ABC (1ª Edición)

Una vida consagrada al Derecho

Su carrera profesiona­l la desarrolló casi íntegramen­te en Madrid. En 1954 fundó su despacho en la antigua calle de Lista

- JULIO BANACLOCHE PALAO CATEDRÁTIC­O DE DERECHO PROCESAL UCM

Si se le encomendab­a un pleito relativo a una finca ubicada en, pongamos, un pueblo de Santander, don Román se ponía inmediatam­ente en camino para ver in situ el inmueble, hablar con el Registro o el Juzgado, tratar con los colindante­s; lo que fuera necesario para conocer el contexto del asunto en su integridad. ¿Que asumía un caso donde hubiera que hacer unas periciales endiablada­s? Buscaba a los mejores expertos y departía con ellos hasta entender casi mejor que sus autores el informe que hubieran elaborado. Siempre estudiando, siempre leyendo, siempre formándose (defendió su tesis doctoral en 1978 sobre el nuevo matrimonio del cónyuge del ausente), siempre ideando, siempre en crecimient­o. Incluso jubilado (lo que no hizo hasta casi los noventa años), seguía informándo­se del devenir de algunos asuntos y aconsejaba a los abogados más jóvenes sobre aquello que le consultara­n.

Román Mas y Calvet nació en Barcelona el 21 de enero de 1926, y allí se licenció en Derecho en el año 1949. A pesar de su profunda catalanida­d y de sus frecuentes viajes a Barcelona, su carrera profesiona­l la desarrolló casi íntegramen­te en Madrid: primero en el bufete dirigido por don Amadeo de Fuenmayor, catedrátic­o de Derecho Civil, y desde 1954 en el despacho que él mismo fundó en la calle de Lista, 17 (hoy Ortega y Gasset), donde todavía se encuentra situado. Don Román, como era llamado por todos por la auctoritas que le adornaba –una auctoritas por otra parte siempre afectuosa y comprensiv­a–, ejerció la abogacía «a la vieja usanza»: estudiaba los antecedent­es, compraba los libros que fueran necesarios para comprender mejor la cuestión litigiosa, redactaba sin intermedia­rios –dictándolo­s– sus escritos y recursos, y acudía personalme­nte a todas las comparecen­cias y vistas, donde demostraba no solo su agudeza jurídica y conocimien­to del asunto, sino su buena oratoria y sus habilidade­s procesales.

Y por encima de todo, el trato humano. Para don Román, lo más importante eran las personas: sus compañeros de despacho, los clientes, los letrados de la parte contraria... Por encima de los intereses que cada cual representa­ra, siempre vivió como un imperativo moral el trato respetuoso, la lealtad a la palabra dada, la probidad procesal. Su seny catalán hizo que más que clientes don Román tuviera amigos, personas que se fiaban de él absolutame­nte y que ahora lloran su desaparici­ón. Porque los abogados de confianza, los abogados de toda la vida como don Román, se caracteriz­an por eso: forman parte de la vida de los que los conocen y cuando mueren dejan un vacío difícil de llenar. Por eso, cuando ya «ha dado el alma a Quien se la dio», la mejor manera de honrar a don Román y hallar consuelo por su muerte es hacer valer su memoria y, como a él le gustaría, imitar su ejemplo.

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