TAN SUICIDAS, TAN SENTIMENTALES…
No, no es que no nos amemos. Es que nos odiamos. A nosotros mismos
RECORDABA la fórmula por haberla leído en mi lejana adolescencia. Pero me ha sido preciso encerrarme un par de horas con mi vieja edición de 1941, en su un poco enmohecido papel biblia, de los «Episodios Nacionales» para hallarla. Galdós está narrando las trapisondas, entre obscenas y tristes, del Madrid de la Corte de Carlos IV. Y es su Gabriel de Araceli quien, en el capítulo XX, pronuncia esta sentencia, a modo de consuelo para su Inesilla en trance de ver morir a su madre: «La experiencia es una llama que no alumbra sino quemando». Y torpe sería lamentarnos de esa quemadura, que es, en lo más hondo, la vida misma. Y aún más torpe, padecer su escozor sin aprender nada de ella. Tal es el vicio que Galdós reprocha a su España del siglo XIX. Tal es el que hoy nos sigue atenazando.
Nos dolemos. Y, una vez que hemos hecho gala, más o menos gesticulante, de ese sentimiento, aceptamos repetir una y otra vez el gesto del cual vino el desastre. Como si, a fin de cuentas, tan sólo en el espejo de lo peor lográramos reconocer una imagen con la cual identificarnos. Es una de esas espirales masoquistas que conducen indefectiblemente a una nación hasta el final suplicio de ver extinguida su historia, de verse extinguida: y, en esa extinción, todos cuantos al espectáculo asistimos.
Sentimentalizamos nuestra tragedia, para no afrontarla. Como si de algún hechizo mágico se tratase. Y, así, de un modo tan gratificante cuanto perverso, nos deleitamos en su cenagal. Nadie sale indemne –y difícilmente, vivo– de un rencor hacia sí mismo tan profundo. No, no es que no nos amemos, como tantas veces he oído lamentar a mi amigo José Luis Garci. Es que nos odiamos. A nosotros mismos. Y nuestra gran metáfora es la que escribe, en endecasílabos portentosos, una monja de la Nueva España en el siglo XVII: «Triunfante quiero ver a quien me mata / y mato a quien me quiere ver triunfante».
Todo está retornando al punto de partida en Cataluña. No es sensato taparse los ojos. Después de las elecciones regionales del día 14, las cosas serán idénticas a lo que eran en las vísperas del golpe de Estado de 2017. Idénticas en Cataluña, no en España. En la España de 2017 había un gobierno cobarde, incapaz de impedir el suicidio colectivo. En la España de 2021 gobierna un jaque que ansía suicidar a la nación. Illa, o sea Iceta, o sea Sánchez, hará exactamente lo que Esquerra le dicte. Sánchez-Iglesias-Junqueras apuestan por la idiotización: eso a la cual los griegos llamaban «demagogia»; en español, «populismo», sentimentalidad idiota.
Para Iglesias, la independencia de Cataluña es sólo un instrumento con el que desencadenar el gran juego: la voladura de una España que juzga epítome de la infamias. La coyuntura es perfecta. Y no, nadie ha aprendido nada de lo ya sucedido. La experiencia nos quemó y nos hizo más tontos.