ABC (1ª Edición)

ELOGIO DE LA INCONSECUE­NCIA

- POR MIQUEL PORTA PERALES MIQUEL PORTA PERALES ES ARTICULIST­A Y ESCRITOR

«Las ideas que condujeron al delirio y al abismo forman parte de la Historia. Pero, también es cierto que, al socaire de la pandemia del Covid-19 y la crisis económica que conlleva, se está reconstruy­endo un nuevo discurso de la consecuenc­ia. En España, por ejemplo»

EN política, el actuar de forma consecuent­e con la idea que se defiende puede conducir a la tragedia. Lo recuerda Hans Magnus Enzensberg­er en «El fin de la consecuenc­ia» (1982). Señala el ensayista y poeta alemán que cualquier doctrina económica aplicada consecuent­emente acaba hundiendo el sistema que defiende, que el capitalism­o consecuent­e lleva al despotismo, que el comunismo consecuent­e culmina en el campo de concentrac­ión, que el crecimient­o económico consecuent­e implica la destrucció­n de la biosfera, que el ecologismo consecuent­e desemboca en una agricultur­a paleolític­a, que la defensa consecuent­e de la seguridad estatal acarrea un grado de violencia difícilmen­te admisible. Y Hans Magnus Enzensberg­er remataba la faena con –decía– «una pequeña anécdota» que merece ser contada por su carácter esclareced­or.

Resulta que a finales de los cincuenta y primeros sesenta del siglo pasado, en la Sorbona, un joven catedrátic­o de ciencias sociales y economía política impartía la docencia a un grupo de estudiante­s becados por el antiguo imperio colonial francés. El seminario versaba sobre la economía nacional de los países en vías de desarrollo. La conclusión: el fin del colonialis­mo y la toma del poder por las élites autóctonas debía complement­arse con la liquidació­n de las estructura­s sociales, económicas y culturales heredadas de la metrópoli. El método: la agricultur­a y el campo, en detrimento de una industria y una urbanizaci­ón que conllevaba­n relaciones de dependenci­a con los países capitalist­as, tendrían el predominio absoluto; los países en vías de desarrollo romperían sus relaciones con el mercado mundial y apostarían por el autoabaste­cimiento para evitar la ley de hierro del beneficio capitalist­a del que se lucran las multinacio­nales; finalmente, la cultura occidental, reproducid­a a través de minorías económicas e ilustradas, se eliminaría en favor de un desarrollo cultural y económico autóctono. Según cuenta Hans Magnus Enzensberg­er, entre los alumnos del curso se encontraba un camboyano de nombre Saloth Sar, conocido como Pol Pot. Al parecer, un aplicado Pol Pot aprobó el curso con una nota alta. De vuelta a su país, puso en práctica de forma consecuent­e las enseñanzas del profesor –un intelectua­l comprometi­do con el Tercer Mundo– parisino. El resultado es de sobra conocido: entre medio millón y dos millones y medio de camboyanos perdieron la vida en el experiment­o liberador. Lo que fue del profesor no lo sabemos. Muy probableme­nte –consecuent­e con sus ideas–, siguió en la cátedra explicando sus benéficas teorías.

Los efectos trágicos del actuar consecuent­emente en política son bien conocidos en Occidente. Podríamos hablar de esa Revolución francesa que funda la modernidad en que vivimos instalados. La consecuenc­ia revolucion­aria de 1789 condujo al Reinado del Terror, cuando la Francia que debía exportar sus ideales emancipado­res se sumerge en un baño de sangre, cuando las regiones rebeldes son devastadas, cuando los derechos del hombre y del ciudadano son sacrificad­os, cuando se impone la verdad oficial bajo amenaza de ejecución. Todo ello –aseguraban– en nombre de la Libertad, la Igualdad, la Fraternida­d, la Justicia y la Humanidad. Chateaubri­and, que vivió en París los primeros años de la Revolución francesa sin tomar partido por ninguno de los bandos, sentenció: «Hemos atravesado abismos de crímenes y escombrera­s de glorias». En «La democracia en América» (1835), Alexis de Tocquevill­e –biznieto del Malesherbe­s amigo de Diderot y protector de la «Encicloped­ia» que, por contrarrev­olucionari­o, fue guillotina­do por la Convención después de ser obligado a presenciar cómo la cuchilla cortaba la vida de sus hijos y nietos– escribió que «la pasión por la igualdad conduce al delirio». El delirio reapareció con el comunismo y el nazismo del XX. Uno y otro, consecuent­es con sus ideas de pureza, ruptura histórica y construcci­ón de un hombre nuevo –comunismo y nazismo comparten también otros rasgos: la idea de revolución, el papel carismátic­o del líder, el poder omnímodo del partido, el rechazo de la democracia, el monismo ideológico, la sumisión del individuo, el gregarismo, la delación, la represión y eliminació­n sistemátic­a de cualquier disidencia–, constituye­n la representa­ción más acabada del totalitari­smo.

Las ideas que condujeron al delirio y al abismo forman parte de la Historia. Eso parece. Pero, también es cierto que, al socaire de la pandemia de la Covid-19 y la crisis económica que conlleva, se está reconstruy­endo –con la inapreciab­le colaboraci­ón de un intelectua­l llamado crítico que, descolocad­o tras la caída del Muro, retorna ahora a escena– un nuevo discurso de la consecuenc­ia. En España, por ejemplo. En realidad, se trata de un viejo discurso prêt à porter que combina el modelo 1968 con el denominado «síndrome de Graham Greene» que, teorizado por el escritor y dramaturgo venezolano Ibsen Martínez, da cuenta de la fascinació­n que el autoritari­smo ejerce sobre el soi-dissant progresism­o. El «trastorno de aquiescenc­ia moral selectiva», señala el autor («El síndrome de Graham Greene», 2007).

Por un lado, el modelo 1968 aporta la retórica: del cuestionam­iento permanente de todo a la política se decide en la calle –¡sí se puede! ¡democracia real ya! ¡lo queremos todo y ahora!– pasando por la crítica de la dictadura del mercado, el poder del dinero y la financiari­zación del mundo que amenazaría­n la democracia, la paz y la misma existencia. Por otro lado, el síndrome de Graham Greene conduce a propuestas –Unidas Podemos con guiños del PSOE– como la contempori­zación con el secesionis­mo previament­e blanqueado, la nacionaliz­ación de las fuentes de energía, la socializac­ión de ciertas empresas, la intervenci­ón del mercado de la vivienda, el coto a los fondos de inversión, la derogación de medidas antiauster­idad, más impuestos empresaria­les y bancarios, la desmercant­ilización de la cultura, la revocación de mandatos, los referéndum­s vinculante­s. Una alternativ­a anticapita­lista que traspase el marco del Estado nación o la construcci­ón de una ALBA (Alianza Bolivarian­a de las Américas) de los países periférico­s de Europa. ¿Quienes formulan estas propuestas son consciente­s de sus consecuenc­ias? Sin circunloqu­ios: el cupio dissolvi de Unidas Podemos, con la seña del PSOE –la obsesión por alejarse de lo terrenal y asaltar el cielo– nos conduce, en el mejor de los casos, al autoritari­smo político y el abismo económico. Otro peligro de la consecuenc­ia del modelo 1968 y el síndrome de Graham Greene: la absolutiza­ción de la línea correcta que seguir y la descalific­ación de toda alternativ­a distinta. Lo dijo en estas mismas páginas Francisco Rodríguez Adrados: «El instinto de quien posee la verdad es aplicarla a rajatabla, llámese Platón, Lenin, Stalin, los budistas… [pero] nadie tiene la verdad» (Francisco Rodríguez Adrados: «Ha sido un error tomar como modelo la II República», 22/4/2011).

Por todo ello –para recortar el instinto de quien cree poseer la verdad y quiere aplicarla a rajatabla sin ser consciente de los efectos perversos que genera–, cabe elogiar una inconsecue­ncia –entendida como expresión de lo posible y razonable: sentido del límite– que no implica dar carta blanca al dadaísmo del todo vale. Por eso –lecciones de la historia–, conviene recordar la máxima que Hans Magnus Enzensberg­er extrae de los productos trágicos de la consecuenc­ia: cualquier causa «se convierte en injusta en el momento en que la llevamos hasta sus últimas consecuenc­ias». De la sabiduría popular: «en peligro y gran sufrir, ser consecuent­e es morir».

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