La primera película larga de Chaplin y con un ingrediente nuevo: la emoción
El filme vuelve a los cines un siglo después de su polémico y accidentado estreno
«El Chico» se estrenó en Nueva York el 6 de febrero de 1921, con lo que, mediante una sencilla operación de cálculo matemático, se puede colgar la oportuna vuelta de esta película a las pantallas en una percha asombrosa: cumple un siglo de vida. «El Chico» es la primera obra «larga» de Charles Chaplin, nada menos que seis rollos, 68 minutos, e invirtió en ella un año de rodaje, trescientos mil dólares y un desgaste profesional y personal que ya no se puede resolver con un simple cálculo matemático: en lo personal, porque coincidió con su rocambolesco divorcio con Mildred Harris, su primera esposa y el primero de los varios puntos y seguido de sus desastres; y en lo profesional, por las diversas interrupciones del rodaje, por el embargo posterior de la película y porque, literalmente, tuvo que huir con los rollos y hacer manualmente el montaje en una habitación de hotel. Un Chaplin y un Charlot más fundidos que nunca para salvar esta obra imperecedera.
«El Chico» es también la primera película de Chaplin en la que introduce un ingrediente nuevo, la emoción, y que se convertiría en una pieza clave de su posterior e inmensa filmografía. La sucesión de «gags» muy divertidos y de acción típica de su personaje, Charlot, está punteada por momentos de gran intensidad dramática y de enorme carga sensible, tal y como solicita esta historia que apunta directamente al corazón del espectador. El argumento es sencillo y conecta al vagabundo Charlot con un bebé abandonado por su madre, al cual acoge y «saca adelante» con mucho arte chaplinesco, hasta que el niño, «su hijo», tiene unos seis años y la Ley pretende arrebatárselo.
En fin, arquetipo de melodrama que Charles Chaplin resuelve con un arsenal de gracia, unas secuencias realmente asombrosas de precisión y de sentimiento, y con un uso del lenguaje cinematográfico lleno de una pureza que aún sorprende por su imaginación y creatividad. Hay momentos de expresividad y gracia infinita, como la escena de Charlot cristalero ambulante y el niño que lo precede con una piedra para ir dándole trabajo en las ventanas del vecindario, o la insuperable pelea de niños que termina con Charlot enfrentándose al hermano bruto de uno de ellos; y las hay también de enorme arrebato emocional, como cuando entran en el cuarto que comparten para llevarse al pequeño y Chaplin crea un revuelo de lucha, sentimientos, ternura y lirismo que forman una patata caliente que no se ha enfriado en su siglo de existencia.
Jackie Cogan
La película es el genio de Chaplin y la maravilla de Charlot, pero también es, y hasta el fondo, la presencia, expresividad y gracia infinita de ese niño, el actor Jackie Coogan, al que descubrió Chaplin en un teatrillo de vodevil. Es impresionante cómo, con apenas seis años, se apropia de todo lo festivo y conmovedor del relato, con una piedra en la mano, con un bailoteo charlotesco, con esa manera de mirar y dignificar el alma de Charlot que no se vería hasta que la invidente Virginia Cherrill se las dedicara en «Luces de la ciudad». El niño Jackie Coogan no volvería a tener nunca una cámara tan llena delante, y así quedará para el recuerdo, a no ser que alguien quiera recordarlo como el Tío Fétido de «La familia Addams».
La figura de Charles Chaplin nos ha llegado a nuestro siglo impermeabilizada e indeleble, con toda la gloria y grandeza de ser pieza clave del progreso del lenguaje y el arte cinematográfico, además de uno de los póster del siglo XX. Lo que hagamos con él durante el XXI y sus anhelos de derribar estatuas, es otra historia. En la vida de Chaplin hay sombras suficientes para esconder un portaaviones –los embarazos, matrimonios y edad de sus esposas, Mildred Harris (17), Lita Grey (16), Oona O’Neill (18), son hoy como tener un pasaporte caducado– y siempre mantuvo un litigio contra el mundo. Recordemos que abandonó los Estados Unidos cuando el Comité de Actividades Antiamericanas lo acusó de comunista, y algo de cierto debía haber en ello porque se fue a vivir, no a la Unión Soviética, sino a Suiza, el resto de su vida. Pero también recordemos que, para que haya una gran sombra, tiene que haber antes una luz intensa, grandiosa.
Genio Arquetipo de melodrama, Chaplin resuelve la película con un arsenal de gracia