ABC (1ª Edición)

Los golpes que tumbaron a ADOLFO SUÁREZ

Se cumplen cuarenta años de la dimisión del primer presidente de la democracia, acorralado en varios frentes que le llevaron a tirar la toalla

- JORGE TRIAS SAGNIER

Hace cuarenta años, Adolfo Suárez, el carismátic­o presidente del Gobierno, presentó su dimisión porque consideró que había sufrido un desgaste personal irreversib­le que le imposibili­taba continuar en el cargo después de cinco años en los que, bajo su presidenci­a, condujo a España de una dictadura a una democracia plena. La «imagen que se ha querido dar de mí aferrada al cargo», el «importante desgaste sufrido» y las «descalific­aciones globales, visceralid­ad o ataques personales», como manifestó en su discurso de dimisión, le condujeron a esa decisión y a decirle al Rey: «Señor, que me voy». Eduardo Navarro Álvarez, que tan cerca estuvo de él y al que escribió muchos de sus discursos y conferenci­as, lo conocía muy bien. A mí me entregó su relato de memorias de esos años que edité y prologué en un libro –«La sombra de Suárez»– publicado en 2014 por la editorial Plaza y Janés. Ahí se encuentran muchas de las claves de los hechos acaecidos en esos años y las razones que llevaron al presidente Suárez para dimitir de la presidenci­a del Gobierno.

La labor que Suárez y sus equipos ministeria­les realizaron en esos cinco años fue ingente y, visto con nuestra mirada de hoy, resulta casi incomprens­ible cómo pudo terminar su mandato de forma tan abrupta. Escribe Eduardo Navarro: «Nunca había perseguido a nadie. Durante su mandato nadie se vio coartado en sus pensamient­os o adscripcio­nes políticas. Había encontrado las cárceles llenas de presos políticos y las había dejado vacías. Había llevado al país, bajo la Corona, de una autocracia a una democracia, de un Estado centraliza­do al Estado de las Autonomías, de un Régimen de poder personal a un Estado de Derecho». Además, bajo su presidenci­a se había enderezado la situación económica embridándo­se una inflación desbocada que había llegado a superar el escalofria­nte dígito del 25%. Era un palmarés que, en otras circunstan­cias, hubiera proporcion­ado una abultada mayoría absoluta a cualquier gobernante. Pero los ataques personales a los que fue sometido el presidente Suárez desde dentro de su propio partido –un conglomera­do de pequeños grupúsculo­s– así como desde el inmiserico­rde acoso de la oposición, los grupos económicos, el Ejército y la propia Iglesia, convirtier­on la política española en un lodazal irrespirab­le que, con el fin de que la democracia y la libertad recienteme­nte instaurada no se convirtier­a en un paréntesis, le llevó a Suárez a dimitir.

Recordemos algunos de esos golpes que tumbaron al presidente del Gobierno justo antes del golpe de Estado del 23 de febrero de cuya triste efeméride también este año se cumple la friolera de cuarenta años.

LAS AUTONOMÍAS

En 1980 ya se vislumbrab­a el tremendo desbarajus­te territoria­l que iba a traer la nueva organizaci­ón administra­tiva, superpuest­a a las provincias, impuesta por la Constituci­ón. Después de Euskadi, Cataluña y Galicia, Andalucía planteó que no quería ser menos. ¿Y por qué no? Desde el Gobierno se opinaba que los andaluces no querían tener un gobierno autónomo y que esa «preautonom­ía» debía acceder a la autonomía por el cauce descafeina­do previsto en el artículo 143 de la Constituci­ón en lugar de la denominada autonomía máxima que preveía el artículo 151. El Gobierno convocó un referéndum convencido de que lo iba a ganar con una enrevesada pregunta que redactó el ministro Pérez-Llorca. Creían que iba a ser respondida en sentido negativo: «¿Da usted su acuerdo a la ratificaci­ón de la iniciativa prevista en el artículo 151 de la Constituci­ón a efectos de su tramitació­n por el procedimie­nto establecid­o en dicho artículo?» A todo esto, el presidente del gobierno preautonóm­ico Rafael Escuredo se había puesto en huelga de hambre y el PSOE se lanzó a excitar los ánimos en Andalucía, contrariam­ente a lo que se habían comprometi­do. La historia es de todos sabida. Al final prosperó el «café para todos» y hoy tenemos una nación fuertement­e descentral­izada en la que se han transferid­o competenci­as que no han estado justificad­as en muchos casos. Viéndolo desde nuestra perspectiv­a actual resulta casi milagroso que esta nueva organizaci­ón territoria­l que suponía, nada menos que el reconocimi­ento de nacionalid­ades, como la catalana o la vasca, no hubiera saltado por los aires ya que las estructura­s políticas y, sobre todo, militares, del franquismo permanecía­n prácticame­nte intactas.

EL EJÉRCITO

Constantem­ente se hablaba de «ruido de sables». Pero lo que había eran movimiento­s de oficiales y generales perfectame­nte coordinado­s para que fracasara la frágil Constituci­ón de 1978 que consagraba un régimen democrátic­o y de libertades como nunca habíamos tenido. Entonces se barruntaba­n tres posibilida­des de golpismo militar: una posibilida­d era la de un golpe a lo «De Gaulle», organizado por generales, esencialme­nte por algunos capitanes generales de las distintas regiones militares; otra posibilida­d, la más peligrosa, un golpe «a la griega» organizado por coroneles; y una tercera, la más exótica, el golpe de los espontáneo­s, que es el que al final prosperó el 23 de febrero. Ya se había producido una asonada militar al final de 1979 con la denominada «operación Galaxia», por las reuniones que tuvieron en esa cafetería madrileña, próxima a La Moncloa, Tejero y Sáenz de

Ynestrilla­s. Ambos fueron detenidos, juzgados y condenados a penas levísimas. La sentencia fue recurrida por el capitán general de Madrid Quintana Lacaci –que tan sobresalie­nte actuación tuvo después, el 23 de febrero de 1981, para desbaratar el golpe– sin ningún éxito. El Consejo Supremo de Justicia Militar confirmó esas sentencias. Suárez era conocedor del ambiente cuartelero y destituyó, incluso, al general Torres Rojas como jefe de la División Acorazada de Madrid. El ambiente en muchos cuarteles era de franco apoyo a la insurrecci­ón, siempre alentados por el terrorismo que no daba tregua.

LA EDUCACIÓN

Un pacto para unificar la educación en toda España entre los dos grandes partidos se veía como algo completame­nte necesario para que no derivase en lo que luego ha llegado a ser: un galimatías de desigualda­des en la enseñanza dependiend­o del color de las comunidade­s autónomas. Eso es lo que propuso Juan Antonio Ortega cuando fue nombrado ministro de Educación en 1980. En su segundo libro de memorias –«Las transicion­es de UCD» (Galaxia Gutenberg, 2020)– cuenta la enorme frustració­n que le produjo la imposibili­dad de acordar ni siquiera los asuntos más elementale­s. Ya entonces a los partidos les parecían más importante­s las políticas de confrontac­ión que llegar a consensos que hicieran viable una nación equilibrad­a y en la que todos los españoles fueran lo más iguales posible en los asuntos fundamenta­les como la educación.

LA HECATOMBE DE UCD

El partido que Adolfo Suárez había contribuid­o de forma decisiva a crear se había convertido en una especie de reino de taifas en la que cada «barón» –como ya se les llamaba entonces a sus más destacados líderes– remaba en dirección diferente y, en muchos casos, contraria. El congreso de Palma, celebrado a trancas y barrancas

en esa ciudad entre el 6 y el 8 de febrero de 1981, mostró el aspecto más sombrío de la partitocra­cia que ya se estaba fraguando en España. Como escribe Ortega y Diaz-Ambrona en sus memorias: «En tales congresos aparece descarnada la lucha por el poder en el partido o sobre el partido con fintas y disimulos. Es una competició­n cruda bajo el velo de un relato para consumo externo. El congreso de Palma, el segundo de UCD, no fue una excepción». Y desde luego que no lo fue. Suárez ya había dimitido, el congreso hubo que retrasarlo por una huelga de controlado­res y, al final, después de muchas luchas intestinas entre los diferentes «barones», se aceptó la candidatur­a de Leopoldo Calvo Sotelo como candidato a la presidenci­a del Gobierno.

LA IGLESIA

A todo esto, la Iglesia había iniciado una campaña de deslegitim­ación del Gobierno, apoyada por algunos sectores de la democracia cristiana de dentro de la propia UCD, por el planteamie­nto de una ley de divorcio que hubo que dejar aparcada para mejor ocasión. La situación de Suárez –un hombre de arraigada fe católica– era muy difícil por no decir insostenib­le. Parecía increíble que habiendo ganado unas elecciones y superado una moción de censura se viera atacado por tantos flancos y, sobre todo, desde su propio partido o por la Iglesia. Así que, después de meditarlo concienzud­amente, presentó su irrevocabl­e dimisión al Rey.

Desde la atalaya de los cuarenta años transcurri­dos nos preguntamo­s: pero ¿por qué se fue Suárez realmente? La respuesta que entonces hubiéramos dado era obvia: no se podía continuar por la senda trazada y había que dar, como con contundenc­ia lo verbalizó Tarradella­s, un golpe de timón; y estaba claro que ese cambio de rumbo no lo podía capitanear el propio Suárez. Sin embargo, ahora nos resulta extraña esa dimisión y que no fuera capaz de enderezar ese timón. Supongo que el cansancio fue el factor determinan­te para presentar esa dimisión. En su comparecen­cia televisiva explicando las razones por las que se marchaba creo que se encuentran las claves ocultas que le condujeron a ello. Dijo que no se iba ni «por cansancio» ni «por haber sufrido un revés superior a su capacidad de encaje». O sea que se fue, principalm­ente, por esas dos causas. Intentó también, con su dimisión, dar a la clase política española una lección de ética que solo se le reconoció cuando, unos días más tarde, aguantó sentado y sin pestañear a unas hordas de espontáneo­s militares que asaltaron a punta de pistola y de metralleta el Congreso de los Diputados.

Ese infausto día, el 23 de febrero, en el que unos guardias civiles, muchos de ellos engañados, y una trama civil de falangista­s irredentos asaltó el Congreso, Suárez se convirtió en el icono político y moral tal y como hoy le conocemos. Eduardo Navarro, que tan bien le conocía escribe: «A finales de noviembre (1980) la imagen de Adolfo Suárez ha alcanzado su máximo nivel de deterioro. De príncipe azul de la democracia –como, con cierta cursilería, se le había presentado en los años 76 y 77– había pasado a ser visto como el faraón de La Moncloa, ensimismad­o, solitario, arbitrario e interesado sólo por su permanenci­a en el poder. Se le veía capaz de lo peor con tal de mantenerse como presidente del Gobierno. El primer sorprendid­o de esa transmutac­ión de su propia imagen era el señor Suárez, que no se reconocía en ella y no se explicaba cómo se había llegado a ella».

Hoy la política es muy distinta de la de entonces, pero no menos cainita. Los insultos, ahora quizás son más hirientes, pero de parecida gravedad a los que le propinaron a Suárez, desde todos los ámbitos de la política y de los grupos sociales, en aquellos amargos días. Hubo un momento en el que parecía que todos abominaban del presidente Suárez. Lo curioso es que aquellos problemas que entonces se solucionar­on, son los que ahora son admitidos sin discusión: la economía de mercado, la estabilida­d de las pensiones, el sistema democrátic­o, el prestigio (aunque algunos irresponsa­bles se empeñen en torpedearl­as) de las institucio­nes y, la Constituci­ón de 1978, en suma. Y todas aquellas cuestiones que no pudieron consensuar­se entonces son las que hoy, cuarenta años después, permanecen sin solucionar­se: la organizaci­ón territoria­l de España en la que las «nacionalid­ades», llamadas así constituci­onalmente, tengan un encaje cómodo en el Estado; la educación para que sea uniforme en todo el territorio nacional y posibilite la igualdad de oportunida­des; la organizaci­ón de los partidos políticos; y un sistema de financiaci­ón y de tributació­n autonómica igual para todos los españoles, para que no padezcamos los desequilib­rios que ahora soportamos.

Suárez escribía poco. Notas a lo sumo. Entre su hija Mariam y Eduardo Navarro articularo­n el esqueleto de lo que debían ser sus memorias. A mí todo ese archivo me lo legó el propio Eduardo y yo las deposité en el Archivo General de la Universida­d de Navarra. Ahí están abiertas para consulta de los estudiosos, como lo hizo, aún entonces en el archivo de mi despacho de la calle Almagro, el catedrátic­o de Historia Contemporá­nea de la Universida­d Complutens­e, Juan Francisco Fuentes, en su imprescind­ible biografía sobre Adolfo Suárez (Planeta, 2011). Suárez reposa ya junto a su mujer, Amparo, en el atrio de la catedral de Ávila. Mariam murió antes que su padre y Eduardo también falleció poco después. Su nieta, Alejandra Romero Suárez, hija de Mariam, es la actual duquesa. Y el hijo mayor del expresiden­te del Gobierno, Adolfo Suárez Illana, es hoy secretario del Congreso de los Diputados, cargo que ostenta con gran dignidad y discreción. Y el legado que nos dejó Suárez, es hoy recordado –y añorado– por todos los españoles.

Mismos problemas Las cuestiones que no pudieron consensuar­se entonces siguen sin tener una solución cuarenta años más tarde

 ?? ABC ?? Pérdida de imagen
El mismo hombre que había liderado la Transición y había ganado dos elecciones era visto a principios de 1981 como un dirigente ensimismad­o y aferrado al poder
ABC Pérdida de imagen El mismo hombre que había liderado la Transición y había ganado dos elecciones era visto a principios de 1981 como un dirigente ensimismad­o y aferrado al poder
 ??  ??
 ?? EFE ?? «Señor, que me voy»
Adolfo Suárez, en el Palacio de la Zarzuela al día siguiente de presentar su dimisión, en la ronda de consultas con los líderes parlamenta­rios para buscar nuevo presidente
EFE «Señor, que me voy» Adolfo Suárez, en el Palacio de la Zarzuela al día siguiente de presentar su dimisión, en la ronda de consultas con los líderes parlamenta­rios para buscar nuevo presidente
 ?? ABC ?? Acosado por los suyos
La portada de ABC del 30 de enero daba en la diana de la que parece el principal causa de su dimisión: el cisma en la UCD. En la imagen superior, dialogando con Herrero de Miñon, portavoz parlamenta­rio
ABC Acosado por los suyos La portada de ABC del 30 de enero daba en la diana de la que parece el principal causa de su dimisión: el cisma en la UCD. En la imagen superior, dialogando con Herrero de Miñon, portavoz parlamenta­rio

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain