La arqueóloga que se juega la vida por la civilización más antigua de América
Ruth Shady, directora de los yacimientos de Caral, en el valle de Supe en Perú, denuncia las amenazas de muerte que sufre por proteger este valioso patrimonio de los asentamientos ilegales
Uno de los primeros recuerdos de Ruth Shady (Callao, Perú, 1946) es una visita a Cantamarca, un yacimiento cerca de Lima. Tiene entonces siete u ocho años y, al llegar a casa, fascinada por los restos de aquella ciudad antigua, se lanza a escribirlo todo en su libreta, a dibujarlo. La niña, no hay duda, quiere ser arqueóloga, en parte por culpa de su padre, que le agita la imaginación a cada poco con historias de pasados legendarios. No sabe lo que le espera. Nadie lo sabe.
Uno de los últimos recuerdos de Ruth Shady es de hace unos meses, siendo ya una de las investigadoras más reputadas del país, reconocida internacionalmente, multipremiada. Suena el teléfono en su casa, y al descolgar escucha la voz de su abogado, algo inquieto. Le cuenta que le acaban de amenazar de muerte, que le han dicho que lo van a enterrar a cinco metros bajo el suelo, como a ella. En ese momento siente miedo, claro, pero no tanto como en 2003, cuando asaltaron su coche a punta de pistola y a ella le cayó una bala en el pecho. Aquel día tuvo suerte, porque las bombonas que llevaba con ella no estallaron.
Entre un episodio y otro hay más de seis décadas y una vida entregada a una pasión. Ruth Shady es hoy la guardiana de Caral, la civilización más antigua de América, un espectacular tesoro arqueológico situado en el valle de Supe, donde pueden verse edificaciones de hace cinco mil años. En los ochenta y seis kilómetros excavados hay veinticinco centros urbanos (entre ciudades, pueblos y aldeas), en los que encontramos multitud de monumentos y de huellas de lo que fue una sociedad pasmosamente avanzada para su época, precoz a más no poder, y que dio origen al quechua, nada menos, la lengua que usaban para comerciar.
Profesión de riesgo
Parece que no, pero proteger esa maravilla es una profesión de riesgo: hablamos de un lugar constantemente amenazado por invasores, que quieren apro
piarse de unos terrenos que en los últimos tiempos han sextuplicado su precio (el valor de una hectárea ha pasado de los seis mil dólares a los treinta y ocho mil), y que no dudan en acudir a la violencia. La situación, complicada de por sí, se ha agravado con la pandemia y la falta de vigilancia policial.
«Lo que hacen es invadir los sitios poniendo cabañas o metiendo maquinaria para hacer surcos y sembrar y de esa manera mostrar que ellos no son invasores, sino propietarios de esas tierras», relata Shady al otro lado de la pantalla.
Cada vez que eso ocurre ella y su equipo lo denuncian de inmediato, ya que la zona está registrada como bien cultural de la nación y está perfectamente delimitada. Ya han ganado varios juicios, pero el problema se repite constantemente y no hay recursos suficientes para tantos ataques. Además, por desgracia, está la inseguridad de los arqueólogos: «Por supuesto que los arqueólogos estamos preocupados, y los que están viviendo allá más todavía. Hace ya tres años que la Policía dijo que no había efectivos suficientes y que no podía darnos resguardo. Ahora nos han dicho que enviarán más policías a Supe. Y es cierto que van, pero no se quedan. Llegan y desaparecen».
En lo que va de crisis sanitaria ya han tratado de asaltar nueve sitios arqueológicos. De fondo, sostiene ella, laten unos intereses económicos oscuros, que quieren aprovechar la celebridad de Caral (Patrimonio de la Humanidad desde 2009) para levantar albergues turísticos, hoteles o restaurantes. «No son gente del valle. Serán del valle como cinco personas, pero detrás de esas cinco hay traficantes de tierras que están interesados en promover estas invasiones, para que luego ellos puedan comprar esos terrenos. Están en ese nivel, sin respeto por la historia, sin querer entender que destruir un sitio es como hacer desaparecer una parte de la historia que nunca más nadie va a conocer», denuncia.
Shady lleva trabajando en Supe desde el año 94, porque eso es una mina de hallazgos increíbles. Hay edificios de hasta treinta metros de altura, que han resistido, para sorpresa de los expertos, el paso del tiempo y los terremotos. Hasta allí, de hecho, se acercaron en su día unos ingenieros japoneses para investigar la tecnología antisísmica que utilizaron sus constructores, y ahora la van a implementar en su país. También hay anfiteatros, observatorios astronómicos e incluso pirámides, aunque lo que más le impresiona a ella es la integración de este pueblo con la naturaleza, el aprovechamiento respetuoso de los recursos. Una cierta armonía.
«Con Caral se inicia esa visión de respeto hacia los recursos naturales, el agua, la tierra. Actualmente, se ha perdido eso. Más allá de los yacimientos, la gente ocupa el valle. Y cuando el río tiene caudal grande se sale, porque ya no existe el bosque ribereño, que actuaba como una arquitectura que impedía que las aguas se llevasen las tierras. Lo han talado», lamenta.
Sin murallas
Pero hay más: «Yo creo que Caral no solamente es importante por su antigüedad, sino por todo ese mensaje que tiene para nosotros. Porque no solamente tuvieron cuidado con la naturaleza, sino también entre los seres humanos. Ninguno de los núcleos urbanos tiene murallas y, sin embargo, encontramos evidencias de relaciones interculturales con poblaciones de la costa, la sierra y la amazonía. Esa pluriculturalidad permaneció hasta la época inca».
En la actualidad se pueden visitar tres sitios arqueológicos de Supe: la ciudad de Caral, la ciudad pesquera de Áspero y Bichamba. En este último es donde han encontrado la clave del colapso de esta civilización: una gran sequía provocada por un proceso de cambio climático, allá por el año 2.000 a.C., a la vez que en Mesopotamia del Norte, una coincidencia que tiene intrigados a los expertos. Ahí, sugiere, hay un aviso para el mundo actual: la naturaleza siempre gana.
La idea es que más pronto que tarde se vayan incorporando más yacimientos al recorrido del público, y crear así un parque arqueológico y natural que ya tiene nombre: el valle de los orígenes de la civilización. «La materialidad que los arqueólogos recuperamos no se queda solo en nosotros, no queremos que se quede solo en el ámbito académico. Queremos que la población se identifique con el patrimonio», subraya.
Después de todo, ella sigue empeñada en construir buenos recuerdos para el futuro. ¿Vale la pena arriesgar la propia vida por esto, por Caral? «Para mí la dedicación no es un gasto, es mi vocación. Yo hago lo que me agrada: recuperar una historia», remata.