Los golpes que tumbaron a ADOLFO SUÁREZ
Se cumplen cuarenta años de la dimisión del primer presidente de la democracia, acorralado en varios frentes que le llevaron a tirar la toalla
Hace cuarenta años, Adolfo Suárez, el carismático presidente del Gobierno, presentó su dimisión porque consideró que había sufrido un desgaste personal irreversible que le imposibilitaba continuar en el cargo después de cinco años en los que, bajo su presidencia, condujo a España de una dictadura a una democracia plena. La «imagen que se ha querido dar de mí aferrada al cargo», el «importante desgaste sufrido» y las «descalificaciones globales, visceralidad o ataques personales», como manifestó en su discurso de dimisión, le condujeron a esa decisión y a decirle al Rey: «Señor, que me voy». Eduardo Navarro Álvarez, que tan cerca estuvo de él y al que escribió muchos de sus discursos y conferencias, lo conocía muy bien. A mí me entregó su relato de memorias de esos años que edité y prologué en un libro –«La sombra de Suárez»– publicado en 2014 por la editorial Plaza y Janés. Ahí se encuentran muchas de las claves de los hechos acaecidos en esos años y las razones que llevaron al presidente Suárez para dimitir de la presidencia del Gobierno.
La labor que Suárez y sus equipos ministeriales realizaron en esos cinco años fue ingente y, visto con nuestra mirada de hoy, resulta casi incomprensible cómo pudo terminar su mandato de forma tan abrupta. Escribe Eduardo Navarro: «Nunca había perseguido a nadie. Durante su mandato nadie se vio coartado en sus pensamientos o adscripciones políticas. Había encontrado las cárceles llenas de presos políticos y las había dejado vacías. Había llevado al país, bajo la Corona, de una autocracia a una democracia, de un Estado centralizado al Estado de las Autonomías, de un Régimen de poder personal a un Estado de Derecho». Además, bajo su presidencia se había enderezado la situación económica embridándose una inflación desbocada que había llegado a superar el escalofriante dígito del 25%. Era un palmarés que, en otras circunstancias, hubiera proporcionado una abultada mayoría absoluta a cualquier gobernante. Pero los ataques personales a los que fue sometido el presidente Suárez desde dentro de su propio partido –un conglomerado de pequeños grupúsculos– así como desde el inmisericorde acoso de la oposición, los grupos económicos, el Ejército y la propia Iglesia, convirtieron la política española en un lodazal irrespirable que, con el fin de que la democracia y la libertad recientemente instaurada no se convirtiera en un paréntesis, le llevó a Suárez a dimitir.
Recordemos algunos de esos golpes que tumbaron al presidente del Gobierno justo antes del golpe de Estado del 23 de febrero de cuya triste efeméride también este año se cumple la friolera de cuarenta años.
LAS AUTONOMÍAS
En 1980 ya se vislumbraba el tremendo desbarajuste territorial que iba a traer la nueva organización administrativa, superpuesta a las provincias, impuesta por la Constitución. Después de Euskadi, Cataluña y Galicia, Andalucía planteó que no quería ser menos. ¿Y por qué no? Desde el Gobierno se opinaba que los andaluces no querían tener un gobierno autónomo y que esa «preautonomía» debía acceder a la autonomía por el cauce descafeinado previsto en el artículo 143 de la Constitución en lugar de la denominada autonomía máxima que preveía el artículo 151. El Gobierno convocó un referéndum convencido de que lo iba a ganar con una enrevesada pregunta que redactó el ministro Pérez-Llorca. Creían que iba a ser respondida en sentido negativo: «¿Da usted su acuerdo a la ratificación de la iniciativa prevista en el artículo 151 de la Constitución a efectos de su tramitación por el procedimiento establecido en dicho artículo?» A todo esto, el presidente del gobierno preautonómico Rafael Escuredo se había puesto en huelga de hambre y el PSOE se lanzó a excitar los ánimos en Andalucía, contrariamente a lo que se habían comprometido. La historia es de todos sabida. Al final prosperó el «café para todos» y hoy tenemos una nación fuertemente descentralizada en la que se han transferido competencias que no han estado justificadas en muchos casos. Viéndolo desde nuestra perspectiva actual resulta casi milagroso que esta nueva organización territorial que suponía, nada menos que el reconocimiento de nacionalidades, como la catalana o la vasca, no hubiera saltado por los aires ya que las estructuras políticas y, sobre todo, militares, del franquismo permanecían prácticamente intactas.
EL EJÉRCITO
Constantemente se hablaba de «ruido de sables». Pero lo que había eran movimientos de oficiales y generales perfectamente coordinados para que fracasara la frágil Constitución de 1978 que consagraba un régimen democrático y de libertades como nunca habíamos tenido. Entonces se barruntaban tres posibilidades de golpismo militar: una posibilidad era la de un golpe a lo «De Gaulle», organizado por generales, esencialmente por algunos capitanes generales de las distintas regiones militares; otra posibilidad, la más peligrosa, un golpe «a la griega» organizado por coroneles; y una tercera, la más exótica, el golpe de los espontáneos, que es el que al final prosperó el 23 de febrero. Ya se había producido una asonada militar al final de 1979 con la denominada «operación Galaxia», por las reuniones que tuvieron en esa cafetería madrileña, próxima a La Moncloa, Tejero y Sáenz de
Ynestrillas. Ambos fueron detenidos, juzgados y condenados a penas levísimas. La sentencia fue recurrida por el capitán general de Madrid Quintana Lacaci –que tan sobresaliente actuación tuvo después, el 23 de febrero de 1981, para desbaratar el golpe– sin ningún éxito. El Consejo Supremo de Justicia Militar confirmó esas sentencias. Suárez era conocedor del ambiente cuartelero y destituyó, incluso, al general Torres Rojas como jefe de la División Acorazada de Madrid. El ambiente en muchos cuarteles era de franco apoyo a la insurrección, siempre alentados por el terrorismo que no daba tregua.
LA EDUCACIÓN
Un pacto para unificar la educación en toda España entre los dos grandes partidos se veía como algo completamente necesario para que no derivase en lo que luego ha llegado a ser: un galimatías de desigualdades en la enseñanza dependiendo del color de las comunidades autónomas. Eso es lo que propuso Juan Antonio Ortega cuando fue nombrado ministro de Educación en 1980. En su segundo libro de memorias –«Las transiciones de UCD» (Galaxia Gutenberg, 2020)– cuenta la enorme frustración que le produjo la imposibilidad de acordar ni siquiera los asuntos más elementales. Ya entonces a los partidos les parecían más importantes las políticas de confrontación que llegar a consensos que hicieran viable una nación equilibrada y en la que todos los españoles fueran lo más iguales posible en los asuntos fundamentales como la educación.
LA HECATOMBE DE UCD
El partido que Adolfo Suárez había contribuido de forma decisiva a crear se había convertido en una especie de reino de taifas en la que cada «barón» –como ya se les llamaba entonces a sus más destacados líderes– remaba en dirección diferente y, en muchos casos, contraria. El congreso de Palma, celebrado a trancas y barrancas
en esa ciudad entre el 6 y el 8 de febrero de 1981, mostró el aspecto más sombrío de la partitocracia que ya se estaba fraguando en España. Como escribe Ortega y Diaz-Ambrona en sus memorias: «En tales congresos aparece descarnada la lucha por el poder en el partido o sobre el partido con fintas y disimulos. Es una competición cruda bajo el velo de un relato para consumo externo. El congreso de Palma, el segundo de UCD, no fue una excepción». Y desde luego que no lo fue. Suárez ya había dimitido, el congreso hubo que retrasarlo por una huelga de controladores y, al final, después de muchas luchas intestinas entre los diferentes «barones», se aceptó la candidatura de Leopoldo Calvo Sotelo como candidato a la presidencia del Gobierno.
LA IGLESIA
A todo esto, la Iglesia había iniciado una campaña de deslegitimación del Gobierno, apoyada por algunos sectores de la democracia cristiana de dentro de la propia UCD, por el planteamiento de una ley de divorcio que hubo que dejar aparcada para mejor ocasión. La situación de Suárez –un hombre de arraigada fe católica– era muy difícil por no decir insostenible. Parecía increíble que habiendo ganado unas elecciones y superado una moción de censura se viera atacado por tantos flancos y, sobre todo, desde su propio partido o por la Iglesia. Así que, después de meditarlo concienzudamente, presentó su irrevocable dimisión al Rey.
Desde la atalaya de los cuarenta años transcurridos nos preguntamos: pero ¿por qué se fue Suárez realmente? La respuesta que entonces hubiéramos dado era obvia: no se podía continuar por la senda trazada y había que dar, como con contundencia lo verbalizó Tarradellas, un golpe de timón; y estaba claro que ese cambio de rumbo no lo podía capitanear el propio Suárez. Sin embargo, ahora nos resulta extraña esa dimisión y que no fuera capaz de enderezar ese timón. Supongo que el cansancio fue el factor determinante para presentar esa dimisión. En su comparecencia televisiva explicando las razones por las que se marchaba creo que se encuentran las claves ocultas que le condujeron a ello. Dijo que no se iba ni «por cansancio» ni «por haber sufrido un revés superior a su capacidad de encaje». O sea que se fue, principalmente, por esas dos causas. Intentó también, con su dimisión, dar a la clase política española una lección de ética que solo se le reconoció cuando, unos días más tarde, aguantó sentado y sin pestañear a unas hordas de espontáneos militares que asaltaron a punta de pistola y de metralleta el Congreso de los Diputados.
Ese infausto día, el 23 de febrero, en el que unos guardias civiles, muchos de ellos engañados, y una trama civil de falangistas irredentos asaltó el Congreso, Suárez se convirtió en el icono político y moral tal y como hoy le conocemos. Eduardo Navarro, que tan bien le conocía escribe: «A finales de noviembre (1980) la imagen de Adolfo Suárez ha alcanzado su máximo nivel de deterioro. De príncipe azul de la democracia –como, con cierta cursilería, se le había presentado en los años 76 y 77– había pasado a ser visto como el faraón de La Moncloa, ensimismado, solitario, arbitrario e interesado sólo por su permanencia en el poder. Se le veía capaz de lo peor con tal de mantenerse como presidente del Gobierno. El primer sorprendido de esa transmutación de su propia imagen era el señor Suárez, que no se reconocía en ella y no se explicaba cómo se había llegado a ella».
Hoy la política es muy distinta de la de entonces, pero no menos cainita. Los insultos, ahora quizás son más hirientes, pero de parecida gravedad a los que le propinaron a Suárez, desde todos los ámbitos de la política y de los grupos sociales, en aquellos amargos días. Hubo un momento en el que parecía que todos abominaban del presidente Suárez. Lo curioso es que aquellos problemas que entonces se solucionaron, son los que ahora son admitidos sin discusión: la economía de mercado, la estabilidad de las pensiones, el sistema democrático, el prestigio (aunque algunos irresponsables se empeñen en torpedearlas) de las instituciones y, la Constitución de 1978, en suma. Y todas aquellas cuestiones que no pudieron consensuarse entonces son las que hoy, cuarenta años después, permanecen sin solucionarse: la organización territorial de España en la que las «nacionalidades», llamadas así constitucionalmente, tengan un encaje cómodo en el Estado; la educación para que sea uniforme en todo el territorio nacional y posibilite la igualdad de oportunidades; la organización de los partidos políticos; y un sistema de financiación y de tributación autonómica igual para todos los españoles, para que no padezcamos los desequilibrios que ahora soportamos.
Suárez escribía poco. Notas a lo sumo. Entre su hija Mariam y Eduardo Navarro articularon el esqueleto de lo que debían ser sus memorias. A mí todo ese archivo me lo legó el propio Eduardo y yo las deposité en el Archivo General de la Universidad de Navarra. Ahí están abiertas para consulta de los estudiosos, como lo hizo, aún entonces en el archivo de mi despacho de la calle Almagro, el catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense, Juan Francisco Fuentes, en su imprescindible biografía sobre Adolfo Suárez (Planeta, 2011). Suárez reposa ya junto a su mujer, Amparo, en el atrio de la catedral de Ávila. Mariam murió antes que su padre y Eduardo también falleció poco después. Su nieta, Alejandra Romero Suárez, hija de Mariam, es la actual duquesa. Y el hijo mayor del expresidente del Gobierno, Adolfo Suárez Illana, es hoy secretario del Congreso de los Diputados, cargo que ostenta con gran dignidad y discreción. Y el legado que nos dejó Suárez, es hoy recordado –y añorado– por todos los españoles.
Mismos problemas Las cuestiones que no pudieron consensuarse entonces siguen sin tener una solución cuarenta años más tarde