«¿Y QUÉ PINTAMOS NOSOTROS EN NUEVA YORK?»
La pandemia ha barrido muchos de los estímulos con los que la Gran Manzana seduce a todo el que se le pone delante. Un grupo de creadores españoles e insolentes siguen aferrados a una ciudad congelada por el frío y el virus
MIKEL DE LUIS COCINERO «No veo la ciudad funcionando como antes por lo menos hasta marzo del año que viene»
Nos encontramos en estos momentos en la cita anual de Nueva York con la duda sobre sí misma. La semana pasada hizo un frío de mil demonios, acaba de caer una nevada monumental y la previsión meteorológica en la pantalla del teléfono insiste en que no habrá alivio los próximos diez días. El metro funciona incluso peor de lo habitual y las esquinas de las aceras son montañas de nieve convertidas en chapapote helado por la suciedad, ingobernables. Son días todavía cortos y oscuros. Y los neoyorquinos, incluso los más fanáticos, hasta los aprendices de Fran Lebowitz más recalcitrantes, maquinan su traición: «Los Ángeles no está tan mal». «Podría pagar un apartamento enorme en South Beach por la mitad de lo que pago aquí». «¿Y si me voy a Arizona con mis padres una temporada?».
Tras un año de pandemia, la duda es más profunda y atraviesa al frío. La ciudad, ahora fantasmal, silenciosa, se acuerda de los tesoros que sobrevivían bajo la corteza congelada en un invierno cualquiera. Apretarse la bufanda al salir de la ópera, con la última escena en la retina, camino del metro. El humo del ramen en un buhío estrecho en el Lower East Side. La cerveza barata que dan en las inauguraciones de las galerías de Bushwick, atiborradas de modernos. Hincharse a palomitas hundido en una butaca de los cines IFC del West Village y rematar con un trozo de pizza en la esquina, en Joe’s. Tocar con los dedos a tu escritor de culto en una charla de librería. Una tarde de conciertos en Arlene’s Grocery. Una noche de estreno en Broadway. Una madrugada loca en House of Yes.
Todo eso lo ha barrido la pandemia. Los seis pies de distancia, el confinamiento, la mascarilla, el bajón de intensidad social han congelado a Nueva York mucho más que el frío. A esta y a cualquier otra ciudad. Pero en Nueva York, ciudad de ciudades, el contraste con lo que fue es mayor.
Avenidas durmientes
Sin estrenos, sin «raves», sin galas, sin «happenings», sin festivales, sin conferencias, sin «open mics», la pandemia ha puesto a Nueva York en el diván. «¿Qué sentido tengo?», se pregunta la ciudad, con las avenidas dormidas, neones que no alumbran a nadie y la sombra dolorosa de las muertes y el socavón económico del virus.
«¿Qué sentido tienes?», le preguntan de vuelta quienes la han elegido como suya, los que han dejado sus pueblos, ciudades o países y sienten que la ciudad ha roto el contrato. Pagan una fortuna por apartamentos minúsculos, rezan por no ponerse enfermos, consienten incomodidades, metros apretados, caminar entre basura, ratas y cucarachas. Eligen no ver a su familia y amigos durante meses. La contrapartida por la que vuelven y revuelven: agitación cultural, trasiego de ideas y tendencias, abundancia de clientes y mecenas, algo que probar cada noche, propuestas, innovación, apertura, fusión y mucha gente buscándose, encontrándose, contaminándose. Todo eso está ahora, en buena parte, suspendido.
«Nueva York ya no es Nueva York. No está pasando nada», lamenta Yago Vázquez, pianista de jazz, uno de los españoles neoyorquinos con los que ha hablado ABC para radiografiar el pulso de la ciudad pandémica. Hasta marzo, tocaba todas las semanas en Fat Cat, uno de los pocos antros que quedan en el West Village. «Medio vivía allí», dice de este bar subterráneo y lúdico, una rareza en la que se juega a ping pong y billar mientras tocan los mejores de la escena jazz de la ciudad. Echó el cierre, como todos los clubes de música, y sigue con el candado puesto. A Vázquez, que pagaba las facturas entre conciertos regulares en Nueva York, giras y grabaciones, se le paró en seco la actividad. «Estuve bien», dice, a pesar de todo, sobre aquellos primeros meses. «Me dio tiempo para estudiar, para centrarme en cosas que antes nunca podía». Como muchos otros, se fue a España en verano, a pescar algún concierto y a dar clases por videoconferencia. Ahora, desde Vigo, armado solo con un visado de artista, en medio de las restricciones de viaje de Europa a EE.UU., sabe que la ciudad regresará y él a ella, pero no cuándo. Porque, como el resto de los mortales, desconoce el camino que le queda a la pandemia. Algunas previsiones apuntan a que buena parte de EE.UU. estará vacunada y se conseguirá la inmunidad de rebaño para finales del verano. Esta misma semana se
ha abierto un gran centro de vacunación en el estadio de los Yankees de béisbol, en el Bronx. ¿Será un otoño, quizá la mejor temporada en Nueva York, de renacimiento? «Yo no veo la ciudad funcionando como era antes por lo menos hasta marzo del año que viene. No lo veo», dice Mikel de Luis, un cocinero al que la bomba de la pandemia le estalló en las manos.
Lleva en el país desde 2007. Pasó por Texas y por Alaska antes de recalar en Nueva York en 2011. «Era una espina clavada», cuenta. Es un bilbaíno hiperactivo que se ha metido en mil proyectos y al que la ciudad, como a todos, le ha pegado abrazos y bofetadas. «No me he ido de esta ciudad por mi mujer, que la quiero con locura», dice de su pareja, la estadounidense Michelle Buster, que importa quesos europeos a EE.UU. Después de tanto tiempo en la ciudad, necesitaba estabilidad. «O montaba un restaurante o me ponía de conductor de Uber». Eligió los pucheros frente al volante. Su restaurante, Haizea, un local coqueto en el Soho, tenía fecha de inauguración: 19 de marzo de 2020. Tres días antes, el gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, compareció en la televisión para anunciar el cierre de las actividades no esenciales en la mayor ciudad de EE.UU., convertida de la noche a la mañana en el epicentro global de la pandemia. Los restaurantes y bares debían cerrar, solo se les permitía ofrecer comida a domicilio y para recoger. De Luis llevaba más de un año trabajando en su proyecto. «Me había gastado un melonar», dice.
No tiró la toalla ni el mandil. Paró tres semanas, recompuso la figura y buscó adaptarse a las circunstancias cambiantes de la pandemia. Vivía pendiente de las decisiones que Cuomo y el alcalde de la ciudad, Bill de Blasio, tomaban sobre el sector de la hostelería. Primero, ofreció su comida a domicilio y para llevar. «Eso no fue muy bien», reconoce. Después, se facilitó a los locales instalar en terrazas, que han invadido aceras y calzadas. «Esto parece Bangkok», dice De Luis sobre las calles de Nueva York, no demasiado contento con la idea. Su concepto es más de una barra de categoría. «Tengo bogavante gallego, tengo carabineros, tengo gamba de Palamós, ¡tengo el mejor pulpo del mundo!», recita sobre su producto, difícil de conjugar con tanta restricción y giro regulatorio.
Al final del verano comenzaron a abrir los restaurantes con limitaciones. «Ahí las cosas empezaron a irme bastante bien. No me quejo, sinceramente», dice sobre el estado de su negocio. La mayoría de restaurantes españoles de Nueva York, como muchos otros, han tenido que cerrar. Él ha aguantado con el empujón inicial que tiene cada negocio. «Quizá con más competencia me hubiera costado un año empezar a tener más clientela», dice. «En mi calle, de catorce negocios, solo estamos abiertos cuatro». De Luis no conoce a Laia Cabrera, pero el cocinero ejemplifica lo que esta artista barcelonesa define como «la eterna supervivencia de Nueva York». Ella la conoce a la perfección, después de dos décadas en la ciudad. Pero hasta ahora no había vivido una alteración tan grande de su tejido social y artístico. «La rueda que nunca para se ha parado y eso ha supuesto un replanteamiento», reconoce Cabrera, una artista multimedia que mezcla el vídeo, la «performance», las artes dramáticas y espacios urbanos en sus proyectos. Ella ha visto cómo muchos creativos neoyorquinos han huido de la ciudad en la pandemia –parte de ellos al campo, con el norte del estado en pleno boom inmobiliario–, pero considera que Nueva York «sigue teniendo sentido».
Obligados al cambio
La pandemia solo ha sido una aceleración radical en algo a lo que la ciudad está acostumbrada: el cambio. «Vivir aquí te obliga a reinventarte, a tener una flexibilidad máxima como creador. Por necesidad tienes que innovar, buscar, cuestionarte», explica. En su caso, el desembarco del virus supuso la cancelación de dos exposiciones con videoinstalaciones previstas en Los Ángeles, Austin, San Diego y Filadelfia. Eran proyectos de carácter inmersivo e interactivo, dos víctimas inmediatas de las restricciones por el virus.
Las limitaciones muchas veces abren posibilidades diferentes, y así lo encararon Cabrera, sus colaboradores y otros creadores de su entorno: más arte en espacios públicos, interactividad digital, fórmulas híbridas. «Gracias a esa energía, la del superviviente neoyorquino, se generó una capacidad de reacción que no he visto, la verdad, en España».
Quizá es esa misma energía la que tiene al gallego Marcos de la Fuente en
EDU DÍAZ ACTOR Y PRODUCTOR «Estar en Nueva York ahora es por lo mismo por lo que uno hace teatro. Por fe»
YAGO VÁZQUEZ PIANISTA DE JAZZ «Nueva York, con la pandemia, ya no es Nueva York. No está pasando nada»
LAIA CABRERA ARTISTA VISUAL «Gracias a la energía del superviviente neoyorquino se generó una capacidad de reacción en esta ciudad que no he visto en España»
MARCOS DE LA FUENTE POETA «Estamos donde queremos estar. Queremos ser parte de lo pasa aquí, construyendo entre el caos y la incertidumbre»
ganchado a las calles desconchadas de Brooklyn. Imposible no reconocer su figura por Metropolitan Avenue, dos metros largos de poeta cubiertos con una gabardina. Después de organizar en Nueva York varias ediciones del festival Kerouac de poesía, se instaló hace dos años en la ciudad con su pareja, la artista visual Vanesa Álvarez.
De la Fuente ha agitado la escena poética en español de la ciudad con lo que él denomina los «poetry fighters», los luchadores poéticos. Le conocen los poetas puertorriqueños del Bronx y los académicos de la Universidad de Nueva York. Se pateó durante meses cada recital, cada festival. Era el organizador y maestro de ceremonias de encuentros establecidos, como «This is Poesía» o «Se buscan poetas», ponía en marcha antologías, grabaciones de sus propios textos con música electrónica. Su actividad y su presencia en la ciudad empezaba a coger entidad cuando llegó el Covid. Al mismo tiempo, su pareja se quedó embarazada. Tuvieron que elegir: regresar a la comodidad de España, a la sanidad pública, al apoyo familiar. O quedarse en un Nueva York incierto, parado, sin actividad ni facilidades, solos con su criatura. «Decidimos seguir apostando por la ciudad», cuenta De la Fuente. ¿No es demasiado sacrifico, en especial ahora? «No, estamos donde queremos estar. Porque queremos ser parte de lo que está pasando aquí, luchando contra la pandemia y construyendo entre el caos y la incertidumbre desde el centro del mundo nuevos caminos y nuevas realidades».
El poeta, como otros creadores, ha buscado adaptarse. Actos al aire libre, festivales digitales –reconoce el hastío de tanto zoom– y mucho tiempo para cultivar nuevos proyectos. «Nueva York está siendo ahora mismo un estupendo laboratorio de ideas de lo que pasará después», sostiene. Una de esas cosas que ocurrirán es una obra de teatro en Off Broadway. O, al menos, en ello confía el actor y productor teatral canario Edu Díaz. Llegó a la ciudad en septiembre de 2019 con una beca Fulbright y el proyecto de desarrollarse como actor y estrenar, un año después, una obra en las tablas neoyorquinas.
En mil pedazos
«Los primeros seis meses de la beca me los pasé metido en clase y en los teatros de Broadway, aprendiendo y captando ideas para mí y para mi espectáculo», explica Díaz, y parece que cuenta el sueño de cualquier actor: formación en la academia de Susan Batson, una obra que ver cada noche, fondo de rascacielos, hojas secas y luces de Navidad. A comienzos de 2020 ya ensayaba su obra y unas semanas después «todo se rompió en mil pedazos».
La ciudad de sus sueños se convirtió en un lugar desolador, hostil. Sus compañeros de piso huyeron. «Estaba muy deprimido, con una apatía tremenda», recuerda. Sin ningún lugar a donde ir, se centró en producir su obra y encontró vetas positivas al parón de la actividad: «He podido meterme en reuniones con productores de Broadway que antes hubieran sido inaccesibles para mí».
Díaz busca estrenar su obra este otoño. No sabe si lo conseguirá. Pero sí sabe que quiere quedarse más tiempo en la ciudad, pese a los zarpazos que le ha pegado y pese a la pandemia. «Estar en Nueva York ahora mismo es por la misma razón por la que uno hace teatro. Por fe».