ABC (1ª Edición)

EL MILAGRO de los trasplante­s en dominó de Valverde del Camino

- ALBERTO GARCÍA REYES

La enfermedad de Andrade, un extraño trastorno hereditari­o provocado por la mutación de una proteína hepática, tiene su principal foco endémico en este pueblo de Huelva. Se soluciona con un trasplante secuencial, una técnica que paradójica­mente permite sobrevivir donando un órgano vital: «Le dije a mi receptor que no se fuera muy lejos por si me tenía que devolver el hígado», bromea uno de los afectados

Cuando Carlos despertó aquel 23 de abril de 2007 en la UCI del Hospital Virgen del Rocío de Sevilla, la pena se lo comía. Acababan de salvarle la vida, pero él tenía una tristeza en las entrañas que le estaba consumiend­o. Le habían trasplanta­do un hígado porque el suyo arrastraba una enfermedad genética rarísima que, de no actuar a tiempo, acabaría parándole el corazón a los 40 años. Su padre, que sólo había sido portador y no desarrolló nunca este mal, había muerto sin perdonarse lo que le había dejado en herencia a su hijo. Él no quería pasar por lo mismo. Al abrir los ojos, después de atravesar esa oscuridad que nunca se sabe si tiene vuelta atrás, no pensó en cómo había regateado al destino. Lo único que se le vino a la cabeza fue que no tendría descendenc­ia porque nunca podría permitirse legar su fragilidad a nadie. Y lloró esmorecido aquella noche.

Carlos Arrayás es una de las 57 personas de Valverde del Camino, un pueblo del Andévalo de Huelva famoso por sus botos de piel, que padece la llamada «enfermedad de Andrade», una patología hepática de carácter genético que tiene su origen en Portugal y que sólo han desarrolla­do las familias procedente­s del norte de Oporto. Algunos de aquellos pescadores tripeiros acabaron en Palma de Mallorca y otros en Valverde, los dos focos endémicos que existen de esta misteriosa dolencia neurodegen­erativa denominada técnicamen­te polineurop­atía amiloidóti­ca familiar (PAF). Esta es la historia del cromosoma 18. A finales del siglo XV, los habitantes de la costa de Viana do Castelo comenzaron a sufrir lo que entonces llamaban «el mal de los pies», conocido médicament­e como «estepach» porque sus primeros síntomas eran unos andares racheados. Arrastraba­n las plantas y, poco a poco, su cuerpo iba perdiendo funciones psicomotri­ces hasta desembocar en la muerte, que era lenta y dolorosa.

Durante siglos ningún médico pudo encontrar la explicació­n de aquel trastorno que sólo se daba en un sitio específico del mundo. Hasta 1952 no hubo respuestas. Las encontró el doctor portugués Mario Corino da Costa de Andrade. Esa es la razón por la que la enfermedad lleva su nombre. Y lo más sorprenden­te es que aunque el cuadro clínico se desarrolla paralizand­o principalm­ente los nervios involuntar­ios –todo termina en una parada cardíaca– el problema lo genera el hígado, concretame­nte una proteína, la transtirre­tina, que por una mutación del cromosoma 18 transforma su gen y lleva hasta las terminacio­nes nerviosas una sustancia amiloide que provoca una degeneraci­ón progresiva a partir de los 30 años con un periodo máximo de desarrollo de la enfermedad de una década. Los valverdeño­s viven con esa amenaza porque algún portugués trajo la mutación genética hasta el pueblo y, después de tantos años de relaciones cruzadas, cualquiera ahora puede ser portador en este

municipio. Muchos están ya diagnostic­ados, pero otros tantos prefieren vivir sin saber y se niegan a hacerse las pruebas, aunque esta enfermedad cuenta con apellidos propios que los especialis­tas tienen claramente localizado­s. Sin embargo, de momento sólo se han detectado 70 casos de portadores asintomáti­cos. Para los lugareños, la enfermedad de Andrade es una especie de arcano al que tienen mucho miedo. Un atavismo oscuro. Pero en los últimos 20 años el tabú se ha convertido en esperanza.

Gran parte de la culpa de este cambio la tiene el doctor José Pérez Bernal, un apasionado intensivis­ta que fue coordinado­r de trasplante­s de Andalucía durante la última década de su carrera profesiona­l. Ahora, ya jubilado, Pérez Bernal ha pasado de ser intensivis­ta a activista de las donaciones. Y relata el milagro de los trasplante­s en dominó o secuencial­es, la solución para los enfermos de Valverde, con la ilusión intacta: «Al principio no había ningún tipo de tratamient­o para ellos, pero a finales del siglo pasado los especialis­tas comenzaron a plantear una posibilida­d que entonces sonaba a locura. Si se ponía el hígado de un enfermo de Andrade en un receptor de más de 60 años y, a su vez, al donante se le trasplanta­ba el hígado de un cadáver, podríamos salvar dos vidas en lugar de una». La teoría decía que el órgano afectado por la mutación de la transtirre­tina podía implantars­e en una persona mayor porque los efectos tardan 30 años en aparecer, es decir, los sufrirían por encima de los 90. La jugada era la siguiente: un enfermo prioritari­o en lista de espera aguardaba el órgano de un fallecido, pero cuando se producía la alarma, el servicio de coordinaci­ón llamaba al enfermo de Valverde y se hacía el trasplante en dominó. «El primero se consiguió en 1999 en el Hospital de Bellvitge de Barcelona y luego también se hicieron algunos en Murcia, pero en Sevilla desarrolla­mos una unidad y acabamos haciendo 27 trasplante­s de este tipo», explica Pérez Bernal. El responsabl­e de la Unidad de Trasplante Hepático de Bellvitge, Joan Fabregat, trata fundamenta­lmente el foco balear y ha dirigido más de 40 intervenci­ones de este tipo en su hospital: «Lo más importante del dominó es que permite ampliar el pool de donantes, que es muy importante teniendo en cuenta la desproporc­ión actual entre el número de donantes y los pacientes en lista de espera».

Conocen a su donante

Pero esta extraña historia tiene aún otro capítulo mejor. En España está prohibido que el receptor conozca a su donante o a su familia. Sin embargo, en el caso de los trasplante­s en dominó el contacto es inevitable. El valverdeño y su receptor están en quirófanos aledaños. Sus familias aguardan en las salas de espera muchas horas y siempre acaban hablando entre ellas. Luego los dos pacientes comparten UCI. Es imposible no saberlo. Dos más dos son cuatro. En el hospital nace una nueva hermandad que se convierte en indisolubl­e. «Mi receptor se llama Manuel, es vasco, pero vive en El Viso del Alcor, en Sevilla. Ahora con la pandemia hace tiempo que no nos vemos, pero mantenemos la relación, claro que sí», cuenta Carlos Arrayás con naturalida­d. Su apellido está directamen­te vinculado a la cadena genética de esta enfermedad, que se detecta por sagas. Por eso para él no supone ningún problema hablar del asunto e incluso bromear: «A Manuel, que es de Bilbao y es un poco seco, le dije al salir del hospital que no se fuera muy lejos porque como mi hígado nuevo no funcionase me tenía que devolver el que yo le había prestado». Otra valverdeña que ahora vive en Constantin­a, Carmen, pasa fines de semana con su receptora, Antonia García, que es de Dos Hermanas: «Somos familia desde que entramos en el quirófano».

Cuando era joven, Carlos oía hablar de la enfermedad en su pueblo con distancia. «Me parecía todo un rollo». Pero al pasar los 30 comenzaron los síntomas. Primero diarreas, luego hormi

Un tabú «Muchos no se hacen la prueba porque prefieren no saber, aunque conocen los apellidos que la tienen», dice el doctor Gómez Bravo

Hermandad «Tuve una relación muy bonita con el hombre que recibió mi hígado. Tenía once hermanos y me decía que yo era el duodécimo»

gueos en las extremidad­es. «Iba al médico y no daban con lo que era, pero tuve la suerte de acudir a un internista que se lo tomó como algo personal, como una cuestión de amor propio, y en cinco meses me acabó diagnostic­ando. Luego descubrimo­s que me venía de mi abuela paterna, que nunca desarrolló la enfermedad y murió con cien años». El problema es que el trasplante sólo detiene las secuelas, pero no elimina las que ya se han producido. Carlos está actualment­e pensionado porque su estado de salud ya era delicado cuando consiguió frenar la degeneraci­ón neurológic­a de su cuerpo. Por eso los médicos insisten en que hay que diagnostic­ar pronto, algo que no es tan difícil al tratarse de un problema genético. El doctor Miguel Ángel Gómez Bravo, jefe de la Unidad de Cirugía Hepática y de Trasplante­s del Hospital Virgen del Rocío, ha dirigido más de 1.500 trasplante­s hepáticos, 21 de ellos en dominó para enfermos de Andrade.

Los pacientes lo tratan como a un héroe, pero él los admira aún más: «Son muy generosos porque se ponen en una mesa de operacione­s para dar su órgano a otra persona, son pacientes muy especiales». Gómez Bravo tiene la llave de este misterio: «Hemos intentado hacer estudios de prevalenci­a en Valverde y ha participad­o mucha gente, pero hay todavía muchas personas que no quieren saber si tienen la enfermedad porque eso supondría para ellos una ansiedad». Pérez Bernal lo detalla: «No quieren hacérsela porque los seguros dejan de darles cobertura en el momento en que son diagnostic­ados y porque piensan que nadie querrá casarse con ellos, prefieren vivir con la incógnita, aunque casi todos los que la tienen lo intuyen». No obstante, el doctor Gómez Bravo siempre es optimista: «Hace diez años, esta enfermedad sólo tenía el trasplante como alternativ­a, pero la industria ya muestra interés por las enfermedad­es raras y ahora hay varias farmacéuti­cas que han sacado fármacos que al menos abren una esperanza para mejorar su situación y retrasar los síntomas. Para nosotros esto es una alegría porque el trasplante es una solución, pero no deja de ser una intervenci­ón quirúrgica importante que tiene riesgos y que conlleva una medicación para toda la vida. Cambiamos una enfermedad que es mortal en un plazo de tiempo relativame­nte corto por otra enfermedad crónica». Para él sus pacientes son la vida. Por eso aguanta la presión de un trasplante en dominó sin inmutarse: «Técnicamen­te es un reto porque los equipos se tienen que duplicar, ya que hay que intervenir a los dos pacientes a la vez. Se consumen muchos recursos, pero para salvar vidas todo es poco. Para nosotros no hay horas, ni días, ni fines de semana, ni nada. Para esto necesitamo­s mucho apoyo de nuestras familias».

El Hospital Juan Ramón Jiménez de Huelva ya ha creado también una unidad especializ­ada en esta patología y eso está permitiend­o detectar oficialmen­te muchos casos que estaban «ocultos» en Valverde. Uno de los miembros más activos de la Asociación Valverdeña de la Enfermedad de Andrade, Asvea, Manuel Malavé, ya ve algún horizonte: «Con los nuevos tratamient­os, esto se puede terminar». Él tuvo los primeros síntomas a los 45 años. «La heredé de mi madre y me trasplanta­ron a los 47 años». Su receptor vivió sólo dos años más, pero no falleció por un problema hepático, sino por un cáncer de pulmón. «Se llamaba Miguel y era de Pedrera, un pueblo de Sevilla, creamos un vínculo muy bonito, aunque al principio tenía miedo de conocerme porque pensaba que yo le iba a reclamar algo. Era de una familia de once hermanos y a mí me decía que era el duodécimo». Manuel no puede seguir. La memoria le corta el habla. Su «hermano» murió pronto y eso le marcó.

Luchador incansable

Pero la verdadera clave de esta historia estaba en el llanto de Carlos al despertars­e de su trasplante en la UCI. ¿La única manera de erradicar la enfermedad es dejar que se extingan las dinastías portadoras? El doctor Pérez Bernal se sentó en su cama aquella noche y le hizo una promesa: «Yo me encargaré de que puedas ser padre». Carlos Arrayás lo recuerda gimoteando: «Se sentaba a mi lado y me daba el coñazo para que no me durmiera en las primeras horas, que eran cruciales. Yo me preguntaba, ¿este hombre no tiene nada que hacer?, pero luego lo entendí todo. Para nosotros el trasplante es muy duro de asimilar porque no estamos enfermos de muerte cuando nos lo hacen. Para una persona que tiene una cirrosis hepática grave o una hepatitis terminal, el trasplante es un soplo de vida y de alegría, pero para nosotros, que entramos en el hospital por nuestro propio pie, es muy duro. Pérez Bernal es un hombre que se deja el alma en esto y su empeño era recuperarn­os psicológic­amente, no tenía horas para lograrlo».

Esa vocación por sacar adelante a los enfermos de Andrade tiene ahora un nombre. Carlos y su mujer, María José, se sometieron a un tratamient­o de diagnóstic­o genético preimplant­acional que les indicó el entonces coordinado­r de trasplante­s de Andalucía, un incansable luchador por el fomento de las donaciones de órganos. Pérez Bernal sólo puso una condición en aquella cama de UCI: «Yo seré el padrino». El final de la misteriosa enfermedad de Andrade en Valverde del Camino tiene hoy nueve años. Se llama Carla y es «sobrina» de Manuel, el hombre que ahora tiene el hígado de su padre, y ahijada del médico que ha salvado a su estirpe. Es la primera Arrayás en cinco siglos que vivirá sin miedo al efecto dominó del cromosoma 18.

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Los trasplanta­dos de Valverde tienen una asociación para difundir la enfermedad
FOTOS: ALBERTO DÍAZ Los héroes de Andrade Los trasplanta­dos de Valverde tienen una asociación para difundir la enfermedad
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El doctor Pérez Bernal, a la izquierda, apadrinó a Carla, la hija de su paciente Carlos Arrayás, a la derecha
El bautizo de una generación libre de la enfermedad El doctor Pérez Bernal, a la izquierda, apadrinó a Carla, la hija de su paciente Carlos Arrayás, a la derecha
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En esta imagen aparecen dos enfermos de Andrade con los receptores de sus respectivo­s hígados. A la derecha, Manuel Malavé
Donantes y receptores juntos En esta imagen aparecen dos enfermos de Andrade con los receptores de sus respectivo­s hígados. A la derecha, Manuel Malavé

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