EL BOLÍGRAFO DE SATANÁS
Por lo menos desde hace un siglo, con el gradual ascenso de la Presidencia como el gran protagonista del Gobierno de Estados Unidos, todo cambio de ocupante en el despacho oval viene acompañado de un simbólico aluvión de decretos. Estas órdenes ejecutivas tienen fuerza de ley hasta que otro presidente las retracte, el Congreso las nulifique o los tribunales federales dictaminen que son ilegales o directamente inconstitucionales. Desde 1907, más de 14.000 órdenes ejecutivas han emanado de la Casa Blanca.
Esa cifra descomunal no es un buen síntoma de la salud democrática americana. Tanto presidentes republicanos como demócratas se han contagiado de la fiebre del efímero «decretazo», tan contradictoria con la insistencia constitucional en el balance y control entre poderes. Lo que debería ser un recurso excepcional se ha convertido en la rutina de un sistema en el que los resultados óptimos, y con mayor trascendencia, solamente se pueden lograr a través del consenso legislativo. Buscar atajos a través órdenes ejecutivas, puede resultar efectista pero no lleva muy lejos.
Trump se aficionó durante su mandato a rubricar sus decretos con un totémico rotulador, DE LOS GORDOS. Y Biden, aunque con trazo mucho más fino, ha alcanzado un record de 40 órdenes ejecutivas durante su primera semana como presidente. Todo un despliegue coreografiado para reflejar sus prioridades: cambio climático, respuesta a la pandemia, igualdad racial, sanidad, inmigración, priorizar la compra de bienes y servicios producidos dentro de EE.UU, etc.
Se entiende que todo presidente, especialmente durante sus primeros cien días, no quiera convertirse en víctima del bloqueo institucional de Washington. Sin embargo, hasta el «NY Times» ha empezado a editorializar para que Biden empiece a entenderse con el Congreso. Según John Hudak, de la Brookings Institution, las órdenes ejecutivas tienen bastante de tribalismo: son lo mejor del mundo cuando se controla la Casa Blanca y el bolígrafo de satanás cuando se está en la oposición.