando se lee, parece una novela muy compuesta y pensada. En cambio, yo preparaba muchos esquemas y muchas fichas antes de empezar a escribir. —¿Cuál es la relación entre historia y literatura?
—A través de la literatura la historia llega al gran público. Sobre todo, ahora, cuando han desaparecido los grandes historiadores que eran grandes escritores y la historia se ha vuelto algo muy técnico. La gran literatura del siglo XIX casi toda es histórica: Victor Hugo, Tolstoi, Dickens. Es una literatura muy pegada a la historia. Es cierto que la distorsiona, pero también la historia distorsiona seguramente la realidad. En América Latina, la literatura se inspira también en la historia. Eso explica la obra de Roa Bastos, Fuentes y García Márquez.
—Acaba de publicar un libro sobre Borges. ¿Qué opina de su forma de escribir?
—Siempre le he tenido mucha admiración por su magnífica prosa y su originalidad. Pero yo militaba en la izquierda y tenía vergüenza de lucirlo (entre carcajadas).
—¿Cuál es el libro favorito de todos los que ha escrito?
—Probablemente «Conversación en La Catedral». Le tengo mucho cariño porque me costó mucho escribirlo. Tenía una idea para describir Perú, pero estaba perdido. Escribía episodios, pero no sabía cómo engarzarlos hasta que un día se me ocurrió una conversación en la que salían otras conversaciones. También fue un trabajo enorme «La guerra del fin del mundo» porque era la primera vez que no escribía sobre Perú y además los personajes hablaban en otro idioma.
—¿Qué libro se llevaría a una isla desierta?
—Yo creo que a Flaubert. Compré «Madame Bovary» en La Joie de Lire, aquella librería de la rue Saint Severin, ya desaparecida. Yo descubrí el escritor que quería ser en la prosa de Flaubert. Aunque era un escritor comprometido, yo quería que la literatura fuera también una obra de arte y en este sentido, Flaubert fue definitivo. Leí su correspondencia en la que está documentada la escritura de la novela día a día durante los cinco años que tardó en escribirla. Ahí ve su lucha para conseguir una expresión que fuera original. Él creía que la palabra que sonaba bien dentro de la frase era la que tenía que poner. Pero yo creo más bien que es la idea lo que tiene que expresar la palabra, que debe ser comunicativa y a la vez tener un valor estético. También Faulkner tuvo una gran influencia sobre mí. —¿Qué supuso para usted el Nobel?
—Es una semana maravillosa que pasas en Suecia. Pero después el gran problema es que tienes que demostrar que estás vivo. Cuando ganas el Nobel, se supone que ya eres una estatua y estás muerto. El Nobel, además, implica una serie de compromisos sociales. Es un premio que te complica la vida, aunque, si tienes la suerte de padecer una pandemia (se ríe), tienes más tiempo para leer.