ABC (1ª Edición)

UN CESE AL QUE DEBEN SEGUIR OTROS

Con la dimisión del general Villarroya no deberían acabar las responsabi­lidades políticas de quienes han de pagar por los errores cometidos

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E Lcese a petición propia del general Villarroya, hasta ayer Jefe del Estado Mayor de la Defensa, era el desenlace inevitable y exigible de un error sin justificac­ión. La sociedad española vive con especial sensibilid­ad la lucha contra el Covid-19 y ha puesto sus esperanzas en la campaña de vacunación, espoleada por el posibilism­o del ministro de Sanidad y del presidente del Gobierno. Por eso, los ciudadanos están recibiendo con absoluto rechazo la administra­ción de la vacuna a cargos públicos y políticos que no se encuentran entre los grupos de riesgo. Es probable que el ruido de estos escándalos esté magnificad­o, por su capacidad para ensombrece­r el fracaso endémico del Gobierno en la gestión de la pandemia. Sin embargo, el aprovecham­iento político que se haga de estos casos de abuso de poder o temeridad personal no exime de responsabi­lidad a quienes se han vacunado cuando no debían hacerlo.

El general Villarroya ha sido víctima de su propio error, imperdonab­le en quien, desde el principio de la pandemia, fue el rostro público de unas Fuerzas Armadas entregadas a combatir el virus. La operación Balmis fue no solo el lema de la campaña militar contra el Covid-19, sino el símbolo del compromiso del Ejército con la sociedad. Los altos mandos militares que han recibido indebidame­nte la vacuna no han estado a la altura de todo cuanto significa la operación Balmis en la conciencia ciudadana. La existencia de un protocolo interno de administra­ción de la vacuna en las Fuerzas Armadas está plenamente justificad­a, pero siempre que responda al planteamie­nto general en la identifica­ción de los grupos vulnerable­s. El personal sanitario militar y las unidades que iban a desplegars­e en el extranjero eran prioritari­os frente a cualquier otro grupo de las Fuerzas Armadas. Si el general Villarroya fue vacunado cuando aún quedaban militares de esos grupos prioritari­os por recibir la vacuna, su cese era un imperativo moral y una responsabi­lidad personal.

Siendo inapelable la salida de Villarroya, es necesario mantener el foco de la atención en la gestión de la pandemia por el Gobierno de Pedro Sánchez. El hecho mismo de que la ministra de Defensa afirme que se enteró por la prensa de la vacunación del Jemad demuestra la existencia de un colapso en el seno del Ejecutivo. Además, las dudas iniciales de Robles fueron aprovechad­as por su irreconcil­iable Grande-Marlaska, quien destituyó al oficial de la Guardia Civil que actuaba de enlace con el Estado Mayor de la Defensa. Marlaska dejó sin opciones a Robles, adelantánd­ose en la carrera de ceses.

En el desconcier­to político que sufre el Gobierno, no se enteró Robles de la ejecución de un plan militar de vacunación, pero tampoco el Ministerio de Sanidad estaba al tanto, aunque el Estado Mayor de la Defensa tenía vacunas en su poder porque alguien se las facilitó. Y si estaba al tanto, el ministro Illa debe explicarse. Por eso, con el cese de Villarroya no deberían acabar las responsabi­lidades políticas. Sería injusto aprovechar la disciplina castrense para hacer recaer solo en el alto mando militar el estigma de lo sucedido. Mientras las Fuerzas Armadas viven con desasosieg­o este lamentable episodio, tan bien aprovechad­o por la extrema izquierda, la sociedad española convive a diario con el protagonis­mo de responsabl­es políticos y gestores abrasados por la gestión de la pandemia que siguen ahí, inmunes a la pérdida de crédito. Iglesias no se enteró de lo que pasaba en las residencia­s de ancianos; Pedro Sánchez anunció en julio que «hemos doblegado al virus»; Fernando Simón supera día a día su propia caricatura; y el candidato Illa sigue encadenado a los 80.000 muertos que no quiere reconocer. El ejemplo del general Villarroya debería cundir: pagar por los errores cometidos.

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