Cuidado con el loco
Tengo que agradecerle a Sánchez que haya sido capaz de provocarme el punto de indignación que necesitaba para salir al fin de la convalecencia. Que yo sepa no hay consejos terapéuticos establecidos para la rehabilitación de un articulista que haya pasado, como yo, tres semanas de dura pelea con el SARSCoV-2. Durante un tiempo pensé que el contagio no solo quitaba la afición por los alimentos fungibles, desprovistos del olor y el sabor que los hacen apetecibles, sino también el interés por los acontecimientos que afectan al mantenimiento del espíritu.
El desinterés con el que gestionaba la lectura de los periódicos o la audición de los programas informativos me hicieron temer que había entrado en un estado de desmoralización general incompatible con el ejercicio del periodismo. El reflejo platónico de las sombras que se proyectaban sobre las paredes de mi caverna, en plena lucha contra el virus, seguían trayéndome noticias de un país sin remedio en el que los ciudadanos hacen todo lo que pueden para sobrevivir a la gestión de políticos patanes que no tienen ni idea de cómo sacarnos de los múltiples líos que nos acechan.
En pleno ataque de desesperanza le dije a un buen amigo mío –que me ha reconfortado mucho con sus mensajes cargados de fatalismo hilarante durante estos días de enfermedad– que la lectura de la prensa empezaba a provocarme sarpullidos y convulsiones. Él me contestó: «La mejor prensa es la que arde. Acabaremos como don Quijote en Sierra Morena, en camisa, dando saltos contra las peñas y descalabrándonos para hacer méritos ante Dulcinea, a la que él ni siquiera conocía, que es lo que tiene más mérito».
La idea de acabar de esa guisa no me hacía mucha gracia, si he de ser sincero. La sierra es incómoda y en esta época del año hace un frío que pela. Yo soy urbanita y mediterráneo. Me llevo regular con los cantos rodados y las heladas nocturnas. Pero tenía que admitir que mi amigo tenía razón y que la metáfora del lugar al que nos lleva la gestión del Gobierno estaba bien traída. La democracia, con todas sus imperfecciones, es el sistema político que mejor compagina la seguridad y la libertad de los ciudadanos. Su fundamento es la transparencia, el respeto a las minorías, el equilibrio de poderes, la observancia del estado de derecho y la libre elección de líderes capacitados para resolver problemas comunes. Es decir, lo contrario a una serranía poblada de bandoleros y de locos que claman en camisón por ideales románticos que solo existen en su imaginación calenturienta.
Por eso me encoró tanto que Pedro Sánchez, paladín de la opacidad, censor de los discrepantes, sexador de jueces y fiscales, burlador de la ley, juglar del embuste y mentor de una partida de incapaces, el hombre que está bajo sospecha del comité de Venecia, del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y de la Comisión Europea, tuviera el cuajo de despedir a Donald Trump –tan zafio y ególatra como él– como a alguien que había puesto en grave peligro la democracia. No digo que no tenga parte de razón, desde luego, pero oírlo en su boca era casi lo mismo que escuchar de labios de Nerón que Roma está en llamas.
Sánchez es un hombre de muchos talentos, pero en lo que es un verdadero genio es en su capacidad para decir chorradas. Y para hacerlas, claro. El otro día le leí a Luca Constantini, que es un periodista muy bien informado, que Moncloa permite a Pablo Iglesias atacar a la Monarquía –que es tanto como desportillar la fachada de nuestro edificio democrático– con el único fin de ayudarle a aguantar en las encuestas.
Salta a la vista que le importa una higa el precio que haya que pagar por mantener con vida a los cómplices que le aseguran la aritmética parlamentaria necesaria para seguir en el poder. No se me ocurre una estratagema más típicamente trumpista de subordinación de los valores de la democracia a los estrictamente personales. Primero, yo. Luego, el caos.
Pincho de tortilla y caña a que Sánchez se comporta así porque se cree un bien necesario. Por eso mismo no hay que descartar que esté moderadamente loco.