Atrapados por la lengua
En un párrafo o en 5 minutos de charla dejamos rastros lingüísticos. Las palabras nos delatan como una huella dactilar. Nos condenan o nos salvan. Se llama lingüística forense y ha servido para cazar a terroristas como Unabomber, asesinos con acento o asp
Óscar Sánchez, un lavacoches de Barcelona, penó 626 días en una cárcel de Nápoles. Lo detuvieron en 2010 y lo extraditaron a Italia, acusado de traficar con drogas para la Camorra. La prueba clave, una llamada hecha desde un móvil a su nombre (alguien había suplantado su identidad con su DNI). Una pericial lingüística realizada por un supuesto experto dinamitó su vida. El narco del pinchazo telefónico seseaba, voseaba y soltaba palabras como guacho o rebueno. Unos giros inusuales en Motngat, el pueblo del Maresme del que procedía Óscar, que no distinguió el perito porque ni siquiera dominaba el español. No importó: le condenaron a 14 años y fueron necesarias seis periciales más desmontando la tesis inicial para que lo absolvieran y volviera a casa.
A Óscar lo salvó la lingüística forense y la cruzada de sus familiares y amigos. A Unabomber, en cambio, que mató a tres personas y mutiló a otras
23, lo sentenció, porque la voz y las palabras, con su arquitectura personal y única, nos pueden conducir directos a la perdición. Sin figuras literarias. O nos pueden exculpar, depende.
«La voz es tan delatora como una huella dactilar», se afirma en el prólogo de «Atrapados por la lengua» (Larousse), de Sheila Queralt, en el que la autora explica su herramienta de trabajo –la lingüística forense– y radiografía a través de ella 50 casos criminales, reconocibles unos, y anónimos otros, con un nexo: las palabras como prueba.
Han pasado 28 años desde el secuestro y asesinato de Anabel Segura, metida a empujones en una furgoneta, cuando salió a correr cerca de su casa en Madrid. Los captores pidieron 150 millones a la familia con la que jugaron una partida endiablada. Recibieron una veintena de llamadas que se enviaron a la Unidad de Acústica Forense de la Policía y se diseccionaron como si se tratara de un cuerpo. Los expertos detectaron dos giros habituales de Toledo: la palabra «bolo» y la expresión «sabe menos que los pimientos colorados». Un tímido avance, pero insuficiente.
Los investigadores estaban desesperados, con más de un millar de sospechosos que se fueron cayendo de la ecuación sin hallar a los autores. Distribuyeron las grabaciones en televisión y radio y apelaron a los ciudadanos. Dos años después alguien creyó reconocer la voz de Emilio Muñoz, un repartidor de Vallecas. Le pusieron la cinta a todos sus compañeros de trabajo: era él. Vivía en Pantoja (Toledo), tenía hijos pequeños (voces que se escuchaban de fondo en alguna llamada) y una esposa que había simulado la voz de la víctima. A Anabel la mataron horas después de secuestrarla. El resto había sido una burda partida. La suma de voces fue la perdición de sus asesinos.
«Los muertos no hablan», escribe la autora. «Analizo la lengua desde el punto de vista cualitativo para aportar pruebas durante la investigación o en un juicio». No todo son cadáveres y vidas a cara o cruz. La identidad que se esconde detrás de un mensaje de voz o una cuenta de Twitter forman parte del análisis habitual. «Soy especialista en textos, pero también en identificar una estrategia, una manipulación durante una declaración oral», matiza Queralt.
Su primer caso, el encargo de una petrolera, la confrontó con la realidad. Descubrió que su amor a la lengua podía servir a «los malos». «Ayudas a encontrar la verdad y a que se pueda hacer justicia. Y eso ya es mucho». En el libro, con un tono didáctico y desenfadado, la autora avisa: «Tu forma de escribir te delata…¡y te voy a pillar!» Y aunque parezca una obviedad no siempre escribimos igual. «Imagínate a un secuestrador escribiendo una carta de rescate con emoticonos». De momento, no, pero habrá que estar atentos.
La lingüística forense abre otro campo en la investigación. Cuando ya no se sabe qué más buscar la clave puede estar en la lengua. Expertos como Queralt, apoyados en otras disciplinas, analizan los «síntomas» lingüísticos en busca de perfiles y personas. «Determinamos los patrones del autor y diagnosticamos su origen, edad, nivel educativo, etcétera, más probable, nunca hablamos del cien por ciento». Es frecuente el trabajo en equipo al que se suman detectives, analistas de datos, expertos en cibercrimen o perfiladores criminales. Cada uno debe resolver unos enigmas del caso.
Se estudia el significado conceptual
del mensaje (el del diccionario) y el procedimental (el que deriva de las connotaciones según el contexto). Un insulto puede usarse para halagar; nuestras comunicaciones están salpicadas de antífrasis, muletillas o tic lingüísticos que aparecen unas diez veces por minuto de media y son difíciles de camuflar.
Volvamos a los casos y a las palabras que guardan. Ted Kaczynsky burló durante 18 años al FBI. En ese tiempo, el bautizado como «Unabomber», mató a tres personas y mutiló a 23. Movió ficha y pidió que se publicara su manuscrito de más de 35.000 palabras en un periódico nacional norteamericano. Se enfrentaban por sus características lingüísticas a un hombre con estudios superiores, obtenidos en un periodo breve como apuntaban las convenciones ortotipográficas y de formato que empleaba. «No puedes comerte el pastel y tenerlo también». Esa construcción, por ejemplo, era una seña de identidad y, como tal, la reconocieron su hermano y su cuñada al leer el ensayo. Por primera vez, se autorizó en EE.UU. una orden de registro basándose en una prueba lingüística. Unabomber está condenado a cadena perpetua.
«Pocas veces los textos con los que tratamos tienen más de un párrafo, en el caso de que sean cartas u otros textos escritos, o duran más de cinco minutos en el de las grabaciones», señala Queralt. Pero incluso en muestras tan breves sus autores dejan rastros lingüísticos y siguiéndolos es posible establecer un perfil. En 2017, el 112 recibió una llamada anónima en la que se alertaba de que había dos ancianos heridos graves en Santander. A Ángel Prieto, 81 años, lo asesinaron
Sheila Queralt «Soy especialista en textos, pero también en identificar una estrategia en una declaración»
para robarle. Su mujer sobrevivió. Con esa grabación, la misma unidad policial del caso Anabel delimitó la zona de procedencia (entre varias provincias del norte), que tenía un nivel sociocultural medio bajo y que era mayor. Se cotejó con siete sospechosos, sin éxito, y se decidió difundir parte de la grabación. Alguien lo identificó. Al mes siguiente, el autor fue detenido. Tenía 66 años y era de Vitoria.
El recorrido por los casos criminales de la mano de la lengua en el libro se retrotrae a las cartas de Jack el Destripador, el asesino del Zodiaco o el precursor de Unabomber. Y enlaza con asesinatos, estafas elaboradas, amenazas con el velo del anonimato o análisis de comunicados terroristas y deliberados eufemismos políticos.
Queralt elige la ilusión de un caso en el que trabaja: el crimen, reabierto a punto de prescribir de Helena Jubany, en 2001. Hay que arrinconar al culpable, pero de momento han demostrado que los anónimos que recibió la bibliotecaria de Sabadell días antes no los escribió la mujer que ingresó en prisión como posible autora y que acabó suicidándose en la cárcel. Dejó una carta y 19 textos personales que le dan la razon.
Precisión Incluso los textos o grabaciones más breves dejan rastros lingüísticos que nos delatan