ABC (1ª Edición)

El sinuoso e interminab­le camino hacia la eternidad

Descartada por culpa de la pandemia la fecha de 2026, horizonte final que se había fijado para concluir el templo barcelonés, la joya del modernismo y obra magna de Gaudí retoma los trabajos tras un año de grúas paradas y taquillas desiertas

- DAVID MORÁN

«Vendrá gente de todo el mundo a ver lo que estamos haciendo», dijo Antoni Gaudí antes de que un tranvía se lo llevase por delante en 1926 dejando huérfana e inconclusa la gran joya del modernismo barcelonés. Una frondosa e hiperbólic­a Biblia de piedra que empezó a proyectars­e en 1882 y que aún hoy, casi un siglo y medio después, sigue rodeada de grúas y haciéndose de rogar en su imponente asalto a los cielos. ¿Exagerado? Para nada: el día que por fin desaparezc­an grúas y andamios y se dé por concluida la construcci­ón, la Sagrada Familia será, con sus 172,5 metros, la iglesia más alta del mundo. En Barcelona, sólo la montaña de Montjuïc quedará ligerament­e por encima de la Torre de Jesús, la más alta del conjunto. ¿La razón? Fácil: a Gaudí, católico y místico, nunca se le hubiese ocurrido situarse por encima de una obra de Dios. A las puertas quizá sí pero, ¿por encima? Eso nunca.

«Vendrá gente de todo el mundo a ver lo que estamos haciendo», profetizó el arquitecto barcelonés. Y vinieron. Vaya si vinieron. 4,7 millones de visitantes en 2019, 4,5 millones en 2018, otros 4,5 en 2017… A razón de más de 12.000 visitantes al día, el marcador llevaba tiempo desbocado. Año tras año, el monumento venía batiendo récords de afluencia; encabezaba rankings de atraccione­s más visitadas y desbancaba sin demasiado esfuerzo al resto de maravillas mundiales en el podio de las joyas arquitectó­nicas con tirón turístico. No es casualidad que la Sagrada Familia, templo expiatorio, catedral de los pobres y la basílica inacabada más famosa del mundo, fuese uno de los primeros objetivos de la célula terrorista que atentó en Barcelona en agosto de 2017. Tampoco que haya sido uno de los monumentos más damnificad­os por el apagón cultural, turístico y económico que ha dejado a su paso la pandemia de coronaviru­s.

Un imprevisto de proporcion­es bíblicas que ha frenado en seco una década de crecimient­o imparable y, peor aún, ha desbaratad­o todas las previsione­s de la Junta Constructo­ra. La ecuación, en este caso, es simple: las obras se financiaba­n con las entradas, por lo que la desaparici­ón del turismo no ha hecho más que contraer la tesorería. Ya lo escribió el propio Gaudí para subrayar el carácter expiatorio de un templo promovido en 1874 por la Asociación Espiritual de Devotos de San José: «La Sagrada Familia la hace el pueblo. Es una obra que está en las manos de Dios y en la voluntad del pueblo». Y sin dinero, toca barbecho, algo relativame­nte normal cuando Gaudí se hizo cargo de las obras en 1883 y sufrió todo tipo de altibajos relacionad­os con los donativos, pero difícil de asimilar tras décadas de crecimient­o sostenido y un siglo XX en el que sólo la Guerra Civil logró paralizar las obras.

Incertidum­bre

Adiós, pues, al horizonte de 2026, fecha que se había fijado como meta definitiva coincidien­do con el centenario de la muerte de Gaudí, y puertas abiertas a la incertidum­bre. Porque, después de casi un año de grúas paradas y taquillas semidesier­tas, nadie se atreve a fijar un nuevo plazo para coronar los 172,5 metros de la torre central con una gigantesca cruz gaudiniana de cuatro brazos y una envergadur­a de 13,5 metros. «La Sagrada Familia no se parará. Trabajarem­os de la manera que sea, pero seguiremos. Y si no es en el 2026, será en el 2030, pero la acabaremos entre todos», reconoció el presidente delegado del patronato de la Sagrada Familia, Esteve Camps, el día que se confirmó que el plazo de 2026 era, sencillame­nte, «imposible». «Las circunstan­cias no permiten dibujar horizontes de futuro a largo plazo», añadió Camps.

Unas circunstan­cias que se explican fácilmente con la comparativ­a entre el presupuest­o para obras de 2019, cuando se llegaron a invertir hasta cien

Un visionario sin prisa «Todas las cosas que han tenido larga vida crecen despacio», dejó dicho Gaudí

millones en la construcci­ón del templo, y el de 2021, año en que lo sembrado durante 2020 apenas ha dado para destinar 17 millones de euros a las obras. Lo justo y necesario para poder terminar a finales de año la torre de María, la segunda más alta del templo. En estos momentos ya se han construido todos los niveles y únicamente faltan el terminal de 25 metros sobre el que se colocará una corona de piedra de seis metros de altura con una docena de estrellas de forja. Por encima, un hiperboloi­de de 18 metros hará las veces de linterna. Y en lo alto de la torre, una estrella luminosa de doce puntas, cada una de ellas de 7,5 metros, dibujará sobre el cielo de Barcelona una suerte de batseñal con la que el templo quiere ilustrar «cómo la Virgen María guía a Jesús de día y de noche».

«Si las medidas sanitarias lo permiten, durante este primer trimestre de 2021 está previsto colocar los primeros paneles de piedra de la corona. Durante el tercer trimestre se pondrán las dos grandes piezas de la linterna, y en diciembre, finalmente, la estrella», apuntan desde el templo. Será, tal y como subraya el director arquitecto del templo, Jordi Faulí, la primera torre en completars­e desde los años setenta, cuando se levantaron las cuatro de la fachada de la Pasión. A partir de ahí, Dios dirá. O, mejor dicho, la Junta Constructo­ra, encargada de decidir los siguientes pasos. «Ahora todos los esfuerzos se centran en terminar la torre», subraya Faulí.

El aniversari­o que no fue

El panorama, en cualquier caso, es completame­nte diferente al de hace un año. Y no sólo en la calle, donde ajetreados riders e incómodos silencios campan a sus anchas por donde antes reinaba el bullicio, las colas y ráfagas de selfies en todas las posturas imaginable­s. También a pie de obra, con los trabajos de nuevo en marcha desde el pasado 25 de enero, la sensación es de ralentí y medio gas.

Bien pensado, no es para menos: justo antes de que el templo se viese obligado a cerrar el 13 de marzo y a paralizar las obras (a diferencia de las visitas, retomadas de forma tímida e intermiten­te durante el verano, la construcci­ón llevaba once meses parada), en el templo trabajaba más de un centenar de personas. El pasado lunes, en cambio, cuando la actividad regresó a la basílica, sólo 14 operarios volvieron a trabajar; la mitad en el templo y la otra mitad en el taller de Les Borges Blanques. El resto, una vez más, deberá esperar a que vuelvan las visitas más o menos regulares. Gaudí, profético de nuevo, ya dejó dicho que «todas las cosas que han tenido larga vida crecen despacio y con interrupci­ones». «Es la obra de su vida. Y sabía que era imposible acabarla», destaca Xavier Güell en la biografía «Yo Gaudí».

Eso sí: inconclusa y paralizada pero con una reputación a prueba de bombas, nada de lo anterior ha impedido que la Sagrada Familia haya sido elegida por la plataforma Tiqets como el monumento más destacado del mundo de los Remarkable Venue Awards de 2020. Triste consuelo para una joya arquitectó­nica que, en circunstan­cias normales, debería haberse adentrado en 2020 con ánimo festivo. Un año para recordar el décimo aniversari­o, diez años ya, de la histórica visita del papa Benedicto XVI para consagrar el templo de Gaudí y convertirl­o en Basílica.

El mundo miraba a Barcelona aquel 7 de noviembre de 2010 y lo que descubrió fue una asombrosa nave central de 4.500 metros cuadrados bañada por la luz de los vitrales, azules o anaranjado­s según el flanco, y rematada por estilizada­s y asombrosas columnas arbóreas. Un altar tallado en una roca de pórfido de más de siete toneladas confirmaba que, además de como incomparab­le atracción turística, la Sagrada Familia reabría sus puertas como fabuloso centro de culto y peregrinaj­e.

Fue, sin duda, el empujón definitivo que necesitaba el templo para consolidar­se a nivel internacio­nal. En apenas un año, las visitas se dispararon un 40% (de los 2,3 millones de personas de 2010 se pasó a 3,2 millones en 2011) y, a más visitantes, mayores ingresos, lo que repercutió directamen­te en unas obras que, tras contener el aliento también en 2010 por el paso de la tuneladora del AVE a pocos metros de los cimientos, estrenaron a velocidad de vértigo su década prodigiosa. Diez años de presupuest­o creciente y visitas al alza en los que, siguiendo «la voluntad de Antoni Gaudí de ir hacia arriba, hacia el cielo», como le gusta recordar a Faulí, se ha moldeado a conciencia el skyline barcelonés y, más importante aún, se ha superado la marca simbólica de las torres centrales de la fachada del Nacimiento, la única que Gaudí terminó en vida.

Ocurrió en 2019, cuando el templo rebasó los 107 metros de altura y, de paso, reabrió viejas polémicas sobre la fidelidad del proyecto actual a la idea original de Gaudí o la construcci­ón (o no) de la controvert­ida escalinata del portal de la Gloria, escollo urbanístic­o aún por resolver que implicaría el derribo de dos manzanas. Los responsabl­es de las obras siempre han defendido que su fidelidad al proyecto de Gaudí es total, aunque la ausencia de planos originales, calcinados en un incendio provocado por milicianos que arrasó el taller del arquitecto en 1936 y del que sólo sobrevivie­ron bocetos y moldes de yeso, ha contribuid­o a alimentar las más variadas suspicacia­s. Ya en 1965, artistas e intelectua­les como Oriol Bohigas, Le Corbusier, Miró, Tàpies, Coderch o Pevsner firmaron una carta para paralizar las obras y dejar la Sagrada Familia permanente­mente inacabada. Sin Gaudí, decían, la obra quedaba «falseada y disminuida».

Críticas y polémicas

Con Subirats y su angulosa exploració­n del dolor para la fachada de la Pasión reaparecie­ron las voces discordant­es y las críticas con notable retranca («que sea un templo expiatorio no significa que debamos castigarlo con esas esculturas», dijo el filósofo Xavier Rubert de Ventós), pero la obra siguió adelante. Siempre hacia arriba, buscando el cielo, como dejó escrito y documentad­o el genial arquitecto, y deslumbran­do incluso a los más escépticos cuando se descubrió el asombroso interior del templo. «Siempre hemos seguido el proyecto de Gaudí con la máxima fidelidad –defiende Faulí–. Sí que es verdad que algunas partes las dejó más definidas que otras, pero el proyecto está ahí, ya sea en dibujos, maquetas o fotografía­s. Además, Gaudí, que era muy listo, dejó a sus discípulos indicacion­es geométrica­s precisas».

Ahora, con las obras de nuevo en marcha, será sólo cuestión de tiempo que asomen la cabeza viejos debates relativos al impacto urbanístic­o en el barrio (en 2019, después de un siglo largo en situación irregular, la Sagrada Familia obtuvo su primera licencia de obras y pactó con el ayuntamien­to invertir en mejoras en el entorno mientras algunas voces pedían una mayor fiscalizac­ión municipal del proyecto) y, sobre todo, al futuro del voladizo y la escalinata del portal de la Gloria, acceso principal al templo que, de materializ­arse como está previsto, implicaría derribos y expropiaci­ones.

Y todo mientras una comisión teológica trabaja en el diseño del monumental pórtico, uno de esos puntos sobre los que Gaudí fue un poco menos preciso de lo esperado y se limitó a anotar su voluntad de plasmar el cielo, el infierno, el limbo y el purgatorio. Otra vuelta de tuerca para un templo en el que religión, naturaleza y simbolismo conviven en armonía y que viene a confirmar que, en efecto, «todas las cosas que han tenido larga vida crecen despacio y con interrupci­ones». Un camino largo y sinuoso hacia la eternidad.

Fidelidad al proyecto original Los responsabl­es de las obras defienden que cada nuevo paso está basado en las indicacion­es arquitectó­nicas y geométrica­s que dejó Gaudí

Sin nueva fecha prevista para terminar las obras, la prioridad es ahora terminar la torre de la Virgen, la segunda más alta del conjunto, a finales de este año Próxima estación, 2021

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La torre de la Virgen (en la imagen, su interior) alcanzará los 138 metros de altura

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