Ferlinghetti, el último beat, el último maldito
El poeta estadounidense ha fallecido a los casi 102 años, después de una vida intensa, dedicada a la utopía y al arte, y después de haber sacudido los cimientos de la literatura a golpe de polémica y escándalo
Ha muerto el último maldito, el último niño malo de la poesía de nuestro tiempo. Ha muerto, a los casi 102 años, Lawrence Ferlinghetti, el mítico autor de la Generación Beat, el incansable subversivo de todas las normas y las morales, de todos los preceptos y costumbres. Había nacido en Nueva York el 24 de marzo de 1919, realizó un doctorado en la Sorbona y participó en la Segunda Guerra Mundial, colgándose el mérito de que participó en el desembarco en Normandía. Fue tan desmesurado que no tuvo una biografía sino una constelación de biografías: la de poeta, la de pintor, la de activista. En él se reunió el hombre apasionado, visceral y el hombre tranquilo, el que aspiraba a una especie de sereno fluir, de serena meditación. Como los grandes mitos hizo de todas sus vidas una obra de arte, empezando por su resistencia al tiempo, por su amor y optimismo vitales. Como él decía, se agarró a la vida porque era su última oportunidad.
Eternamente joven, construyó su juventud sobre las heridas de la posguerra. Quiso echar abajo los sistemas, las éticas antiguas, los capitalismos y optar por el ideal de la utopía. Una utopía de flores en el pelo, pantalones de campana, amor libre, y sustancias psicoactivas. Su nombre se unió para siempre a la ciudad de San Francisco, como el de Pessoa a Lisboa o el de Baudelaire a París. Allí abrió una pequeña librería marginal llamada City Lights, dedicada a vender libros de segunda mano. Y allí, desde ese cuartucho desordenado, con una insignificante editorial hizo saltar por los aires la poesía de su tiempo. Una poesía convencional, de traje, corbata y gemelos, peinada en las peluquerías burguesas, perfumada y limpia. A golpe de polémica y de escándalo, con el pelo sucio y los harapos de los mendigos y los alcohólicos, fundaron los beats, la generación del furor, la apología de la irracionalidad, el deseo pornográfico, la marihuana y el whisky barato. Fue precisamente la publicación de ‘Aullido’ de Allen Ginsberg la que desató la tormenta. Sobre todo cuando en 1956 son llevados a los tribunales acusados de inmoralidad.
Estos inmorales son los que se pasaban la vida de vagabundeo en vagabundeo, haciendo nada, apurando las noches y en constante estado de excitación. Traficaron con las ilusiones de una nueva juventud y se echaron a sus espaldas hacer la revolución desde la juglaría de los poemas. Fueron los profetas que, en el desierto de los EE.UU., señalaron el demonio del capital, del consumo, de la alienación laboral como los demonios a los que vencer. Frente a la opulencia pusieron la miseria feliz de las comunas, frente al dinero el robo como una de las bellas artes, frente al matrimonio el amor libre. Criticaron los anuncios luminosos del capitalismo y se lanzaron a los bajos fondos, a las callejas para denunciar que Norteamérica estaba en proceso de autodestrucción.
Naturalmente, frente al hombre racional intentaron crear un hombre con la conciencia expandida, con nuevos estados interiores. Los estados interiores de Ferlinguetti los encontramos en su libro más famoso, ‘Un Coney Island de la mente’, editado entre nosotros por Hiperión.
Con Ferlinghetti muere, por tanto, un tiempo, la necesidad de abrir nuevas geografías sentimentales y nuevas utopías. Un juglar que profetizó que América necesitaba un nuevo optimismo.
San Francisco Su nombre pertenece a San Francisco, como el de Pessoa a Lisboa o el de Baudelaire a París