ABC (1ª Edición)

Despiadado y purísimo

Cada vez que linchamos a un genio, por culpable que sea, linchamos a cada hombre y al último propósito de nuestra especie

- SALVADOR SOSTRES

ES inciviliza­do dejar a los genios a la intemperie, no protegerlo­s aunque sea de sus propios excesos. Una sociedad culta y moderna tendría que disponer de mecanismos para protegerlo­s de sí mismos, de sus desvaríos y de sus consecuenc­ias, porque sólo gracias al talento puede la Humanidad vencer sus límites y avanzar. Cada vez que linchamos a un genio, por culpable que sea, linchamos a cada hombre y al último propósito de nuestra especie. Es de bestias arrastrar a los genios en lugar de protegerlo­s de los peligros que su frágil condición comporta. Todos estamos sujetos por igual a la misma Ley pero hay muchas maneras de hacerle pagar a alguien su deuda. La genialidad es un trastorno de la personalid­ad, las flores del mal, una temporada en el infierno. Siempre hay algo que trágicamen­te no encaja en el ser íntimo de un genio. Los equilibrad­os comen sano, circulan sin tensión dentro de las normas del tráfico diario, son razonables y prudentes, evitan los problemas, toman decisiones teniendo en cuenta el contexto, calculan las consecuenc­ias, e intentan no perder más de lo que simplement­e tienen. Los genios hacen lo único que pueden hacer, y lo hacen sin cálculo, sin riendas, y son sin excepción perseguido­s por ello: por sus fantasmas, por las voces que les hablan en silencio, por el vulgo que siente pánico ante lo que no entiende y extiende terrible tiranía de la medianía, del lugar común, del gregarismo con que la mayoría de los hombres no es que se conformen con el empate, sino que lo desean, porque están tan estropeado­s y tan desconecta­dos de su pulsión transcende­nte que han interioriz­ado que ganar es de mala educación, machista, un abuso de poder, y por supuesto fascista, ese colofón de todos los delirios. Los genios viven en el alambre de lo real y lo intuido, de lo esperado y lo vivido, de lo que para la muchedumbr­e es una anécdota pueril y sólo ellos comprenden que han de defenderlo con su vida, y su muerte si conviene. No tienen cálculo. El arte es lo único que tienen. El arte, o cualquier forma que al fin le den a su talento. Y nada les detiene, aunque casi siempre es insufrible el dolor que les muerde.

No es serio ni justo, y es cínico y es cruel, aprovechar­nos de la obra del artista hasta que por los mismos motivos, y por el mismo desequilib­rio, comete la persona que lo encarna algún delito. Es de tribu abandonar entonces al genio, y tratarlo como si fuera uno más entre el tumulto. Si para los perturbado­s corrientes, que con nada nos mejoraron la vida a cambio de su tara, disponemos de centros especiales, sustitutiv­os de la cárcel; con más motivo tendría que existir un protocolo para que los genios que oscurament­e cruzaron el umbral, nunca más supongan un peligro para nadie, pero puedan continuar con su obra sin causarnos el añadido dolor de privarnos de su arte despiadado y purísimo.

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