Una leyenda en Francia olvidada en España
MARÍA CASARES
PARÍS Empezaron reprochándole su acento extranjero y terminó siendo aclamada
Ha tenido que ser una escritora francesa, Anne Plantagenet, la que rescate, un cuarto de siglo después de su muerte, la figura de la actriz gallega, idolatrada en el país vecino y que, tras cultivar las grandes obras de la cultura española, se sintió ninguneada en el regreso a su tierra
La primera gran biografía consagrada a María Casares confirma que Francia considera a la trágica gallega como una heroína nacional, francesa, instalada en un pedestal celeste, entre los mitos cosmopolitas, como Marilyn Monroe, y las grandes leyendas del cine y el teatro nacional, como Sarah Bernhardt. Anne Plantagenet, autora de ‘L’unique’ (Stock), una biografía novelada de María Casares, define así al personaje: «Gran trágica. Intimidante. Fascinante. Dura. Vestida de negro, con mucha frecuencia. Difícil de calibrar en todas sus dimensiones. Fue una artista excepcional, un monstruo sagrado, una parte esencial de cincuenta años de escena, representando los personajes más variados, audaz, libre, valiente…».
María Victoria Casares Pérez, María Casares para la eternidad, nació en La Coruña el 21 de noviembre de 1922. Y murió en Alloue, Francia, el 22 noviembre de 1996. Era hija de Gloria Pérez y Santiago Casares Quiroga, amigo íntimo de Manuel Azaña, a quien sucedió en la presidencia del Consejo de Ministros en 1936. El primer exilio de la niña María fue la instalación familiar en Madrid, por las imperiosas razones profesionales de su padre, como ella misma recordaría, en su madurez última, desterrada, siempre: «Para mí, el primer exilio fue Madrid. Yo era, yo soy gallega. Y fue en Madrid donde tomé conciencia de que mi vida parecía llamada a representar, a actuar teatralmente, a dar vida dramática a ese exilio, al que seguiría otro, el definitivo, cuando crucé la frontera, para siempre, y nos instalamos en París».
Tras pasar varios años trabajando en su biografía, Anne Plantagenet tiene muy presente esa condición de desterrada celeste de María Casares. «Galicia estuvo siempre presente en la vida de la actriz. Su nostalgia tenía algo de terrible. Toda su vida recordó, siempre, su tierra natal. En su casa de la Charente hay dos carritos que tienen arena de Galicia, siempre. Durante sus giras por América, era recibida con una emoción inmensa por los gallegos desterrados y ella rompía a llorar, siempre, cuando volvía a encontrar a sus paisanos. Pero nunca deseó volver a Galicia, incluso cuando recibió algunas invitaciones. Para ella, Galicia sería siempre su infancia, su padre, su madre, su casa, su jardín. El océano».
Desterrada, exiliada, desde la adolescencia, María Casares se instaló en París, donde retomó los primeros pasos que había dado, en Madrid, en el Instituto Escuela, como jovencísima actriz en un grupo de estudiantes. Una gallega, española, en los negros años 40 del siglo XX, tenía que trabajar sin tregua para conquistar un puesto en la escena parisina. «Luchó mucho –insiste Anne Plantagenet–. Tuvo que aprender y trabajar la lengua francesa para pronunciar correctamente. Comenzaron por reprocharle su acento extranjero, y terminó convirtiéndose en una diva, con un puesto propio en la Comédie-Française y el Théatre National Populaire.
La joven desterrada sedujo muy pronto a los directores más grandes de la época, interpretando varias películas que forman parte esencial del canon cinematográfico francés: ‘Les Enfants du paradis’ (1945), de Marcel Carné; ‘Les Dames du bois de Boulogne’ (1945), de Robert Bresson, y ‘Orphée’ (1950), de Jean Cocteau, entre otras. Si la Casares actriz cinematográfica es una leyenda ardiente, la actriz de teatro fue considerada muy pronto como una de las grandes trágicas del teatro europeo, encarnando una gama excepcional de personajes, de los trágicos griegos a Calderón de la Barca y Valle-Inclán, de Shakespeare y Racine a Jean Genet, de San Juan de la Cruz a Bertolt Brecht, de Dostoievski a Federico García Lorca. Un repertorio ultraexcepcional, de una española nostálgica de su Galicia natal, trabajando en una lengua de adopción, el francés.
La vida de mujer libre y actriz de genio quizá le impidió una cierta serenidad sentimental. María Casares terminó casándose a los 56 años con un gran amigo, André Schlesser, el último hombre de su vida, con el que está unida para la eternidad en el cementerio del pueblecito de Alloue. Antes de su matrimonio, no es un secreto que María Casares conoció el amor con otro grandísimo actor, Gerard Philippe, aunque suele decirse que Albert Camus, dramaturgo, novelista, premio Nobel, fue el gran amor de su vida.
Camus, su protector
Camus fue para María Casares algo más que un amor tórrido y apasionado, como ella misma analizó para Francesc Burguet Ardiaca, en estos términos: «En primer lugar, me dio una cosa, muy importante, porque, al morir mi padre en 1950, hubo una especie de relevo, quiero decir que, en buena medida, él recogió el papel de mi padre, en el sentido afectivo, en el sentido de protección... Y sobre todo, él prosiguió mi educación. Y todavía una cosa esencial, porque a través de Camus aprendí a querer a Francia, y esto siempre resulta muy difícil para un español porque no hay dos países que vivan más de espaldas que Francia y España. Y como mi profesión me obliga a mantener una relación íntima con la lengua y el espíritu del país en el que vivo, pues… Llegué a comprender y a querer a Francia a través de Camus, porque él tenía un gran sentido de la pasión, era un hombre apasionado, y sin embargo tenía un gran dominio de la pasión, y esto es Francia, o mejor dicho eso era entonces». La correspondencia íntima entre la
Morriña trágica «Galicia estuvo siempre presente. Su nostalgia tenía algo de terrible», según su biógrafa, Anne Plantagenet
Exilio permanente «Cuando uno se exilia, es para siempre, pero también se aprende que no existen fronteras», decía la propia actriz
pareja Casares-Camus tardó varias décadas en publicarse, pero tuvo gran importancia en las nuevas generaciones de lectores, como me cuenta Plantagenet: «En mi caso, esa correspondencia fue un verdadero detonador, un descubrimiento. Se trata de un documento excepcional, literario e histórico, una formidable mina de informaciones. Antes de leerla, María Casares era, para mí, una silueta mal dibujada. Su energía, su temperamento, su intensidad, ante un Camus que parece quejoso, con frecuencia, me decidieron a escribir mi biografía». Desterrada celeste, hija de un político republicano, nostálgica de su Galicia natal, hasta la muerte, gran trágica en lengua francesa, personaje mítico y legendario, por mal conocida, con frecuencia, en su propia tierra, ha entrado en el Olimpo de las historias del cine, el teatro, el gran arte dramático. Quizá mejor apreciada en una Francia, un París, donde su talento y figura se ensalzan como propios.
Del campo a la capital
Sabela Hermida Mondelo, autora de una tesis doctoral sobre la gran trágica, recuerda que la condición del desterrado, la desterrada, tiene este puesto central en su su historia y su vida: «La vida de María Casares está condicionada y marcada por la experiencia del exilio. A lo largo de su vida experimenta un primer exilio emocional, cuando a los ocho años de edad ha de pasar de una vida alternativa entre La Coruña, pequeña ciudad en ese momento y la aldea de Montrove, en intenso contacto con la naturaleza, a una vida cosmopolita en la ciudad de Madrid, a donde se traslada su familia, con motivo de las responsabilidades políticas de su padre, en 1933. El exilio real llega en noviembre de 1936, durante la Guerra Civil española, junto a su madre, Gloria Pérez, cuando se refugian en París. En el año 1940 sufre el éxodo en la ocupación alemana. Por miedo a posibles represalias, vuelve la huida para esconderse en Burdeos, mientras su padre, Casares Quiroga, dado el peligro que corría en Francia, se traslada a Inglaterra, lo que supone una nueva y larga separación familiar».
Destierro que coincide, subraya Hermida, con una «morriña» esencial en su vida: «Desde el sentimiento y la defensa de su singularidad gallega, María Casares se universaliza a través de la creación. Durante toda su vida se sintió gallega, y como prueba de tal sentimiento, durante muchos años, cuando comenzaba en el teatro, todos los 25 de julio, día de la Patria Gallega, la actriz recitaba, a través de la radio francesa, versos en gallego de sus poetas preferidos, tales como Rosalía de Castro, Curros Enríquez o Eduardo Pondal. De la misma forma que el exilio le hizo sentirse de todas partes, también de ninguna se ha sentido. Sus propias palabras nos dejan constancia de ello: «Cuando uno se exilia, se exilia para siempre, pero también se aprende que no existen fronteras».
Menos de diez años después de su instalación en París, jovencísima, como refugiada, María Casares estrenaba en París, en 1946, uno de los grandes monumentos del teatro español contemporáneo, ‘Divinas palabras’, de Ramón María del Valle-Inclán. Dos años más tarde, era la protagonista de otro acontecimiento teatral: el estreno parisino de ‘La casa de Bernarda Alba’, de Lorca.
Con esos dos montajes, entre otros trabajos, culminaba la formación de una actriz que comenzarían a disputarse muy pronto los grandes directores de cine y teatro franceses. Su trabajo en ‘Guernica’ (1950), un documental de Alain Resnais y Robert Hessens, con textos de Paul Eduard, también le dio fama y respeto en París. Trabajo invisible en su patria.
Siguió un rosario espectacular de trabajos de los más altos vuelos consagrados
a difundir la cultura española. En 1953, trabaja con Albert Camus en la traducción de ‘La Devoción de la Cruz’, la obra maestra de Calderón. En 1963, trabaja con Margarita Xirgu en el montaje de ‘Yerma’, de Lorca, en Buenos Aires, donde traba una gran amistad con un futuro gran director, Jorge Lavelli, en el montaje de las ‘Divinas palabras’ valleinclanescas. La pareja Casares-Lavelli volvería a trabajar en París muchos años más tarde.
Seguirían trabajos de primera importancia para la promoción de la cultura española en la escena internacional. Versión escénica de ‘La noche oscura’ de San Juan de la Cruz, coreografía de Maurice Béjart, en 1968. Dos años más tarde, grabación de poemas de García Lorca. En 1972, interpretación de otro clásico canónico, ‘La Celestina’, en un montaje parisino de Jean Gillibert. Un año más tarde, participación importante en ‘Las dos memorias’, un documental de Jorge Semprún en el que colaboraron Federica Montseny, Santiago Carrillo, Yves Montand, Juan Goytisolo y Xavier Domingo.
El estreno de ‘El Adefesio’
Un año después de la muerte de Franco, 1976 debía ser el año del regreso final a su patria, nunca realizado, tras el estreno madrileño de ‘El Adefesio’ de Rafael Alberti dirigida por José Luis Alonso. Tras cuarenta años de exilio, María Casares volvió a París calladamente amargada. Sin duda, la crítica fue razonablemente elogiosa. Pero las
observaciones pérfidas sobre su «acento», sobre su «afrancesamiento», sobre su «distancia» de las realidades españolas, le causaron la más triste sensación.
Muchos años más tarde, en 1991, con motivo del estreno parisino de las ‘Comedias Bárbaras’ valleinclanescas, en el Théâtre National de la Colline, Jorge Lavelli, su viejo cómplice, director del teatro nacional parisino, organizó un fin de fiesta donde, entre copa y copa, María Casares nos comentó a un grupito de admiradores: «En Madrid, en Galicia, todo el mundo hablaba de mí. Pero, en el fondo, no sé si me conocían, a la luz de las preguntas que me hacían. Tener que volver a contar mi vida, tras una carrera consagrada a la cultura española, en el exilio, era muy triste para mí». Había comenzado una serie de homenajes administrativos. Hija predilecta de la Coruña (1984). Medalla de oro al Mérito de las Bellas Artes (1988). Concesión de la Medalla Castelao. Celebraciones simpáticas y tardías, cuando Francia había comenzado a instalar a María Casares en el panteón de las más grandes trágicas del siglo XX, junto a Sarah Bernhardt, otro monumento nacional, francés.
Insensible a los tardíos homenajes oficiales, muy alejados del puesto que ella tenía en la escena, el cine y la cultura francesa, María Casares regresó para siempre a Francia, sólidamente respetuosa y admirada con los frutos nuevos y maduros de la cultura española.
ESPAÑA A su regreso, no sintió reconocido lo que había hecho por el arte español