Ese extraño objeto de deseo argentino por los muertos
Desde los orígenes
La necrofilia argentina procede de la fundación de Buenos Aires por Pedro de Mendoza, que se colocó una cataplasma con la sangre de tres soldados españoles Hechos macabros
La exmujer de Menem denunció que al cuerpo de su hijo, fallecido en accidente de helicóptero en marzo de 1995, alguien le había cambiado la cabeza
El caso del cadáver de Maradona, cuyo corazón ha sido extirpado y está en manos de un juez, es el último ejemplo de una pasión necrófila que va del secuestro del cuerpo de Evita a la amputación de las manos de Perón y el Che pasando por la profanación de los restos de San Martín
Los muertos célebres rara vez descansan en Argentina. Los cádaveres son objeto de deseo de fanáticos o moneda de cambio en la arena fúnebre de la política. Alguno, como el de Eva Duarte –vestida de blanco como una novia– fue secuestrado, mancillado y paseado, por diferentes países, hasta llegar a Madrid. El de su marido y tres veces presidente, el general Juan Domingo Perón, sufrió la amputación de sus manos. Se pidió un rescate por ellas, pero nunca aparecieron (el móvil económico quedó descartado). Al guerrillero Ernesto «Che» Guevara, también le cortaron las suyas, pero había una explicación: Fidel Castro las quería para comprobar que el «compañero», había abandonado este mundo para siempre, describiría a ABC el boliviano Juan Coronel, «el correo humano» que las trasladó «en un frasco con formol» a Moscú. El último episodio de esta historia negra lo protagoniza, por otras razones, Maradona. Al exnúmero uno del fútbol lo enterraron sin el corazón.
La pasión por apoderarse, mutilar, robar o aprovecharse de los cuerpos sin vida de los personajes de la historia argentina se conoce desde la fundación de Buenos Aires por Pedro de Mendoza, el hombre que, según describe el militar alemán Ulriko Schmidl, se colocó cataplasmas con la sangre de tres soldados españoles, acusados de antropofagia, para paliar su sufrimiento por las fiebres de la sífilis.
Distintas etapas
La necrofilia o «necromanía», como prefiere decir Claudio Negrete, autor de varios libros sobre esta tendencia macabra de los argentinos, atraviesa distintas etapas y costumbres. Entrado el siglo XX, el cráneo de Miguel Martínez de Hoz (padre de José Alfredo, ministro de Economía de la dictadura) apareció en plena Plaza de Mayo, frente a la Casa Rosada. En el segundo mandato de Carlos Menem (1995-99) los restos de su hijo Carlitos, muerto el 15 de marzo de 1995, oficialmente en un accidente de helicóptero, fueron alterados. Su madre, Zulema Yuma, denunció que le habían cambiado la cabeza (el juez lo desestimó). Pero el hábito más cruel de todos se registró durante la última dictadura militar (1976-83), cuando se estableció un plan sistemático para hacer desaparecer, en masa, los cuerpos de «los subversivos». Lo que hicieron las Juntas Militares «es la sofisticación de la manipulación de los muertos», analiza desde Buenos Aires Claudio Negrete, autor de «Necromanía, historia de una pasión argentina». Hay un elemento perverso, añade, porque «se despoja al muerto de identidad, se oculta su destino y se impide a sus familias hacer el duelo. Mantener el secreto significa mantener la amenaza de que se puede repetir». El general Jorge Rafael Videla llegó a decir sobre los desaparecidos: «Son una entelequia». Ironías del destino, los cadáveres de éste dictador y del número dos de aquel régimen, el comandante Emilio Eduardo Massera, reposan, forzosamente, en lugares no identificados para evitar su profanación.
En 1991 Menem viajó a Tucumán para darle un espaldarazo a la aventura política de Ramón «Palito» Ortega. El cantante de «Ese vacho de chevecha que che chube a la cabecha…» presentaba su candidatura a la Gobernación de la provincia donde a principios de los 70 se vivieron los enfrentamientos más crudos entre el Ejercito Revolucionario del Pueblo (ERP) y las Fuerzas Armadas. Su adversario era Domingo Bussi, general implacable durante los años de plomo. «Méndez», como se refieren al presidente los supersticiosos –le consideran un «yeta» (gafe)– fue en el avión oficial acompañado de los restos de Juan Bautista Alberdi, autor de la Constitución de 1853. La pasión por sus huesos, o lo que quedaba de ellos, se hizo evidente. Palito Ortega ganó las elecciones.
«Quiero a mi hija entera»
En Montechingolo, cerca de la ciudad de Buenos Aires, el ERP asaltó el 23 de diciembre de 1975 el Batallón Depósito de Arsenales 601 «Domingo Viejobueno». Al día siguiente, Nochebuena, el Ejercito detuvo y fusiló a Aida Leonora Bruschtein. A su madre, Laura
Bonaparte –terminaría sus días con siete desaparecidos de su familia– los militares le «ofrecieron recuperar sus manos. Las conservaban en formol, en un frasco con el número 24 pero les dije: “No, yo quiero a mi hija entera”», recordaría en uno de sus encuentros con ABC.
«A lo largo de nuestra historia se ha desarrollado una cultura nacional de profanaciones y manipulaciones de muertos», sentencia Claudio Negrete. Entre los ejemplos que menciona, recuerda «las vejaciones de los restos de José de San Martín y de Juan Manuel de Rosas o el robo de los dientes de Manuel Belgrano». Este último, creador en 1812 de la bandera argentina, con los colores albicelestes (de los Bordones), tuvo un final desdichado. Murió en la pobreza y en su primer entierro se utilizó un ataúd de madera de pino. Al exhumar su cadáver, el 4 de septiembre de 1902, para darle sepultura de héroe, lo que hallaron fue despojos que, prácticamente, se deshacian al asirlos. Esos huesos y restos de dentadura, se colocaron en una bandeja de plata ante la presencia de los ministros del Interior, Joaquin V. González, y de Guerra, Pablo Ricchieri, que aprovecharon para quedarse, cada uno,
con «un diente del prócer», como denunció la revista de la época «Caras y Caretas». El periódico «La Prensa» publicaría un editorial memorable donde reclamaba: «Devuelvan esos dientes al patriota que menos comió en su gloriosa vida con los dineros de la Nación». Así se hizo. Hoy reposan en la iglesia de Santo Domingo de Buenos Aires.
Con la muerte de Diego Armando Maradona –difícil imaginar otra escena– resucitó esa obsesión generalizada –y violenta– por ver al mito, tocarlo, quedarse con algo suyo, despedirlo o saludarlo aunque se deje media vida –o la vida entera– en el intento. Así ocurrió, en 1953, con la muchedumbre que seguía el féretro del expresidente Hipólito Yrigoyen; en 1935 con el del «zorzal criollo» –como rebautizaron a Carlos Gardel– o en 1976 con Óscar Natalio Bonavena, más conocido como Ringo Bonavena en el mundo del boxeo, la escena y la canción.
A Maradona lo enterraron «sin corazón, se lo extrajeron en el contexto de la investigación judicial sobre las causas de su muerte. Pesaba medio kilo, el doble de una persona corriente. ¿Quién se lo va a quedar?», se pregunta Negrete, antes de reclamar «una legislación, como sucede en España, que defienda los derechos de los muertos» porque en Argentina «no tienen ninguno. Son funcionales a los de los vivos». Autor de «La profanación, el robo de las manos de Perón», Negrete reclama una reforma del Código Penal para que se condenen, severamente, los asaltos a las tumbas. «Así, se evitarían, entre otras cosas, los ataques a los cementerios judíos en Argentina». Un ejemplo de «vacío legal» que ilustra la situación es el hecho de que «la carátula del expediente de la violación de la sepultura y robo de las manos de Perón sea “por robo de sable y gorra”, que también se llevaron», puntualiza.
Asalto a la cripta
La historia del cadáver del general, cuyo padre recibía con el cráneo del gaucho Juan Moreira, sobre la mesa de su despacho, tiene varias etapas. Por un lado, el asalto a la cripta del cementerio de la Chacarita, donde los criminales forzaron un cristal blindado encajado en unas planchas de acero y por otro, el circo en que se convirtió su «mudanza», el 17 de octubre de 2006, al mausoleo de la localidad bonaerense de San Vicente. Al cuerpo, que se trasladó seguido de una caravana de peronistas descontrolados (terminaron a balazos), le faltaban entonces pedazos de las extremidades además de las manos robadas. «Se aprovechó aquella ocasión para extraer dos muestras del brazo y otras dos del fémur. Una carnicería»,
recuerda Negrete. La «intervención» se enmarcó en la demanda de filiación de Martha Holgado, la mujer que juraba que Perón era su padre y cuyo hijo narraba a ABC cómo «de niño contaba con mi abuelo las patas de una cama antigua y decíamos que era un cienpiés». El ADN demostró que todo era falso. «Llevarse las manos de Perón es como robar el pie izquierdo de Maradona», zanja Claudio Negrete. El suceso se acompañó, añade, de «un asalto al domicilio de Madrid de su viuda, Isabel Martínez. Lo pintaron en rojo, o le cortaron las manos de su retrato y lo mismo hicieron con cuadros de religiosas que tenía en su departamento».
Duarte, como trofeo
Juan Duarte apareció muerto con una bala en la sien el 9 de abril de 1953. «Los militares también se quedaron con su cabeza. Uno de ellos la exhibía como trofeo sobre la mesa», describe Negrete. La historia del embalsamiento, secuestro y periplo del cadáver de su hermana Eva es la más famosa. Juan José Sebrelli, autor de «Comediantes y mártires, ensayo contra los mitos», recuerda cómo «su cadáver fue capaz de encender raras pasiones necrófilas en el embalsamador Pedro Ara y en su custodio, el coronel Carlos Moori Koenig, que, alcoholizado, invitaba a sus amigos a ver el cuerpo desnudo de Evita muerta». Aquella pequeña figura, con aspecto de muñeca de cera, fue amortajada con un diseño de su costurera española, Asunta Fernández, quien, describe Sebrelli, «adaptó un vestido de fiesta de raso blanco de Dior, hecho para la gala del 9 de julio (fecha de la independencia de Argentina de España) de 1952, que no llegó a estrenar». El cuerpo, con el rostro desfigurado y un corte en la oreja, realizado por el embalsamador catalán Pedro Ara (para identificar que era el original) viajó por media Europa hasta que recaló en Puerta de Hierro donde estaban exiliados Perón y su tercera mujer. Anunciada su repatriación a Buenos Aires, el grupo guerrillero de Montoneros, hijos políticos repudiados por Perón, secuestró en Buenos Aires el féretro del general Eugenio Aramburu. «Sólo lo devolverían cuando el de Eva estuviera en Argentina», advirtieron. Así fue. «Lo abandonaron en una furgoneta en la céntrica calle de las Herás», observa Negrete.
El misterio de Evita quedó resuelto y provocó ríos de tinta, pero el de las manos de Perón nunca se desveló. Se especuló con que eran necesarias para abrir cajas de seguridad en Suiza donde, supuestamente, el tres veces presidente guardaba una fortuna en lingotes de oro. «Esa teoría quedó descartada. Me entrevisté con banqueros en Ginebra, donde ese sistema de apertura no estaba implementado. Se incorporó décadas más tarde pero el mecanismo –añade– registra también la temperatura de las huellas dactilares». La explicación al robo, según Negrete, se justificaría como un «atentado político, en un contexto de revisión de vuelta al poder del peronismo porque había elecciones legislativas. Existía una inestabilidad institucional y del Gobierno (1983-89) de Raúl Alfonsín que buscaba confirmar una mayoría en las urnas». Dicho esto, el escritor y periodista, considera posible que el acto «estuviera ligado a algún grupo de poder o logia». Aún así, no entiende que, en todo estos años «ningún Gobierno, ni peronista ni radical, haya tenido la decisión política de investigar para recuperar las manos» del último gran caudillo argentino.
El viaje de las reliquias
El corte de las manos de Perón fue limpio, pero no sucedió lo mismo con las del Che Guevara. «Eran robustas, estaban cubiertas por un vello fino y las muñecas, daba la impresión de que habían sido cercenadas con instrumental inadecuado porque el corte era muy irregular», recordaría antes de su muerte a ABC Juan Coronel en su casa de Santa Cruz de la Sierra. En julio de 1969, dos años después de que el guerrillero cayera acribillado a balazos en La Higuera, el por entonces joven militante del Partido Comunista boliviano recibió el encargo, con otro camarada, Jorge Sattori, de entregar el paquete al mismísimo Fidel Castro, junto con «una máscara donde se veían en negativo las facciones del Che».
Necesitaron cinco meses para organizar el operativo. Coronel viajó solo, con un bolso y las reliquias de Ernesto Guevara. «Volé con Iberia en un avión lechero» con media docena de escalas (en ninguna le registraron) y en tránsito llegó a «Madrid el 29 de diciembre». Con Air France fue a Budapest. Más tarde partió a Moscú, donde coincidió «con Pasionaria (Dolores Ibarruri)» y «con Santiago Carrillo y Enrico Berlinger», pero no se animó a presentarse. Sólo le quedaba el tramo a La Habana, pero Cuba, a última hora, le vetó por «pertenecer al PC de Bolivia que consideraban traidor al Che». Aquel «frasco cilíndrico, de unos 25 centímetros de alto por 18 de diámetro, sellado con lacre rojo», lo recibiría Castro con las manos abiertas. ¿Quién se lo entregó? El periodista Victor Zannier se atribuyó el honor.
La dentadura de Belgrano «Devuelvan esos dientes al patriota que menos comió de los dineros de la Nación», reclamó un periódico a los dos ministros que se habían llevado los restos
Reforma del Código Penal
«Urge una legislación que defienda los derechos de los muertos», reclama Claudio Negrete, tras recopilar los episodios más hilarantes de «necromanía» argentina